jueves, 9 de febrero de 2012

El Alma "etérea" de Sevilla (J. Romero Murube)


“Joaquín Romero Murube (1904-1969), escritor desde la juventud y profundo admirador y biógrafo sentimental de la obra de José Mª Izquierdo, toda su obra está dedicada a profundizar en las raíces universales de Sevilla. Conversador inigualable, vital, irónico y tierno, divagador solitario por la hondura de los jardines del alma de la ciudad, decir su nombre es formular un mundo sensitivo donde belleza, precisión y espíritu clásico se conjugan como norma de unidad. Y esa unidad se llama Sevilla. Decir entonces Sevilla es como traer a la luminosidad viva de la palabra su nombre mismo, porque pocas veces se da en nuestra literatura una identificación semejante: la Sevilla sin narcisismos localistas pero con características propias, que desveló esforzándose por expandirla. Joaquín significa también conciencia histórica y lúcida premonición contra los desastres urbanísticos, un crecimiento desmesurado y pocas veces planificado, ojo avizor inquisitivo que la realidad posterior ha confirmado, en sentido contrario y sin fortuna”, (retrato de José Luis Ortiz de Lanzagorta, en su prólogo de Discurso de la Mentira, escrito mientras Joaquín dirigía los Reales Alcázares en 1943, cargo que poseyó hasta el final de sus días con notable dedicación).



Ahí van algunos retazos de esta obra sobre el “alma de Sevilla”.
 
Un sabio profesor alemán de la Universidad de Munich, que llegó y se instaló en Sevilla para completar un trabajo de índole cultural dijo que después de haber recorrido Europa y muchos lugares del mundo, había encontrado en el elemento popular de Sevilla unas características vitales –convivencia social, sentido filosófico de la vida– totalmente distintos de los que había visto. Y mostrábase perplejo y seducido por ello, como ante un enigma maravilloso. Aquel amigo terminó su labor y abandonó la ciudad. Pasados unos años nos encontramos con él en un barrio sevillano y nos dijo: “Créame, amigo, no he encontrado una ciudad de características vitales más difíciles y sorprendentes que las de Sevilla. La rapidez de concepto, las valoraciones morales, los fundamentos sobre los que se asienta –trabajo, economía, familia, disciplina social, muerte, amor, sacrificio…– los maneja el sevillano de una manera tan distinta del resto del mundo, que uno no puede por menos que pararse aquí, para tratar de inquirir lo que logre alcanzar de este plasma social singularísimo. ¿Se debe esto a que Sevilla es ciudad viejísima, milenaria y atesora un plus de experiencia ciega, intuitiva, que se traduce en esas manifestaciones sabias, anómalas, desconcertantes?

Sí, hay una Sevilla de pandereta, de azulejos, turística y relumbrona. Pero hay otra de sangre, miserias, pasiones y difíciles verdades que es la que está esperando, intacta, que un día llegue el artista, el escritor, que sepa descubrir la belleza peregrina, su hondísima sabiduría. Sevilla en la Literatura, en el Arte, será siempre una fina interrogación desafiadora. Hay ciudades cuyo espíritu ha quedado para siempre fijado. Con Sevilla esto no es posible, porque repugna a la esencia misma, al alma misteriosa de la ciudad. El secreto de Sevilla es su constante mutación, es un fluir inextinguible de algo recóndito que moviliza y mantiene estas sucesiones, siempre llenas de igual vitalidad y dinamismo. 

Alguien ha expresado la teoría de que este persistir de Sevilla en todas las épocas tal vez procede de un secreto destino que le infundieron aquellos remotísimos pobladores, los tartesios, huéspedes cultos y primeros de estas maravillosas márgenes del Guadalquivir. Y esta singularidad es exclusiva de Sevilla. Solo ella vive y se transforma y renace constantemente en su gracia secular. Parece amarrada al carro del sol que cada día se vivifica y liriza con nueva gracia. En el vértigo de esta mutabilidad asombrosa se llega a dudar de su existencia. Por eso, alguien ha dicho, con razón, que Sevilla no existe y que no es más que un embrujo de la luz.

Manuel Chaves Nogales dejó escrito: “Embebecido en vuestras exploraciones con la ciudad, os halláis un momento perplejo ante una visión inesperada, acaso anacrónica, tal vez absurda. Estudiáis esa plaza, esa calle, esa casa, y no tardáis en encontrar otra razón espiritual de su existencia… se ha llamado a Sevilla la ciudad misteriosa e indefinible; por eso, los espíritus selectos se elevaron hasta la exaltación, y las almas torpes cayeron en el panderetismo”. No todo es falso en las obras llamadas de panderetismo; algunas de ellas responden a una honradez informativa plausible y veracunda. Lo que ocurre es que, con relación al espíritu de la ciudad, que avanza y se supera y afina por momentos, la obra que en ciertos instantes logró apresar determinados aspectos del alma sevillana, al poco tiempo queda, con referencia a la ciudad que la inspiró, en un anacronismo inevitable.

