miércoles, 6 de marzo de 2013

Felicidad en la unión Divina (Yogananda)




La exploración del propio yo, la implacable observación de nuestros pensamientos, es una dura y demoledora experiencia, capaz de pulverizar al ego más soberbio. Sin embargo, el verdadero autoanálisis opera matemáticamente, produciendo sabios. La vía de la “expresión de la personalidad” y de los reconocimientos individuales produce egotistas, hombres seguros de sus derechos a abrigar sus propias interpretaciones particulares acerca de Dios y del universo.
Mientras no se libere de sus pretensiones, el ser humano es incapaz de comprender las verdades eternas. Anegada por un fango centenario, la mente humana bulle con la repulsiva vida de innumerables ilusiones mundanas.
¡Las luchas de los campos de batalla palidecen en su insignificancia ante las primeras contiendas del hombre con sus enemigos internos! No se trata aquí de meros adversarios mortales, fácilmente dominables mediante un arrollador despliegue de fuerza. Omnipresentes, infatigables, persiguiendo al hombre incluso durante el sueño, sutilmente dotados de miasmáticas armas, los soldados de los apetitos que surgen de la ignorancia pretenden asesinarnos a todos. Necio es el hombre que sepulta sus ideales sometiéndose al destino común.

Olvida el pasado. Las vidas desvanecidas de todos los hombres se encuentran manchadas por múltiples culpas. La conducta de cada ser humano será siempre imperfecta mientras no haya establecido su conciencia en la Divinidad. Todo mejorará en el futuro, si estás haciendo un esfuerzo espiritual en el presente.
El hombre no regresa con facilidad a la sencillez. Para un intelectual raramente “Dios” es suficiente. Requiere más bien de un conjunto de pomposos postulados, y su ego se deleita ante su capacidad de captar semejante erudición.

Es el Espíritu de Dios el que activamente sostiene cada forma y fuerza del Universo, sin embargo, Él es trascendental y reposa apartado en el beatífico e increado vacío más allá de los vibratorios mundos de los fenómenos. Los que experimentan su divinidad durante su encarnación terrenal, viven una parecida doble existencia. Conscientemente dedicados a sus labores en este mundo, permanecen, sin embargo, sumergidos en interna beatitud. El Señor ha Creado a todos los hombres del ilimitado gozo de su Ser. Aun cuando estén dolorosamente aprisionados en el cuerpo, no obstante Dios espera que los seres humanos, hechos a su imagen, puedan fácilmente elevarse más allá de la identificación de los sentidos y reunirse con Él.



¡El Amor simultáneamente al invisible Dios, Depositario de todas las virtudes, y al hombre visible, aparentemente privado por completo de éstas, es a menudo desconcertante! Mas la ingeniosidad puede equipararse a la confusión. La exploración interna deja rápidamente al descubierto un elemento de unión entre todas las mentes humanas: el fuerte lazo de la motivación egotista. En este sentido al menos, la fraternidad humana se manifiesta abiertamente. Semejante descubrimento trae consigo una atónita humildad, la cual madura hasta convertirse en compasión hacia nuestros semejantes, quienes están ciegos a las inexploradas potencialidades terapéuticas del alma.

Solamente un hombre superficial puede permanecer insensible ante las desgracias ajenas, mientras se sumerge en el mezquino sufrimiento de sus propias miserias. Todo aquel que aplique el bisturí de la autodisección descubrirá que su ser se expande en una compasión universal, liberándose de las ensordecedoras demandas de su ego. En semejante terreno, el Amor de Dios florece. La criatura se vuelve finalmente hacia su Creador, aun cuando no sea sino para preguntarse angustiada: “¿Por qué, Señor, por qué?”. A través de los innobles latigazos del dolor, el hombre es llevado por fin ante la Infinita Presencia, cuya belleza debería constituir su única tentación.

¡Qué pronto nos hastiamos de los paceres mundanos! El deseo de cosas materiales no tiene límite, el hombre jamás está completamente satisfecho, y persigue una meta tras otra. Ese “algo más” que busca es el Señor, el único que puede proporcionarle el gozo imperecedero.
Los deseos externos nos sacan del Jardín del Edén interno, ofreciéndonos falsos placeres que únicamente remedan la felicidad del alma. El paraíso perdido se recupera rápidamente a través de la meditación. Puesto que Dios es la “Eterna Novedad” inesperada, jamás nos cansamos de Él. ¿Podríamos saciarnos de la bienaventuranza, deliciosamente variada a través de la eternidad? El gozo siempre renovado es una evidencia de su existencia, que nos penetra hasta los átomos.

La experiencia divina se presenta con una naturaleza inevitable al devoto sincero. Su intenso anhelo principia en atraer a Dios con una fuerza irresistible. El Señor, como Visión Cósmica, es atraído por el magnético ardor del buscador, hasta penetrar en el campo de su conciencia.
Dios es Gozo eternamente renovado. Él es inagotable. Los devotos que han encontrado la vía para comulgar con Dios jamás sueñan siquiera con intercambiar al Señor por cualquier otra felicidad, la felicidad divina está más allá de toda posibilidad de competencia.
Dios es armonía; el devoto que “sintoniza” con Él nunca ejecuta una acción desequilibrada. Todos los males humanos son originados por la transgresión de alguna ley universal. Las escrituras nos enseñan que el hombre debe cumplir con las leyes de la naturaleza, confiando simultáneamente en la omnipotencia divina.

La vida humana está sobrecargada de tristeza hasta que aprendemos cómo armonizarnos con la Voluntad Divina, cuya “vía correcta” es con frecuencia desconcertante para la inteligencia del ego.
Cuanto más tome conciencia el hombre de su unidad con el Espíritu, menos podrá ser dominado por la materia.
El alma es siempre libre, no está sujeta a la muerte, porque no tiene nacimiento. No puede regirse por las estrellas.
El hombre “es” un alma y “tiene” un cuerpo. Mientras permanezca confundido en su estado ordinario de amnesia espiritual, se hallará bajo el dominio de las sutiles ligaduras de la ley del ambiente.

Paramahansa Yogananda - Autobiografía de un Yogui

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