domingo, 19 de abril de 2015

La filosofía separó la vida de la realidad (María Zambrano)



La poesía unida a la realidad es la historia. Pero, no es preciso decirlo así, no debiera serlo porque la realidad es poesía al mismo tiempo y al mismo tiempo, historia. El pensamiento, el riguroso pensamiento filosófico tradicional separó a ambas y casi las anuló reservándose para sí la realidad íntegra, para sustituirla en seguida por otra realidad, segura, ideal, estable y hecha a la medida del intelecto humano.

El hombre, todo hombre, ha sido racionalista con un racionalismo esencial, de base, de fundamento, que podía, inclusive, escindirse en teorías o «ismos» de enunciación opuesta. Mas, esta oposición no alteraba la medida, la proporción de verdad, seguridad y liberación que habían hecho de la confusa realidad virginal, de las oscuras y terribles pasiones, un mundo habitable, un orbe donde el hombre instalado ya casi naturalmente, se sentía con potencia para edificar y con humildad para contemplar lo edificado, con violencia para desprenderse de mucho y con amor para adherirse profundamente a algo.
         
Hoy este mundo se desploma. Nos ha tocado a nosotros, los vivientes de hoy, pero todavía más a los que atravesamos la difícil edad que pasa de la juventud y no alcanza la madurez, soportar este derrumbamiento; y digo «soportar» porque es el mínimo exigible y no me atrevo a expresar afirmativamente lo que late en el fondo de cada uno de nosotros. Porque no me atrevo a aceptar, sin más, el mandato, cuya voz de tantas maneras evitamos el oír: la voz que nos llama más allá del mero soportar este derrumbamiento para participar en la creación de lo que le siga. Porque algo forzosamente le ha de seguir.




Vemos un horizonte histórico cuando ya no estamos propiamente bajo su curva, cuando ya se ha congelado en algo escultórico, fundido en el hielo inmortal de toda muerte (allí donde acaban todas las confusiones, todas las disputas). Pero hay un instante peligroso y difícil en que podemos percibir el horizonte en unidad que nos deja y del que no acabamos de desprendernos por superstición e inercia, también por desamparo. Es el tiempo del desamparo, del triste desamparo humano de quien no siente su cabeza cubierta por un firmamento organizador. Tan sólo cúpulas, las falsas, mentirosas, cúpulas de la impostura.

¿Qué es lo que se va? De este horizonte de veinticuatro siglos de razón. ¿Qué es lo que nos deja o nos ha dejado ya? Muchas cosas; y lo que nos importa no son tanto las cosas de la cultura como la cultura misma; el horizonte y el suelo que la hizo posible. Y este horizonte fue el racionalismo.  
   Triunfó conquistándose la realidad indefinida definiéndola como ser; ser que es unidad, identidad consigo mismo, inmutabilidad residente más allá de las apariencias contradictorias del mundo sensible del movimiento; ser captable únicamente por una mirada intelectual que es «idea». Ser ideal, verdadero, en contraposición a la fluyente, movediza, confusa y dispersa heterogeneidad que es el encuentro primero de toda vida.
    
Fácilmente se comprende que todo ello significa una condena de la poesía. Y mientras tanto, de otro lado el poeta seguía su vía de desgarramiento, crucificado en las apariencias, en las adoradas apariencias, de las que no sabe ni quiere desprenderse, apegado a su mundo sensible: al tiempo, al cambio y a las cosas que más cambian, cual son los sentimientos y pasiones humanas, a lo irracional sin medida, íbamos a decir sin remedio, porque esto es sin remedio ni curación posible.



