jueves, 3 de diciembre de 2015

El infortunio de la virtud (Marqués de Sade)

La obra maestra de la filosofía sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.




Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el  vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás?

Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, que entre los virtuosos, que fracasan?

Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a la virtud, no atormente más a las personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.



La dureza de los ricos legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras necesidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan para aumentar nuestros grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales; si la suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte.
   
Me gusta oír a la gente rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún interés en mentir!... Pero nosotros, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los que se tiraniza, porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna, nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No, o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o no son éstas en absoluto sus voluntades.  
    Convéncete de que si nos pone en situaciones en las que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.




¿Acaso la sociedad no está autorizada a no soportar jamás en su seno al que se manifiesta en contra de ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede vanagloriarse de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no consiente en ceder una pequeña parte de su felicidad para garantizar la restante? La sociedad sólo se sostiene mediante intercambios perpetuos de favores, que son los vínculos que la cimentan; aquel que, en lugar de esos favores, sólo ofrezca crímenes, deberá ser temido a partir de entonces, y será necesariamente atacado, si es el más fuerte, y sacrificado por el primero al que ofenda, si es el más débil; pero destruido en cualquier caso por la poderosa razón que obliga al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los que quieren turbarlo.   

    Esta es la razón que hace casi imposible la duración de las asociaciones criminales: al oponer únicamente unas puntas aceradas a los intereses de los demás, todos deben reunirse sin demora para mellar su aguijón. Lo que llamamos interés de la sociedad no es otra cosa que la suma de los intereses particulares reunidos, pero sólo cediendo este interés particular se puede coincidir y colaborar con los intereses generales. Ahora bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace, no me negarás que su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo que recibe, y en tal caso la desigualdad de la transacción debe impedir que la cumpla. Atrapado en esta situación, lo mejor que puede hacer ese hombre ¿no es alejarse de esta sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad diferente que, situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir, con la reunión de sus pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar al desdichado a ceder lo poco que tenía para no recibir nada de los demás?


   
Pero de ahí nacerá, me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso no es el de la naturaleza? ¿El único que nos conviene realmente? Todos los hombres nacieron aislados, envidiosos, crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder nada, y luchando incesantemente por mantener tanto su ambición como sus derechos. Llegó el legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder un poco de uno y otro lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia de este pacto, pero sostengo que hay dos tipos de individuos que jamás debieron someterse a él: aquellos que, sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad de ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más débiles, tenían que ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la sociedad sólo está compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien, si el pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los débiles, estaba claro que no convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía resultar infinitamente preferible, ya que dejaba a cada cual el libre ejercicio de sus fuerzas y de su ingenio, de los que se veían privados por el pacto injusto de una sociedad, que siempre quitaba demasiado a uno y jamás concedía suficiente a otro.
  
Así que el ser realmente sensato es aquel que, con el riesgo de reanudar el estado de guerra que reinaba antes del pacto, se revuelve irrevocablemente contra él, lo viola cuanto puede, convencido de que lo que obtendrá de estas lesiones siempre será superior a lo que podrá perder, si es el más débil, pues también lo era respetando el pacto: puede convertirse en el más fuerte violándolo y, si las leyes lo devuelven a la clase de la que ha querido escapar, el mal menor es perder la vida, que representa una desdicha infinitamente menor que la de vivir en el oprobio y la miseria.



Marqués de Sade - Justine o El infortunio de la virtud

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