jueves, 6 de octubre de 2016

Felicidad es la ética de la compasión (Dalai Lama)




Hemos creado una sociedad en la que las personas cada vez tienen mayores dificultades para darse muestras de afecto. A pesar de que millones de personas viven en muy estrecha proximidad, parece que muchísimas de ellas no tienen a nadie con quien hablar. La moderna sociedad industrial parece una especie de inmensa máquina autopropulsada. En vez de tener a seres humanos al frente de esa máquina, cada individuo no pasa de ser un minúsculo e insignificante elemento, una pieza más de la máquina, sin otra opción que la de moverse cuando se mueve la máquina.

Y así, encontramos enfermedades relacionadas con el estrés. Existe un vínculo entre el énfasis desproporcionado que ponemos en el progreso externo y la infelicidad, la ansiedad y la falta de contento que se da en la sociedad moderna.
    Esta entrega al progreso material nos lleva a suponer que las claves de la felicidad son el bienestar material y, por otra parte, el poder que nos confiere el conocimiento. Y si bien para cualquiera que lo piense con un poco de madurez es evidente que el bienestar material no puede aportarnos por sí mismo la felicidad, tal vez no lo sea tanto que el conocimiento tampoco pueda dárnosla. Lejos de aportarnos felicidad, puede llevarnos a perder el contacto con la realidad más amplia de la experiencia humana y, en particular, con nuestra dependencia de los demás.

El reto ante el cual nos encontramos es el de encontrar un medio para disfrutar de la armonía y la tranquilidad como lo hacen las comunidades más tradicionales, al tiempo que nos beneficiamos plenamente del desarrollo material.
    Nuestros problemas –tanto los que experimentamos externamente, como las guerras, el crimen o la violencia, como los que experimentamos internamente, esto es, nuestros sufrimientos emocionales y psicológicos- no podrán resolverse hasta que abordemos nuestra dimensión interior. No cabe duda de que es necesaria una revolución, pero no será una revolución política, económica, ni siquiera técnica. Lo que yo propongo es una revolución espiritual.



Cuando abogo por una revolución espiritual no pretendo hacer un llamamiento a una revolución religiosa. Tampoco quiero hacer referencia a una manera de vivir que de algún modo sea propia del más allá y, menos aún, a algo mágico o misterioso. Más bien se trata de una invocación o un llamamiento a una radical reorientación que nos aleje de nuestras habituales preocupaciones por el propio yo. Se trata de un llamamiento para centrarnos más en la amplia comunidad de seres con los que mantenemos una estrecha relación, y en un comportamiento que reconozca los intereses de los demás junto con los nuestros. Si las personas optasen más por el amor y la compasión mutua, los problemas son susceptibles de una solución espiritual.

¿Qué relación existe entre la espiritualidad y la práctica ética? Es imposible que amemos y que seamos compasivos si al mismo tiempo no sabemos dominar nuestros impulsos y deseos más perjudiciales. Establecer principios éticos vinculantes es posible siempre y cuando tomemos como punto de partida la observación de que todos deseamos la felicidad y aspiramos a evitar el sufrimiento; todos tienen derecho a tratar de alcanzar esa meta.
    Como nuestros intereses están interrelacionados de manera inextricable, nos vemos impulsados a aceptar la ética como la superficie de contacto indispensable entre mi deseo de ser feliz y el deseo de ser felices que anima a los demás.

La característica principal de la felicidad genuina es la paz, la paz interior. Esta paz está hondamente arraigada en la preocupación por los demás, e implica un alto grado de sensibilidad y sentimiento. ¿Dónde hemos de hallar la paz interior? En nuestra actitud mental básica y las acciones que emprendamos en nuestra búsqueda de la felicidad. En primer lugar, como todos nuestros actos tienen una dimensión universal, una repercusión potencial sobre la felicidad de los demás, la ética es necesaria en cuanto medio para asegurarnos de que no les causemos perjuicios. En segundo lugar, la felicidad genuina consiste en esas cualidades espirituales como son el amor, la compasión, la paciencia, la tolerancia, el perdón, la humildad, etc. estas cualidades son las que proporcionan la felicidad a nosotros y a los demás.



¿Habrá algo más sublime que aquello que aporta paz y felicidad a todos? La mera capacidad que tenemos como seres humanos de cantar las alabanzas del amor y la compasión es sin duda nuestro don más preciado. A la inversa, ni siquiera el más escéptico podría suponer que la paz puede llegarle a resultas de un comportamiento agresivo y desconsiderado, esto es, contrario a la ética. El fundamento de la conducta ética consistente en no perjudicar a los demás es nuestra capacidad de empatía innata. Y a medida que transformemos esta capacidad en amor y compasión, nuestra práctica de la ética tiende a mejorar de forma natural. Esto es algo que nos acerca a la felicidad, tanto propia como ajena.

Por tanto, lo primero será cultivar un hábito de disciplina interior. Las emociones aflictivas son del todo inservibles. Cuanto más cedamos a su empuje, menos espacio tendremos para desarrollar nuestras cualidades positivas y menos capaces seremos de resolver nuestros problemas. De hecho, resulta totalmente contrario a la lógica buscar la felicidad si no hacemos nada para controlar la ira, el rencor y los pensamientos y emociones maliciosas.



A fin de transformarnos, de cambiar nuestros hábitos y disposiciones de modo que nuestros actos sean acordes con la compasión, es necesario que desarrollemos lo que podríamos denominar una “ética de la virtud”. Esta tarea de la transformación ética, que dura la vida entera, supone convertir en un hábito la preocupación por los demás y su bienestar, es lo que nos aporta mayor alegría y satisfacción. Después, siempre será posible dar otro paso adelante, como los interrogantes fundamentales de la existencia humana, como son el porqué estamos aquí, adónde vamos, el principio del universo, etc., pero es evidente que la generosidad de corazón y la integridad de nuestros actos nos conducen a una mayor paz espiritual.


La felicidad brota de diversas causas, todas ellas relacionadas con la virtud. Si verdaderamente deseamos ser felices, no hay otro proceder que no sea el de la virtud: ése es el método para alcanzar la felicidad. Y la base de la virtud, su fundamento, es la disciplina ética. Cuando llegamos más allá de los estrechos confines del interés propio, nuestros corazones de colman de fuerza. La paz y la alegría pasan a ser nuestros compañeros inseparables; rompen toda clase de barreras y a la postre destruyen la idea de que mis intereses son independientes de los intereses de los demás. Más importante aún, en lo que a la ética se refiere, allí donde viven el amor al prójimo, el afecto, la amabilidad y la compasión, descubrimos que la conducta ética es algo automático. Las acciones éticamente íntegras surgen con toda naturalidad en el contexto de la compasión.


Dalai Lama – El arte de vivir en el nuevo milenio

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