lunes, 25 de junio de 2012

Reflexionando antes de "nacer" (A. y D. Meurois Givaudan)




Muchos de nosotros, muchas de las almas que pronto volverán a la Tierra, se reúnen con frecuencia no lejos de aquí. Ya no quieren una Tierra como la que han conocido en otra época, y que algunos hombres persisten querer legarles, con las mismas torpezas, con las mismas dudas y, sobre todo, con las mismas limitaciones.

Yo formo parte de una nueva generación de seres que quieren actuar bien y rápidamente, sin acomodos. Todo lo que deseo es encontrarme a mí misma, a mí y a lo que de mí vive en toda la creación. Ya no consigo respirar verdaderamente en este mundo de paz, porque la paz ya no está en mí, porque sé que ya he descansado bastante y temo olvidar el fin. ¿Cómo voy a ser plenamente feliz si una parte de mí misma yerra todavía en la materia densa? Esa parte se llama “los otros”.

Este mundo y el otro y los otros… tienen que interpenetrarse más y más hasta formar uno solo. No tiene que haber más que una sola vida sin “arriba” ni “abajo”. Habrá que volver mientras que todavía haya muertes y hasta que éstas no sean más que nacimientos.

En cuanto un alma regresa hacia un cuerpo de carne, tiende a hacer un análisis general de todo lo que ha aprendido y vive ese proceso con gran intensidad. En este mundo eso es ley. Así se impregnan más fácilmente en la memoria profunda las grandes verdades asimiladas y pueden luego reflejarse en la encarnación.

La densificación de lo que vosotros llamáis cuerpo astral se ajusta de modo totalmente natural a varios niveles. Su conciencia flota entre dos estados y eso se refleja indefectiblemente en la estructura de sus moléculas.

La tortura moral y los impulsos reprimidos nunca han hecho crecer verdaderamente al hombre.

El niño que acaba de nacer no es un terreno tan virgen como el terciopelo de su piel podría hacernos pensar. Lleva en sí su equipaje, sus temores, sus esperanzas, sus inhibiciones, sus alegrías, todo un potencial, toda una gama de colores que ha desarrollado más o menos desde mucho tiempo atrás, mucho más tiempo de lo que a uno le gustaría creer.

De la misma manera que existe una genética del cuerpo, hay una genética del alma; las radiaciones de los cuerpos sutiles son análogas a memorias profundas, a verdaderos bancos de datos; la luz que forma un aura es semejante a una miríada de células que se reagrupan por afinidades hasta formar masas energéticas de cierta densidad, de cierta amplitud, de cierta coloración. Trasnportar las especificidades de base de un temperamento, la configuración de la sensibilidad o incluso la aspereza de un alma. Son las que más allá de los genes y la educación, establecen los vínculos de afiliación auténticos.

Lo que verdaderamente horada nuestra conciencia astral aquí es, efectivamente, el sonido. Lo experimentamos como una sucesión de ataques bruscos y violentos. Y también los pensamientos que circulan a través de nosotros, tristes, insulsos, intemperantes y licenciosos, como los borrones de vida de los que están ahí.

No son solo los planetas o el talego de mi alma los que construirán mi temperamento, los que tejerán mi carácter, está también el ser consciente del amor de mis padres: no es algo mecánico y ¡ni siquiera celeste! Tienen que abrirse a mí y esperarme los dos, si no quieren que luche o que me rinda antes incluso de llegar a sus brazos. Somos todos así cuando descendemos de nuevo.

Las emociones de la Tierra están saturadas de los temores de los hombres, de sus inhibiciones, de sus egoísmos. Las almas que van a regresar las reciben de frente, las graban en el fondo de sí mismos, antes incluso de vestir su túnica… Consiguen impregnarlas porque reavivan sus recuerdos, sus debilidades.

Está el mundo y yo, que vuelvo a él, yo que me siento sola, porque algo me empuja a querer dejar en él mi huella más hermosa, más perfecta. Esta soledad es el orgullo de los que vuelven y se sienten ya obligados a decir “yo”, para afirmar quienes quieren ser..
Creo que sufrimos todos de la misma herida cuando morimos, cuando nacemos. No nos amamos, no nos perdonamos.

Está solo el que se cree único. El orgullo aísla, hace de nosotros en la Tierra, como en ese mundo intermedio, unos soles que, en lugar de dar verdaderamente, fomentan el reflejo de atraer demasiado hacia sí.



El hecho de volver a la Tierra reaviva en mí escenas difíciles de un pasado que hubiera querido olvidar, las heridas que he inflingido a otros y las que yo misma me he hecho. Decidlo a todos los padres para que lo sepan: el alma que acogen no es virgen, es una memoria viva. Que no se sorprendan de sus llantos, son lágrimas de lucidez y requieren amor y comprensión. Será su único y exclusivo bálsamo.

 
Anne y Daniel Meurois-Givaudan – Los Nueve Peldaños




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