miércoles, 30 de marzo de 2016

Es preciso soñar la realidad de mañana (Juan Ramón Jiménez)


Hay alrededor de nosotros una vida espiritual, que acecha los menores instantes de esta pobre vida llena de obligaciones absurdas, para llenar el vacío –que es la plenitud, la única vida-, de imájenes que son la absoluta felicidad. ¿No será esto la promesa de una vida del porvenir, pura, clara, ideal, libre, de toda traba, y hacia la cual vamos caminando? 



Lo que podemos llamar nuestra vida es una cosa tan circunstancial, tan determinada, tan improbable, que solo es como un vestido que se pusiera el alma a cada instante.


Desgraciados para siempre nosotros los que hemos venido de la paz de la nada al torbellino del todo, los que así nos alejamos más cada vez de nuestro orijen y vamos de la primera a la segunda eternidad.


Mientras nos sintamos distantes de nosotros mismos, seremos peregrinos entusiastas de nuestro ser.

  
No es que no podamos abarcar con la imajinación lo infinitamente grande porque está fuera de nosotros. Lo infinitamente pequeño está dentro, y tampoco lo podemos contener.


En el amanecer de cada día no sale solo ese día, sino todo el futuro del mundo. Y no cae solo ese día en su anochecer, sino todo el pasado.


Vida y muerte son lo mismo. Vida no es más que muerte dominada, controlada.
La terrible verdad es que esiste y se sucede, pero que ni ella sabe lo que es, ni nosotros lo que es, ni encontrarla. Y habrá sido siempre íntima, contemporánea y vecina de nuestra vida. Y seguirá viva e inédita dentro de nosotros muertos.



Cuando el hombre se separa en dos, él y su conciencia, es que se encuentra con Dios, quizás con Dios en contra.


El mayor fracaso del hombre como conciencia, es no poder darle conciencia de Dios a su dios.


Dentro de nosotros, concientes de ello, se da una batalla constante de organismos inconcientes de nosotros y nosotros. Eso es nuestra vida. ¿Por qué no concebir el universo total como un ser conciente, Dios, dentro del cual nosotros guerreamos sin poder concebirlo a él?


Lo más grande del todo y de la nada no han necesitado de nombres más largos que ser, sol, fe, mar, luz, sí, hoy, Dios, Paz, Voz, sed, más.


Cuántas veces, por orgullo, por vanidad, no hacemos una confesión, y seguimos pasando en la vida por espíritus completamente diferentes del que somos.


Si queremos ser felices, no vayamos nunca detrás de lo que se va, quedémonos siempre con lo que se queda.


Es preciso soñar la realidad de mañana.




Procurad que delante de vuestros anhelos y de vuestras esperanzas se dilate siempre el infinito. No queráis nunca llegar a los límites, porque desde los límites solo se puede regresar.


En amor no vale, no es verdad el recuerdo.


La entrevisión de lo infinito es sin duda una anticipación de fondo de lo que el hombre ha de ser algún día.


¡Cómo se agarra el pasado a los pies del presente para no dejarlo ir sin él al futuro!


No adelantará el mundo porque se hagan las cosas a conciencia; es necesario ante todo tener conciencia de por qué se hacen.





El ejemplo ideal. Consideremos esto. El hombre, la sociedad humana nunca pueden llegar a un fin absoluto; siempre pueden ser más y deben serlo, ya que cada aumento lleva en sí nuevas perspectivas; y porque cada espejismo, por irreal que sea, es el espejo de una realidad; y porque el fin, en el sentido material, sería el término, y es claro que seguiremos siempre dando vueltas en nuestra órbita, mientras que una catástrofe cósmica de dentro o de fuera no acabe con nosotros o con lo nuestro. La sociedad y el hombre son solo y siempre sucesión, provisionalidad, devenir, presente, y ésta es la gran fuerza del hombre, ser siempre presente y saber que siempre puede serlo si llega a sentir esa fuerza y a sentirse en ella. Es como un viaje entusiasta a un lugar que nos espera con hermosura y destino. Vemos al final del horizonte una luz, un ambiente, como una esplosión, algo que nos subyuga, así como una verdad reciente. Y llegamos esperanzados y gozosos, casi sin darnos cuenta; no llegamos a ello, porque no sabemos si llegamos o no, tampoco; porque ese espejismo siempre lo teñimos nosotros mismos de color nuevo con nuestra demasía y tal vez nos sobrepasamos fantásticos, de él. Somos ya más que el lugar de ilusión al que llegamos…


Juan Ramón Jiménez – Aforismos (Río Arriba)

lunes, 7 de marzo de 2016

El imperio de la publicidad (J. Antonio Marina)




Ahora, el deseo está bien considerado, y hemos organizado una forma de vida montada sobre su excitación continuada y un hedonismo asumible. No vivimos en la orgía, sino en el catálogo publicitario de la orgía, es decir, en la apetencia programada. La publicidad ya no da a conocer los atractivos de un producto. Su función es producir sujetos deseantes.