La Filosofía fue además curación, consuelo y remedio de la melancolía inmensa del vivir entre fantasmas, sombras y espejismos. Pero la poesía no quiso curarse, no aceptó remedio ni consuelo ante la melancolía  irremediable del tiempo, ante la tragedia del amor inalcanzado, ante la muerte. Más leal tal vez en esto que la filosofía, no quiso aceptar consuelo alguno y escarbó, escarbó en el misterio. Su única cura estaba en la contemplación de la propia herida y, tal vez, en herirse más y más.
     Aun otra cosa, muy decisiva: el pensamiento filosófico se presentó a sí mismo como desinteresado. Y mientras, el poeta vagaba entregado a la confusión de sus ensueños, ajeno en su poesía al establecimiento y afirmación del poder; tomaba el mundo tal y como se lo encontraba, sin pretender ejercer sobre él reforma alguna, porque su atención iba hacia lo que no puede reformarse, y porque sobre el fracaso que implica toda vida humana, reacciona aceptándolo, y más: hundiéndose en él.

Y con esto, hemos tocado el punto más íntimo y delicado de la divergencia -que muchas veces ha sido enemistad- entre filosofía y pensamiento, entendiendo por filosofía esta del racionalismo tradicional: la diferencia frente al hecho del humano fracaso. Porque, toda vida humana es en su fondo una vida que se encuentra ante el fracaso, sin que el reconocer esto lleve por el momento ninguna calificación de pesimismo, pues quizá sea la previa condición para no llegar a él. Pertenece a la contextura esencial de la vida el serse insuficiente, el verse incompleta, el estar siempre en déficit. De no ser así, nada se haría ni se hubiera hecho. Y hay muchas maneras de salvar este fracaso; hay la manera apresurada e ingenua que pretende llenar de «cosas», de éxitos, este vacío, como el que quiere cubrir un abismo y el abismo se traga todo lo que se echa en él y siempre sigue ahí con su boca abierta, ávido y siempre necesitado de más.
         
Ante este fracaso originario, la poesía no toma conscientemente posición alguna, no se hace problema y aquí está la divergencia porque la filosofía es problema ante todo. Para la poesía nada es problemático sino misterioso. La poesía no se pregunta ni toma determinaciones, sino que se abraza al fracaso, se hunde en él y hasta se identifica con él. No pretende resolverlo, porque no le interesa actuar; su único actuar es su decir y su decir es una momentánea liberación en que el grado de libertad es el mínimo, pues vuelve a caer en aquello de que se ha liberado. Poesía es siempre retorno; subir para caer de nuevo; por esto hay quien ha visto solamente el instante en que cae y la identifica con la caída, porque no ve ni su vuelo ni su morosa reiteración que es causa de su eterno retorno. Retorno que nos dice que la realidad para el poeta es inagotable, como para todo amante.




Pero, quedaba otra cosa, un saber acerca de lo temporal denominado historia, saber de lo temporal, del acontecimiento contingente que esclaviza, del dato cierto del que no cabe liberación; saber de este mundo sin trasmundo posible, ni vuelo. Oscilante entre el saber y la ignorancia, entre el poder y el desinterés, llena de consideraciones concretas y rebasando lo concreto a cada paso. Mientras ha durado el amplio racionalismo de que hablamos, la historia no ha alcanzado categoría de saber con plenitud. «Semiciencia» y «semiarte», razonable y sin ser plenamente racional. No se había hecho sino asimilar imperialmente la historia. La razón había subido a su más alto punto y con ello había llegado justamente a su límite, a su dintel. Más allá no podría proseguir.
          
Lo que queda claro es que adentrándose en el ámbito de la razón, la historia subió de rango, se relacionó íntimamente con el saber esencial; mas no se encontró consigo misma. Ha sido necesario que a la razón la sustituya la vida, que aparezca la comprensión de la vida, para que la historia tenga independencia y rango, tenga plenitud. La vida misma del hombre es historia, toda vida está en la historia por lo pronto, sin que sepamos si ha de salir de ella. Antes se creía que sólo algunas vidas alcanzaban lo histórico; hoy sabemos que toda vida es, por lo pronto, histórica. La irracionalidad profunda de la vida que es su temporalidad y su individualidad, el que la vida se dé en personas singulares, inconfundibles e incanjeables, es el punto de partida dramático de la actual filosofía que ha renunciado así, humildemente, a su imperialismo racionalista.


María Zambrano – La Crisis del racionalismo europeo



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