lunes, 9 de febrero de 2015

El ser humano es un ente condicionado, dependiente, propicio a la manipulación (Juan G. Atienza)


El hombre es el engañado del cosmos. Somos engañados conscientemente como si estuviéramos ansiosos de engaño, de dependencia, como si estuviéramos ancestralmente necesitados de que otros nos saquen de nuestra radical inseguridad, aunque sea a costa de dominios, de imposiciones y de obediencias que hayan de marcarnos para siempre como esclavos de cuanto aceptamos como cosa superior.
   Curiosamente, el ser humano es el único animal que obedece a aquello que desconoce radicalmente. Parece como si el ser humano hubiera perdido definitivamente el sentido de su propia libertad y se hubiera plegado a todas las fuerzas que le arrastran irremisiblemente hacia la dependencia.



Si repasamos la historia comprobaremos que el devenir de la especie, desde sus albores, ha sido una constante sucesión de tensiones entre entidades minoritarias detentadoras de poder y una masa informe de gente incapaz de ejercer su legítimo e inalienable derecho a la libertad. El ser humano ha sido, y es, un ente condicionado, dependiente, propicio a la manipulación. Obedece por miedo y hasta con alegría a todo aquello que cree que le evita “la funesta manía de pensar” y le impone sus verdades por decreto.
   En esta tesitura, el hombre libre –y quiero decir realmente libre– se convierte en un proscrito, en un perseguido obligado al silencio. Y todo ello, ¿por qué? No hay respuesta autorizada. Y, si la hay, queda ahogada por los gritos de los que saben chillar mejor, o más fuerte.

Creo que puede establecerse un paralelismo claro y tajante entre esa Gran Manipulación Cósmica que incide en la naturaleza misma del hombre y esa otra menor, que se ejerce sin que tengamos conciencia clara de las entidades más o menos anónimas de nuestro entorno inmediato que la llevan a cabo.
   El ser humano vive en un mundo de apariencias. Nos movemos entre estas apariencias que nos transmiten los sentidos sin detenernos a pensar que efectivamente lo son; las tomamos vitalmente como reales, como auténticas e inamovibles. Y todo aquello que no encaja en esas coordenadas lo rechazamos por ilógico, por irreal,  por irracional y por imposible; o lo que es peor aún, lo admitimos sin rechistar, como manifestación de una presunta divinidad inalcanzable, todopoderosa y omnisciente, a la que solo por la fe y por las creencias –impuestas– podemos aprehender.



Esa Realidad nos está manipulando en unas coordenadas que normalmente somos incapaces no solo de alcanzar, sino de hasta entender. Pero su juego es exactamente igual al que ejercen sobre nosotros las entidades manipuladoras de nuestro propio mundo, hasta el punto de que nos es totalmente imposible distinguir sus límites. Como reacción frente a esta otra teología prefabricada sobre la otra Realidad, surge la ciencia académica, al menos, ese otro dogma pragmático y pretendidamente experimental que llamamos ciencia. Sus sacerdotes proclaman que todo debe poderse explicar por la razón. Es más, que aquello que no puede explicarse racionalmente no existe.
   El ser humano parece obligado inapelablemente a elegir entre estas dos dependencias primarias: o cree y acepta a ciegas la creencia, o se lanza a tumba abierta a confiar en una ciencia que juega a los bolos con la realidad aparente y niega lo que no ha pasado por el cedazo de su pragmatismo. El hombre “tiene que” creer o “tiene que” aceptar a los que dicen saber. Si no lo hace, o se condena o se le suspende.

Pero esos niveles –sociales, económicos, científicos, religiosos, o simplemente supersticiosos– no son más que el puro y simple reflejo de otra manipulación que llega desde la Otra Realidad y que es la que realmente configura y mediatiza el comportamiento humano en tanto que especie.
   Esas manipulaciones condicionan nuestro comportamiento y el ser humano navega durante toda su existencia en un mar de ciegas obediencias que, sin formar en modo alguno parte integrante de su naturaleza, delimitan su libertad de acción y hasta de evolución, condicionándole por donde quieren las fuerzas que pretender conformar las conciencias y condicionar los actos en su propio y exclusivo beneficio.



No es el conformismo la única y pasiva solución a las presiones manipuladoras, por el contrario, hay una solución, un camino –o varios– de liberación. El hombre tiene absoluta necesidad de comprender y asumir lo desconocido y el conocimiento que se le escamotea. Solo puede temerse lo que se ignora radicalmente. Solo se obedece a ciegas a lo que se teme.
   Si logramos vislumbrar la naturaleza de la otra Realidad o acceder a ella por voluntad propia, dejaremos de sentirla como fuerzas desconocidas e incontrolables que nos dominan. Ese hallazgo solo puede ser resultado de búsqueda y de encuentro por parte de cada individuo, porque la unión en grupo o sectas, sean del tipo que sean y por más que proclamen a los cuatro vientos la libertad del hombre como intención, camino y meta, conforman otra manera de dependencia en la que puede caer cualquiera que no haya desarrollado su voluntad liberadora, o su intención trascendente.

No olvidemos que la labor de los grandes maestros no consiste en enseñar, sino en ayudar a que cada cual encuentre libremente su propio camino. Solo así podrá el ser humano hallar el centro de su trascendencia. Y, al hallarlo, estará en condiciones de enfrentarse conscientemente con probabilidades de triunfo a la manipulación de que el género humano es objeto, intentando evitar nuestra lógica evolución.


Juan G. Atienza – La Gran Manipulación Cósmica

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