Todos estamos, en mayor o menor medida, influidos por las modas, que ejercen una tiranía democrática, en el sentido de que somos las víctimas las que damos el poder al tirano. Por debajo de ellas, enlazando con nuestro sistema de expectativas y deseos –tal vez oculto para nosotros mismos, opera un sistema social invisible que, a su aire, conecta conceptos, emociones, valores, creencias, formando así una estructura que origina y da sentido a preferencias, sensibilidades, comportamientos que, en superficie, resultan inconexos. Nuestra aceptación social del deseo, su glorificación, el éxito que le engrandece es, a pesar de su superficial evidencia, el efecto consciente de una ideología desconocida.




Tenemos que admitir un inconsciente personal y un inconsciente social ,muy hábiles en captar relaciones, parecidos, patrones, metáforas, en realizar extrapolaciones, transferir deseos, segregar expectativas y tramar sistemas en los que resultamos apresados sin saberlo y a los que, además, prestamos una inocente colaboración que los refuerzan.
   La publicidad deja de ser una ayuda para convertirse en un componente esencial de la nueva economía, que deja de ser economía de la demanda para convertirse en economía de la oferta. La función es producir sujetos deseantes o, lo que es igual, hacer a los individuos conscientes de sus carencias, obligarles a que se sientan frustrados, fomentar la envidia hacía el vecino, inducir una torpe emulación inacabable, para ofrecer después una salida fácil a su decepción: comprar. Así, la propaganda se convierte en diseminadora inevitable de ansias e insatisfacciones.

La hipertrofia del mercado provoca insatisfacción porque produce necesidades y apetencias que solo pueden ser efímeramente satisfechas. La industria de la publicidad debe allanar el camino que va desde la apetencia al acto, y tiene que afirmar que todo el mundo puede acceder al disfrute de ese objeto en el que se cifra efímeramente la dicha, más aún, que tiene derecho a tenerlo (“porque tú lo vales”, como proclaman los spots). Solo poniéndolo al alcance de la mano, se pasará de un mero deseo a la acción de comprar, que es lo importante. Todo eso produce una frustración inevitable y permanente, porque ni todas las cosas ofrecidas van a poder conseguirse, ni, en el caso de conseguirlas, van a producir la felicidad anunciada. Ahora bien, una decepción duradera tiene dos derivaciones emocionales: la depresión y la violencia.




Mercado, publicidad, ansiedad, depresión, violencia emergen ya como islas enlazadas por el sistema oculto. El mercado de la opulencia necesita una proliferación de deseos “urgentes, imperiosos y efímeros” para mantener su dinamismo. Esta es la definición precisa de “capricho”. El consumismo es el mundo social de las apetencias y el reino momentáneo de los caprichos. La apetencia es el grado cero del deseo. Ceder a ella no aporta más que un breve y limitado placer. La excitación aumenta hasta pasar por caja, y se desvanece tan rápido como había aparecido. La apetencia solo engendra frustración, porque siempre habrá alguien y algo que apetecer. Ése es precisamente el ardid del consumismo. Lo importante de la apetencia y el capricho es que se presentan como una urgencia que ha de ser resuelta inmediatamente, nos despeña por abismos superficiales, nos permite hacer submarinismo emocional en un charquito.

Estamos siendo víctimas de una superchería que nos esclaviza dulcemente, y contra la que apenas podemos rebelarnos, porque nos gusta. El sistema del deseo tiene un aire seductor y todos estamos dispuestos a caer bajo sus encantos.



La ideología del placer que nuestra sociedad ha aceptado, asumido y vitoreado, que fue punta de lanza del combate liberador, se ha convertido en colaboracionista y estupefaciente. Los excesos de la sociedad de mercado, la destrucción del medio ambiente, la fascinación por el poder puro y duro, las múltiples intoxicaciones del lujo, proceden del deseo imperante, y hace urgente responder a la pregunta: ¿se puede vivir solo guiándose por el placer? La respuesta es: se puede vivir, pero no se puede convivir. Si todo el mundo va a lo suyo, nadie va a ir por lo nuestro. La inteligencia social debe por ello prevalecer sobre la inteligencia individual, para salvaguardar nuestros derechos personales.


La sociedad del deseo no favorece un debate brioso y lúcido sobre nuestro futuro, porque, intoxicada de comodidades, nos aprisiona en el presente y nos hace crédulos, sumisos y desesperanzados. Nuestros deseos no son nuestros, sino producto de una manipulación astuta. Todos estamos siendo seducidos.


José Antonio Marina – Las arquitecturas del deseo

jueves, 3 de marzo de 2016

Políticos de opereta (Antonio Machado)


Se miente más que se engaña;
y se gasta más saliva
de la necesaria…

si nuestros políticos comprendieran bien la intención de esta sentencia, ahorrarían las dos terceras partes, por lo menos, de su llamada actividad política. 



Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. No hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel.
   Procurad, sin embargo, los que vais para políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan –que os la impongan– vuestros enemigos o vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara.


