jueves, 18 de febrero de 2016

Derribar los ídolos (F. Nietzsche)





La palabra “ideales” no significa para mí otra cosa que derribar ídolos. En esto consiste mi misión, en preparar a la humanidad un instante de autoconocimiento supremo, un gran mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se libere del dominio del azar y de los sacerdotes, y se plantee por primera vez, en conjunto, la cuestión del porqué y del para qué. Esta misión es una consecuencia necesaria de quien está convencido de que la humanidad no va por el camino recto, que no está gobernada en modo alguno por Dios, sino, más bien, por el instinto de la negación, de la corrupción y de la decadencia, que ha imperado mediante su seducción, escondiéndose precisamente bajo la capa de los conceptos valorativos más sagrados de la humanidad.

El problema del origen de los valores morales es, para mí, una cuestión de primer orden en la medida en que determina el futuro de la humanidad. La obligación de creer que, en último término, todo está en las mejores manos, que un libro, la Biblia, nos asesora proporcionándonos una paz definitiva, sobre el gobierno y la sabiduría de Dios respecto al destino de la humanidad, equivale, traduciendo nuevamente las cosas a un plano real, a la voluntad de no dejar que se manifieste la verdad en relación con el lamentable polo opuesto de lo anterior: que la humanidad ha estado hasta ahora en las peores manos, que ha estado gobernada por los fracasados, por los vengativos más astutos, los que se llaman “santos”, y calumnian el mundo y denigran al hombre. El signo definitivo de que el sacerdote (incluyendo esos sacerdotes encubiertos que son los filósofos) lo ha dominado todo, y no solo a una determinada comunidad religiosa, el signo de que la moral de la decadencia, la voluntad de muerte, es considerada como la moral en sí, viene determinado por el hecho de que en todas partes se le atribuye un valor absoluto a lo no egoísta y se combate lo egoísta.



Pues bien, nadie coincide en esta apreciación. Para un fisiólogo esta antítesis no deja lugar a dudas. Cuando el órgano más pequeño de un organismo deja de contribuir, aunque sea en muy pequeña medida, a su autoconservación, a la recuperación de sus fuerzas, a su “egoísmo”, todo el conjunto degenera. El fisiólogo exige que se extirpe la parte degenerada, aísla del resto lo degenerado y no siente ni la más mínima compasión por ello. El sacerdote, por el contrario, desea que el todo, la humanidad, degenere, y por eso mantiene lo degenerado; a este precio domina a la humanidad.

¿Qué sentido tienen esos conceptos falaces, esos conceptos auxiliares de la moral como “alma”, “espíritu”, “voluntad libre”, “dios”, de no ser el de arruinar fisiológicamente a la humanidad? ¿Qué otra cosa es sino una receta para llevarnos a la decadencia el no conceder importancia a la autoconservación, el aumento de la fuerza corporal, es decir, a la vida, cuando se hace un ideal de la anemia y se interpreta el desprecio del cuerpo en términos de “salud del alma”? hasta hoy se ha venido dando el nombre de moral a la pérdida del centro de gravedad, a la resistencia contra los instintos naturales, en una palabra, al desinterés… He sido el primero en emprender una lucha contra la moral que predica la renuncia a nosotros mismos.



El concepto de “Dios” ha sido inventado como una idea antitética de la vida; él es el compendio, en terrible unidad, de todo lo nocivo, envenenador, calumniador, de toda guerra a muerte contra la vida. El concepto de “más allá”, de “mundo verdadero” ha sido inventado para desprestigiar el único mundo que existe; para arrebatarle a nuestra realidad terrenal toda meta, toda razón de ser, toda misión. El concepto de “alma”, de “espíritu”, y, en último término, también el de “alma inmortal” han sido inventados para despreciar el cuerpo, para hacer que enferme, para hacerlo “santo”, para contraponer una horrible frivolidad a todo lo que merece ser tomado en serio en la vida: lo relativo a la alimentación, la vivienda, la dieta espiritual, el tratamiento de los enfermos, la limpieza, el clima…

En lugar de predicar la salud, se ha predicado la “salvación del alma”, es decir, una locura circular que se manifiesta en las convulsiones de la penitencia y en las histerias de la redención. El concepto de “pecado” ha sido inventado, junto con ese correspondiente instrumento de tortura que es el concepto de “voluntad libre”, para hacer que los instintos se extravíen y para conseguir que la desconfianza con respecto a ellos se convierta en una segunda naturaleza. El concepto de “desinteresado”, de “negador de sí mismo”, constituye la auténtica señal de decadencia. La seducción por lo nocivo, la incapacidad de saber ya qué es lo que nos conviene, la destrucción de uno mismo han sido convertidos en el signo del valor en cuanto tal, en el “deber”, en la “santidad”, en lo que hay de “divino” en el hombre.




Por último, y esto es lo más horrible, en el concepto de hombre bueno se ha incluido la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, de todo lo que sufre a causa de sí mismo, de todo lo que debe perecer. Se ha invertido la ley de la selección, convirtiendo en ideal lo que va en contra del hombre orgulloso y bien constituido, del que afirma la vida, del que está seguro del futuro y lo garantiza; y a ese hombre se le ha considerado malo por definición. Pues bien, a todo eso se le ha prestado fe, interpretándolo como la moral. “!Aplastad a la infame!”.


Friedrich Nietzsche – Ecce Homo

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