lunes, 24 de octubre de 2016

¿Dios ha muerto? (María Zambrano)


  
Hace muy poco tiempo que el hombre cuenta su historia, examina su presente y proyecta su futuro sin contar con los dioses, con Dios, con alguna forma de manifestación de lo divino. Lo divino eliminado como tal, borrado bajo el nombre familiar y conocido de Dios, aparece, múltiple, irreductible, ávido, hecho “ídolo”, en suma, de la historia. Pues la historia parece devorarnos con la misma insaciable avidez de los ídolos más remotos. El hombre está siendo reducido, allanado en su condición a simple humano, degradado bajo la categoría de la cantidad.

Reducir lo humano llevará consigo, inexorablemente, dejar sitio a lo divino, en esa forma en que se hace posible que lo divino se insinúe y aparezca como presencia y aún como ausencia que nos devora. La deificación que arrastra por fuerza la limitación humana –la impotencia de ser Dios– provoca, hace que lo divino se configure en ídolo insaciable, a través del cual el hombre –sin saberlo– devora su propia vida, destruye él mismo su existencia. Ante lo divino “verdadero”, el hombre se detiene, espera, inquiere, razona. Ante lo divino extraído de su propia sustancia, queda inerme. Porque es su propia impotencia de ser Dios la que se le presenta y representa, objetivamente, bajo un nombre que designa tan solo la realidad que él no puede eludir.



La ausencia, el vacío de Dios podemos sentirlo bajo la forma intelectual del ateísmo, y la angustia, la anonadadora irrealidad que envuelve al hombre cuando Dios ha muerto. Que no haya Dios, que nos dispongamos a pensar acerca de todas las cosas sin contar con Él, parece marcar la situación de la mente actual. Mas existe otra situación, y dentro de ese vivir sin Dios se distingue la simple aceptación casi inconsciente de ese ímpetu, de esa violencia, de esa otra esperanza que cifra el cumplimiento de lo humano, la promesa final de nuestra historia sobre la tierra a la desaparición total de la conciencia de Dios.
    Y aún… lo más inabordable: toda la desenfrenada provocación en que, sin conciencia o con ella, algunos hombres han apurado las posibilidades del mal, el reto a todos los temores últimos, llegando hasta la acción sin sentido ni justificación en que el hombre no es ya reconocible; desafíos realizados como un crimen que traspasa a las víctimas y que va dirigido contra esa instancia ultima de la conciencia antes ocupada por Dios, esa violencia pasiva, ese abandonarse automáticamente a cualquier instinto o “tentación”, si todo ese horror múltiple se produjera sobre un vacío y una anonadada conciencia que se dijera: “Puesto que Dios ha muerto”.



¿De dónde ha surgido tan tremenda pesadilla? Pues la religión para una conciencia irreligiosa ha de ser considerada como delirio, pesadilla sufrida en común. Que los dioses, que lo divino en sus diversas configuraciones se muera, que Dios haya muerto a manos del hombre, de los hombres. Y así, tenemos un proceso “sagrado” de destrucción de lo divino. Parece como si esta acción de negar a Dios naciera en un momento de querer volver a la situación primaria de la vida, a la situación en que el hombre no había recibido ninguna revelación, ni había él mismo descubierto a Dios; a la situación en que lo sagrado envolvía la vida humana.

El ateísmo niega matemáticamente la existencia de Dios, mas se refiere al Dios-idea, mientras que la destrucción de lo divino solamente se verifica en el abismo del Dios desconocido, atentando a lo que de irrevelado, de no descubierto hay bajo la idea de Dios. Y es, así, la acción sagrada y trágica entre todas, pues la tragedia solo tiene lugar bajo el dominio del Dios desconocido. La acción destructora de lo divino nace de una desesperación, de la necesidad.
   El vacío de Dios que deja sentir el ateísmo formalmente expresado, no es todavía la muerte de Dios. Mas la muerte de Dios no es su negación. Solo se entiende plenamente el “Dios ha muerto” cuando es el Dios del amor quien muere, pues solo muere en verdad lo que se ama. Y solo cuando Dios se hizo Dios del amor pudo morir por y entre los hombres de verdad. Y Dios no puede morir si no es a manos humanas.



Y es que el hombre necesita proyectar en lo divino, en una acción absoluta, el fondo oculto de sus acciones más secretas. La necesidad que exige matar a lo que se ama, y aún más, lo que se adora, es un afán de poderío con la avidez de absorber lo que oculta dentro. Se quiere heredar lo que se adora, liberándose al par de ello.
    Y así la destrucción de los dioses es una etapa cumplida en toda religión, que no la muerte de Dios. El hombre se ha alimentado de la destrucción de sus dioses, de cada uno de ellos gana en su medio o en su sustancia.

“Dios ha muerto” es la frase que Nietzsche enuncia y profetiza al par la tragedia de nuestra época. Para sentirlo así, es preciso creer en Él y aún más, amarlo. Pues solo el amor descubre la muerte; solo por el amor sabemos lo poco que sabemos de ella. Y en cuanto a Dios, el amor ha sido una fase tardía. Los primeros sentimientos que señalan la relación del hombre con un Dios revelado son el temor y aun el espanto.



“Dios ha muerto”, el grito de Nietzsche no es sino el grito de una conciencia cristiana. Aún para el no cristiano, este grito tendrá que ser aceptado como un momento límite de la condición humana.
   El crimen contra Dios es el crimen contra el amor. Quien dice “Dios ha muerto” participa al menos en su muerte, en el crimen. ¿No lo hará acaso movido por la esperanza de hundirse en Él, de identificarse abismándose, llevado por esa locura de amor que llega hasta el crimen cuando ya no se soporta más la diferencia con el amado, el abismo que aun en los amores entre iguales permanece siempre? Y profiere su grito “Dios ha muerto” esperando, quizá, absorber a Dios dentro de sí, comulgar en la muerte de un modo absoluto, que no haya más esa diferencia entre la vida divina y la nuestra. Desesperación de seguir soportando la inaccesibilidad de lo divino.


Dios puede morir; podemos matarlo… mas solo en nosotros, haciéndolo descender a nuestro infierno, a esas entrañas donde el amor germina; donde toda destrucción se vuelve en ansia de creación. Donde el amor padece la necesidad de engendrar y toda la sustancia acumulada se convierte en semilla. Nuestro infierno creador.


María Zambrano – El hombre y lo divino

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