jueves, 27 de marzo de 2014

La pseudocultura beneficia al Estado (Nietzsche)




Ningún hombre tendría inclinación por la cultura si supiera lo increíblemente pequeño que es el número de las personas que poseen una auténtica cultura. A pesar de ello, no será posible ni siquiera ese número de personas verdaderamente cultas si no se dedica a la cultura una gran masa, decidida a ello por un engaño seductor y, en el fondo, impulsada a ello contra su propia naturaleza. En consecuencia, no hay que revelar nada públicamente con respecto a esa desproporción ridícula entre el número de personas verdaderamente cultas y el enorme aparato de la cultura. El verdadero secreto de la cultura es el hecho de que innumerables hombres aspiran y trabajan con vistas a ella, aparentemente para sí, pero en realidad solo para hacerla posible a algunos pocos individuos.
   Se democratizan los derechos del genio, para eludir el trabajo cultural propio y la miseria cultural propia. Cuando es posible, todos prefieren sentarse a la sombra del árbol que ha plantado el genio. Quisieran substraerse a la dura necesidad de trabajar para el genio, con el fin de hacer posible su aparición.
  
En el momento actual, nuestras escuelas están dominadas por dos corrientes aparentemente contrarias, pero de acción igualmente destructiva, y cuyos resultados confluyen; en definitiva: por un lado, la tendencia a ampliar y a difundir lo más posible la cultura y, por otro lado, la tendencia a restringir y a debilitar la misma cultura.
   La primera tendencia exige que la cultura debe extenderse al círculo más amplio posible. En cambio, la segunda exige a la propia cultura que abandone sus pretensiones más altas, más nobles y más sublimes, y se ponga al servicio de otra forma de vida cualquiera, por ejemplo, del estado (o de la religión). La exhortación a extender y difundir lo más posible la cultura va contenida en los dogmas preferidos de la economía política. Conocimiento y cultura en la mayor cantidad posible –producción y necesidades en la mayor cantidad posible–, felicidad en la mayor cantidad posible: ésa es la fórmula poco más o menos. En este caso, tenemos que el objetivo último de la cultura es la utilidad o, más concretamente, la ganancia, un beneficio en dinero que sea el mayor posible.
   Tomando como base esta tendencia, habría que definir la cultura como la habilidad con que se mantiene uno “a la altura de nuestro tiempo”, con que se conocen los caminos que permitan enriquecerse del modo más fácil, con que se dominan todos los medios útiles al comercio entre hombres y pueblos. Por eso, el auténtico problema de la cultura consistiría en educar a cuantos más hombres “corrientes” posibles, en el sentido que se llama “corriente” a una moneda. Cuanto más numerosos sean dichos hombres corrientes, tanto más feliz será un pueblo. Y el fin de las escuelas modernas deberá ser precisamente ése: hacer progresar a cada individuo en la medida en que su naturaleza le permite llegar a ser “corriente”; desarrollar a todos los individuos de tal modo que, a  partir de su cantidad de conocimiento y de saber obtengan la cantidad posible de felicidad y de ganancia.



Todo el mundo deberá saber cuánto puede pretender de la vida. La “alianza” entre inteligencia y posesión se presenta incluso como una exigencia moral. Según esta perspectiva, está mal vista una cultura que produzca solitarios, que coloque sus fines más allá del dinero y de la ganancia, que consuma mucho tiempo. A las tendencias culturales de esa naturaleza se las suele descartar y clasificar como “egoísmo selecto”, “epicureísmo inmoral de la cultura”. A partir de la moral aquí triunfante, se necesita indudablemente algo opuesto, es decir, una cultura rápida, que capacite a los individuos deprisa para ganar dinero. le concede cultura al hombre en la medida en que interesa la ganancia. En resumen, la humanidad tiene necesariamente un derecho a la felicidad terrenal: para eso es necesaria la cultura, ¡pero solo para eso!.

A partir de esa perspectiva, surge el enorme peligro de que en un momento determinado la gran masa salte el escalón intermedio y se arroje directamente sobre esa felicidad terrenal. Eso es lo que hoy se llama “problema social”. Efectivamente, podría parecer a esa masa, que la cultura concedida a la mayor parte de los hombres solo es un medio para la felicidad terrenal de unos pocos: la “cultura cuanto más universal posible” debilita la cultura hasta tal punto que se llega a no poder conceder ningún privilegio ni garantiza ningún respeto. La cultura común a todos es precisamente la barbarie.

Para esa extensión y difusión de la cultura existen otros motivos. A veces ocurre que un estado, con el fin de asegurar su existencia, procura extender lo más posible la cultura, ya que sabe que todavía es lo bastante fuerte para poder someter bajo su yugo incluso a la cultura desencadenada del modo más violento. Por consiguiente, cuando el grito de guerra de la masa exige la cultura más amplia posible para el pueblo, hay que distinguir si lo que ha provocado dicho grito de guerra ha sido una tendencia exagerada a la ganancia y a la posesión, o bien el estigma dejado por una opresión religiosa anterior, o bien, la clara conciencia que un Estado tiene de su propio valor.



En el periodismo confluyen las dos tendencias: en él se dan la mano la extensión de la cultura y la reducción de la cultura. El periódico se presenta incluso en lugar de la cultura; en él culmina la auténtica corriente cultural de nuestra época, del mismo modo que el periodista ha llegado a substituir al gran genio, el guía para todas las épocas, el que libera del presente.
   ¿Qué esperanzas podría abrigar en una lucha contra el desbarajuste –que se da por doquier– de todas las auténticas aspiraciones, con qué coraje podía presentarme, como profesor aislado, aun sabiendo que, apenas se arrojara una simiente de cultura auténtica, pasaría por encima de ella inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura?. Piense en lo inútil que debe resultar hoy el trabajo más asiduo de un profesor, que por ejemplo desee conducir a un escolar hasta el mundo griego –difícil de alcanzar e infinitamente lejano– por considerarlo como la auténtica patria de la cultura: todo eso será verdaderamente inútil, cuando el mismo escolar una hora después coja un periódico o una novela de moda, o uno de esos libros cultos cuyo estilo lleva ya en sí el desagradable blasón de la barbarie cultural actual.


¿Cuánto tiempo crees que durará todavía, en la escuela de nuestra época, semejante actitud cultural, tan difícil de soportar? En el fondo existe un acuerdo tácito entre los hombres de esta época que están más generosamente dotados, y que sienten con mayor vehemencia. Cada uno de ellos sabe lo que ha debido soportar por la situación cultural de la escuela, y cada uno de ellos quisiera liberar por lo menos a su descendencia de semejante opresión, aun a costa de sacrificarse personalmente. La triste causa de que, a pesar de todo, no consiga manifestarse por ningún lado una honradez completa es la pobreza espiritual de los profesores de nuestra época: precisamente en ese campo faltan los talentos realmente inventivos, faltan los hombres verdaderamente prácticos, o sea, los que tienen ideas buenas y nuevas, y saben que la auténtica genialidad y la auténtica praxis deben encontrarse necesariamente en el mismo individuo. 
   En cambio, los prácticos prosaicos carecen de ideas precisamente, y, por eso, carecen también de una praxis auténtica. Basta con entrar en contacto con la literatura pedagógica de nuestra época: hay que estar muy corrompido para no asustarse –cuando se estudia ese tema ante la suprema pobreza espiritual–. Pero eso ya no podrá durar mucho tiempo: tendrá que llegar por fin el hombre honrado que tenga esas ideas buenas y nuevas, y que para realizarlas se atreva a romper con la situación actual.


Friedrich Nietzsche – Sobre el porvenir de la educación


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