lunes, 7 de marzo de 2016

El imperio de la publicidad (J. Antonio Marina)




Ahora, el deseo está bien considerado, y hemos organizado una forma de vida montada sobre su excitación continuada y un hedonismo asumible. No vivimos en la orgía, sino en el catálogo publicitario de la orgía, es decir, en la apetencia programada. La publicidad ya no da a conocer los atractivos de un producto. Su función es producir sujetos deseantes.

Todos estamos, en mayor o menor medida, influidos por las modas, que ejercen una tiranía democrática, en el sentido de que somos las víctimas las que damos el poder al tirano. Por debajo de ellas, enlazando con nuestro sistema de expectativas y deseos –tal vez oculto para nosotros mismos, opera un sistema social invisible que, a su aire, conecta conceptos, emociones, valores, creencias, formando así una estructura que origina y da sentido a preferencias, sensibilidades, comportamientos que, en superficie, resultan inconexos. Nuestra aceptación social del deseo, su glorificación, el éxito que le engrandece es, a pesar de su superficial evidencia, el efecto consciente de una ideología desconocida.




Tenemos que admitir un inconsciente personal y un inconsciente social ,muy hábiles en captar relaciones, parecidos, patrones, metáforas, en realizar extrapolaciones, transferir deseos, segregar expectativas y tramar sistemas en los que resultamos apresados sin saberlo y a los que, además, prestamos una inocente colaboración que los refuerzan.
   La publicidad deja de ser una ayuda para convertirse en un componente esencial de la nueva economía, que deja de ser economía de la demanda para convertirse en economía de la oferta. La función es producir sujetos deseantes o, lo que es igual, hacer a los individuos conscientes de sus carencias, obligarles a que se sientan frustrados, fomentar la envidia hacía el vecino, inducir una torpe emulación inacabable, para ofrecer después una salida fácil a su decepción: comprar. Así, la propaganda se convierte en diseminadora inevitable de ansias e insatisfacciones.

La hipertrofia del mercado provoca insatisfacción porque produce necesidades y apetencias que solo pueden ser efímeramente satisfechas. La industria de la publicidad debe allanar el camino que va desde la apetencia al acto, y tiene que afirmar que todo el mundo puede acceder al disfrute de ese objeto en el que se cifra efímeramente la dicha, más aún, que tiene derecho a tenerlo (“porque tú lo vales”, como proclaman los spots). Solo poniéndolo al alcance de la mano, se pasará de un mero deseo a la acción de comprar, que es lo importante. Todo eso produce una frustración inevitable y permanente, porque ni todas las cosas ofrecidas van a poder conseguirse, ni, en el caso de conseguirlas, van a producir la felicidad anunciada. Ahora bien, una decepción duradera tiene dos derivaciones emocionales: la depresión y la violencia.




Mercado, publicidad, ansiedad, depresión, violencia emergen ya como islas enlazadas por el sistema oculto. El mercado de la opulencia necesita una proliferación de deseos “urgentes, imperiosos y efímeros” para mantener su dinamismo. Esta es la definición precisa de “capricho”. El consumismo es el mundo social de las apetencias y el reino momentáneo de los caprichos. La apetencia es el grado cero del deseo. Ceder a ella no aporta más que un breve y limitado placer. La excitación aumenta hasta pasar por caja, y se desvanece tan rápido como había aparecido. La apetencia solo engendra frustración, porque siempre habrá alguien y algo que apetecer. Ése es precisamente el ardid del consumismo. Lo importante de la apetencia y el capricho es que se presentan como una urgencia que ha de ser resuelta inmediatamente, nos despeña por abismos superficiales, nos permite hacer submarinismo emocional en un charquito.

Estamos siendo víctimas de una superchería que nos esclaviza dulcemente, y contra la que apenas podemos rebelarnos, porque nos gusta. El sistema del deseo tiene un aire seductor y todos estamos dispuestos a caer bajo sus encantos.



La ideología del placer que nuestra sociedad ha aceptado, asumido y vitoreado, que fue punta de lanza del combate liberador, se ha convertido en colaboracionista y estupefaciente. Los excesos de la sociedad de mercado, la destrucción del medio ambiente, la fascinación por el poder puro y duro, las múltiples intoxicaciones del lujo, proceden del deseo imperante, y hace urgente responder a la pregunta: ¿se puede vivir solo guiándose por el placer? La respuesta es: se puede vivir, pero no se puede convivir. Si todo el mundo va a lo suyo, nadie va a ir por lo nuestro. La inteligencia social debe por ello prevalecer sobre la inteligencia individual, para salvaguardar nuestros derechos personales.


La sociedad del deseo no favorece un debate brioso y lúcido sobre nuestro futuro, porque, intoxicada de comodidades, nos aprisiona en el presente y nos hace crédulos, sumisos y desesperanzados. Nuestros deseos no son nuestros, sino producto de una manipulación astuta. Todos estamos siendo seducidos.


José Antonio Marina – Las arquitecturas del deseo

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