miércoles, 11 de septiembre de 2013

Proporción Divina en las Catedrales (C. Jack y F. Brunier)



En aquellas civilizaciones en las que la espiritualidad parecía tan indispensable como la producción económica, se presentía siempre al símbolo como el instrumento de medición que permite comprenderse y comprender al mundo. Para el hombre medieval, este último procede del Uno y retorna al Uno; la multiplicidad, la dispersión, constituye la trampa mortal; nuestro primer esfuerzo consiste en salir del follaje, en salir del entrelazamiento de ramas que nos ahogan. Tan pronto como veamos con claridad, el comprender que somos el símbolo de una realidad inmortal, conocemos un gozo indescriptible y seremos una piedra de la catedral que se edifica hasta el fin de los tiempos.

El simbolismo no está reservado a los eruditos. Es un auténtico pan cotidiano que no se encuentra en las bibliotecas ni en los viejos pergaminos, sino en la Naturaleza y en nuestra propia conciencia, ya sea científica, política o intelectual.

Todo símbolo es una mano tendida, un universo por conquistar, un rostro de luz cubierto por un velo. Si el símbolo se encuentra en el corazón del arte sagrado es porque se trata del único medio de comulgar auténticamente con la armonía del universo del que el hombre es una ínfima parte. Mediante la práctica del símbolo avanzamos por el laberinto de los grandes misterios y ponemos en movimiento el conjunto de nuestras facultades.

El símbolo más grande de los arquitectos medievales era la divina proporción, clave de las relaciones armónicas entre las partes del templo. En realidad, la vía espiritual es la conjunción del símbolo y del arte de vivirlo. Las teorías se desecan, las ideologías languidecen y mueren. El símbolo, incluso antes de transmitir ideas, ilustra una manera de ser. El símbolo constituye la más auténtica riqueza, la que no se devalúa al paso de los años. Todo se ilumina cuando se le considera con cierto estado de ánimo, que consiste en sentirlo y no en analizarlo.

"Que nadie se conturbe si al tratar de la creación del mundo, invoco el testimonio, no de los Padres de la Iglesia, sino de los filósofos paganos ya que, aun cuando éstos no figuren entre los fieles, algunas de sus palabras desbordantes de fe deben incorporarse a nuestra enseñanza. A nosotros también, que hemos sido místicamente liberados de Egipto, el Señor nos ha ordenado despojar a los egipcios de sus tesoros para enriquecer a los hebreos. Así, pues, despojemos de acuerdo con el mandamiento del Señor y con su ayuda a los filósofos paganos de su sabiduría y de su elocuencia, despojemos a esos infieles de tal manera que con sus despojos nos enriquezcamos en la fidelidad." (Daniel de Morley)


Si se desea una prueba tangible y "mensurable" de las transmisiones artesanales, bastará con estudiar las proporciones de los templos regipcios, de los griegos, de las iglesias bizantinas y de las catedrales cristianas. En todos ellos nos encontramos con la ley del Número Aúreo y comprobaremos la presencia de la Proporción Divina que hace de cada edificio un cuerpo viviente. Indudablemente, se trata de la pepetuación de unos secretos técnicos, que ante todo es una afirmación de la grandeza del hombre-arquitecto que ha de ofrecer el templo, la obra más hermosa, al "Maestro más Alto" según la fórmula medieval. El momento más importante de la aventura civilizadora es aquel en que el artesano, aplicando con escrupulosidad las reglas del arte real aprendido en las hermandades, transforma la piedra natural en piedra que habla. Por su gesto, el Templo se convierte en vida. El pequeño mundo de los hombres se modela a semejanza del Universo, la experiencia cotidiana adquiere un sentido.




Las figuras de piedra no representan escenas costumbristas o divertidas anécdotas. Las epopeyas románicas y góticas no constituyeron modas efímeras porque los constructores no imponían sus impresiones personales en los tímpanos o en las arquivoltas de los frontispicios; en cada momento daban vestiduras de piedra al pensamiento consciente, una indumentaria de claridades al Conocimiento que atravesaba el filtro de las vidrieras.