Sevilla se deja besar por todos sus adoradores; pero ella renace todos los días, es perennemente joven, y los hombres envejecen con rapidez extraordinaria junto a sus encantos inmarcesibles. Es cierto que existe una Sevilla superficial, alegre, aérea, cristalina, como un prodigio de armonía y ponderación. Pero el auténtico veneno del emocionario sevillano es más recóndito y profundo, y muy poca gente logra captarlo y definirlo. Se habla mucho de la alegría sevillana… es lo que se ve desde fuera; porque el sevillano tiene siempre la suprema elegancia de callar el dolor. No le preguntéis entonces qué le ocurre. No lo dirá nunca. El alma de Sevilla tiene el supremo pudor de sus dolores. Derrama su alegría por las calles y llora en los patios y en las salas de cal, entre encajes blancos y flores marchitas.



Puede que el sentir sevillano sea –en cierto grado o profundidad– tesoro exclusivo de los hispálicos temperamentos. Ahora bien, la concepción sevillana sobre un orden de juicios y razones, coloca ya el sentido interpretativo de la urbe sibilina en un cauce de universalidad, que se lo debemos exclusivamente a José Mª Izquierdo. El ensayo, en él, es una interpretación de Sevilla que supera por medio de la idea y del raciocinio lo que hasta entonces solo había tenido una exposición, una justificación poemática o sentimental. Nos dice Izquierdo, en su platonismo sevillano: “Las ideas son como lo más santo, como lo más sabio, como lo más bello de la vida. Las ideas son como el aroma sutil, como el aroma puro, como el nimbo de gloria que rodea a los seres. Las ideas son como algo virginal y casto, como una cosa celeste y blanca, como una novia, como la novia ideal que nunca desposamos…”. Él llegó a hablar del sentido musical de Sevilla: “…tiene una musicalidad que aún no ha sido artizada, porque el rumor callejero, el ruido, la sonería exterior, la sonoridad aparente, impidieron que se percibieran el ritmo y la armonía de su soberano silencio”.

Es una ciudad abierta, confiada y aparentemente alegre. Quien besa los labios de esta diosa indolente, ya nunca más puede huir de la seducción de sus encantos. Todos los pueblos, todas las razas pasaron por aquí, y a todos sedujo el sortilegio de la ciudad. Nadie es forastero en Sevilla, porque apenas quedan vencidas las ineludibles resistencias primeras, ya la ciudad ha tendido sobre el alma peregrinante la sutilísima trama de sus seducciones. Sevilla, como ciertas obras, es un nivel de valoraciones espirituales. Sevilla casi no tiene leyendas ni paisajes; es el hecho vivo de cada hora, es la llama de sol fundida con el grito, la risa y el dolor de cada día, de cada momento que pasa feliz por los corazones de este pueblo que, en el jocundo goce de su vida, casi no tiene tiempo de pensar ni de recordar nada: vive solamente.

Sevilla es ciudad de religiosidad ponderada, colectiva, ecuménica; revive en su Semana Santa el sentimiento clásico de la tragedia, la pasión, con el coro enorme de las muchedumbres, unidas en el goce religioso. Aquí, cuando surge el caso de una encendida religiosidad, se sabe poner junto a la penitencia el aroma de unos rosales. Porque, desde luego, la virtualidad primera y definitiva de Sevilla es un hondo y vasto sentido religioso, que late de los turbios momentos de su fundación. ¿Y cuál es el primer aspecto de la religiosidad sevillana?: la humildad. En Sevilla nada es altivo e imponente; todo tiene una suprema facilidad, un desgaire elegante, que hace que hasta lo más sólido tenga apariencias de ingravidez.

Existe por ahí el falso concepto de una Sevilla jaranera, y hasta ha prevalecido la absurda creencia que personifica en Don Juan el tipo representativo de nuestra urbe. Nada más alejado de la verdad. Don Juan –o el señorito, que ha sido su sucesor en la escena precaria de nuestra época– puede que sea sevillano. Pero a Sevilla la representa todo aquel que en su oficio o profesión logra captar e infundir el espíritu de la ciudad.

Había un anuncio que podía leerse en cierta calle muy céntrica de Sevilla, de un palmo las letras sobre fondo blanco. Era una pared que quería hacer un anuncio e hizo un poema:

La Tienda de las Flores
Coronas naturales y artificiales
Efectos de novia y primera comunión
Alas de ángeles
Moñas y banderillas de lujo.

¿Cabe algo más sublime que vender alas de ángeles? ¿Hay algo más íntimo, más inefable, que tener en su casa un almacén de “efectos de novias”… ¡qué españolísima bulla y confusión la de las coronas, el temblor de las novias, las banderillas y alas para ángeles!

Sevilla se encuentra amenazada de un gravísimo peligro: o atiende y ordena la conservación de sus veneros históricos y artísticos, o se convierte en una población monstruosa, híbrida y desaforada. Esta lucha por conservar lo antiguo y dar plaza a lo moderno constituye un gravísimo problema sevillano. Ya vemos como en algunos puntos del cuerpo de Sevilla van surgiendo elementos arquitectónicos disparatados que rompen, injuriosamente, la armonía del conjunto urbano hispalense. Y lo que denota es que el concepto claro, ordenado, de Sevilla, como una categoría artística, ha desaparecido. Hay que ir a una norma que evite depredaciones, torpezas y abusos en todos los sentidos.

Sevilla, bella sultana
del amante musulmán,
que vino a prestar su fuego
al fuego meridional.
Sevilla, cuna de reyes;
heroica, noble, leal;
patria gloriosa de héroes
de eterna celebridad…

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