En un arte tradicional como lo es el de la Edad Media no tiene cabida el mundo profano y de ornamento gratuito. El artesano no buscaba la originalidad, el rutilante intelectual y el escándalo, no sucumbía a sus pasiones de forma sistemática con el pretexto de conferir en sus obras un seudovigor. Sabía, por experiencia, que la ciencia simbólica contiene los secretos de la vida y la aplicaba con el máximo rigor. Le era absolutamente desconocida la idea de un ornamento gratuito, puramente estético.

El artesano no inventa. El inventar se reduce a utilizar la habilidad mental sin desarrollar la inteligencia sensible. Descubre los modelos de sus obras en las esferas celestes en las que están inscritas desde la eternidad. Y como tales esferas se encuentran en el interior del hombre, el operador medieval que sigue el camino del arte, comienza por conocerse a sí mismo.

El arte simbólico hace actual el paraíso de los orígenes, comunicándonos el influjo divino. Cuando el escultor hace nacer una estatua, las fuerzas celestes viven de nuevo sobre la tierra y nos dan ocasión de participar en la obra del Creador prolongándola.

La ciencia es un arte, el arte es una ciencia. Juntos, captan el misterio. Separados, dividen al hombre en "materia" y "espíritu", lo clavan en un sitio. El arte con la ciencia lo es todo. En vez de mirar servilmente la naturaleza, logran conocer el proceso de creación oculto en la Naturaleza. El arte profano es naturalista, se satisface con la apariencia, incluso deformada; el arte tradicional es sagrado, porque propaga a través del tiempo y del espacio la profunda naturaleza de la vida.

Los defectos perniciosos que desnivelan el alma son la ignorancia y la envidia, a menudo representadas en los capiteles. Ignorancia no es falta de Conocimiento, sino negarse a conocer. El ignorante es aquel que se considera superior a la divinidad y adora a su "yo" olvidando los errores. Atraviesa el mundo a manera de un fantasma, de una sombra sin consistencia. El envidioso comete un pecado contra el espíritu al dar de lado su perfeccionamiento; desea robar a los otros lo que ya se encuentra en él y acaba oscureciendo su alma.

La Edad Media no siente ningún aprecio por el recluso que se aísla del mundo. "Quien se amuralla, ama poco", dice el proverbio. Amar poco significa desconocer lo esencial y menospreciar la palabra de Dios. El mundo es un filtro de inmortalidad para quien descubra su sagrada dimensión, un veneno mortal para quien lo concibe como una obra satánica.

La catedral, donde aparecen reunidas las obras de arte, es un mundo infinito que ilustra la génesis eterna del Universo en la que, si lo deseamos, somos capaces de participar. El hombre nuevo es el Verbo en nosotros, porque nos permite nombrar seres y cosas conocedores de su última realidad. Este Verbo creador, esta palabra que es el mundo en que vivimos, está encarnado en las piedras hablantes de la Edad media. Para encontrarnos a nosotros mismos, no tenemos más que encontrarlas y hablar con ellas. El maestro de obras se convertía en el instrumento de la eterna sabiduría. Su amor por la obra perfecta lo incitaba a dar de lado toda contingencia, para volver a encontrar la belleza del origen y transmitirla lo más fielmente posible.

Lejos de pertenecer al pasado, el mensaje medieval es una voz espontánea de la conciencia, una melodía sin principio ni fin  que nos aparta de nuestro saber para permitirnos escuchar la armonía del Conocimiento.

Si el ideal de esta elevada montaña que llamamos Edad Media se considera de acuerdo con una perspectiva simbólica, sin duda lograremos abrir de nuevo, cada uno de acuerdo con sus disposiciones, ese templo interior donde el hombre se olvida por vez primera, se arranca de sí mismo, lo abandona todo para seguir sus voces, confundirse con la ola inmensa que le arrastra. Se pierde y encuentra el Universo.


"Me parece que el logro de la armonía es la condición necesaria para permitir al hombre alcanzar plenamente y a la vez tanto su meta natural, que la de manifestar las perfecciones en sí mismo y a su alrededor por sus obras, como su objetivo sobrenatural, que es el retorno hacia lo Absoluto de donde ha salido". (Maestro de Obras Petrus Talemarianus)



Christian Jacq y Francois Brunier  -  El Mensaje de los Constructores de Catedrales

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