La política, señores, es una actividad importantísima… Yo no os aconsejaré nunca el apoliticismo, sino, en último término, el desdeño de la política mala, que hacen trepadores y cucañistas, sin otro propósito que el de obtener ganancias y colocar parientes. Vosotros debéis hacer política; solo me atrevo a aconsejaros que lo hagáis a cara descubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra cosa: por ejemplo de literatura, de filosofía, de religión. Porque de otro modo contribuiréis a degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la política, y a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos nunca entendernos.
   Y a quien os eche en cara vuestros pocos años bien podéis responderle que la política no ha de ser, necesariamente, cosa de viejos. Hay movimientos políticos que tienen su punto de arranque en una justificada rebelión de menores contra la inepcia de los sedicentes padres de la patria. Esta política, vista desde el barullo juvenil, puede parecer demasiado revolucionaria, siendo, en el fondo, perfectamente conservadora.





Para los tiempos que vienen hay que estar seguros de algo. Porque han de ser tiempos de lucha, y habréis de tomar partido. ¡Ah! ¿Sabéis vosotros lo que esto significa? Por de pronto, renunciar a las razones que pudieran tener vuestros adversarios, lo que os obliga a estar doblemente seguros de las vuestras. Y eso es mucho más difícil de lo que parece. La razón humana no es hija, como algunos creen, de las disputas entre los hombres, sino del diálogo amoroso en que se busca la comunión por el intelecto en verdades, absolutas o relativas, pero que, en el peor caso, son independientes del humor individual. Tomar partido es no solo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana. Si lo miráis despacio, comprenderéis el arduo problema de vuestro provenir: habéis de retroceder a la barbarie, cargados de razón.


Imaginad un mundo en el cual las piedras pudieran elegir su manera de caer y los hombres no pudieran enmendar, de ningún modo, su camino, obligados a circular sobre rieles. Políticamente, no habría problema. En ese mundo los hombres serían liberales; y las piedras… seguirían siendo conservadoras.


Nosotros queremos ser sofistas, en el mejor sentido de la palabra, o, digámoslo más modestamente, en uno de los buenos sentidos de la palabra: queremos ser librepensadores. Nosotros no hemos de pretender que se nos consienta decir todo lo malo que pensamos del monarca, de los gobiernos, de los obispos, del Parlamento, etc. La libre emisión del pensamiento es un problema importante, pero secundario, y supeditado al nuestro, que es el de la libertad del pensamiento mismo. Por de pronto, nosotros nos preguntamos si el pensamiento, nuestro pensamiento, el de cada uno de nosotros, puede producirse con entera libertad, independientemente de que, luego, se nos permita o no emitirlo. Digámoslo retóricamente: ¿De qué nos serviría la libre emisión de un pensamiento esclavo? Nosotros pretendemos fortalecer y agilitar nuestro pensar para aprender de él mismo cuáles son sus posibilidades, cuáles sus limitaciones; hasta qué punto se produce de un modo libre, original, con propia iniciativa, y hasta qué punto nos parece limitado por normas rígidas, por hábitos mentales inmodificables, por imposibilidades de pensar de otro modo.




Uno de los medios más eficaces para que las cosas no cambien nunca por dentro es renovarlas –o removerlas– constantemente por fuera. Por eso los originales ahorcarían si pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden sañudamente a los originales.


Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una capa más honda de nuestro espíritu. Hay hombres tan profundamente divididos consigo mismos, que creen lo contrario de lo que piensan. Y casi –me atreveré a decir– es ello lo más frecuente. Esto deberían tener en cuenta los políticos. Porque lo que ellos llaman opinión es algo mucho más complejo y más incierto de lo que parece. En los momentos de los grandes choques que conmueven fuertemente la conciencia de los pueblos se producen fenómenos extraños de difícil y equívoca interpretación: súbitas conversiones, que se atribuyen al interés personal, cambios inopinados de pareceres, que se reputan insinceros, posiciones inexplicables, etc. y es que la opinión muestra en su superficie muchas prendas que estaban en el fondo del baúl de las conciencias.
   La frivolidad política se caracteriza por la absoluta ignorancia de estos fenómenos. Pero los grandes morrones de la historia no tienen mayor utilidad que la de hacernos ver esos fenómenos más claramente y de mayor bulto que los que vemos cuando es solo la superficie la que parece agitarse.


 Es el político, señores, el hombre capaz de resbalar más veces en la misma baldosa, el hombre que no escarmienta nunca en cabeza propia.


¿Conservadores? Muy bien. Siempre que no lo entendamos a la manera de aquel sarnoso que se emperraba en conservar, no la salud, sino la sarna.
   Porque éste es el problema del conservadurismo –¿qué es lo que conviene conservar? –, que solo se plantean los más inteligentes. ¡Esos buenos conservadores a quienes siempre lapidan sus correligionarios, y sin los cuales todas las revoluciones pasarían sin dejar rastro!




Yo siempre os aconsejaré que procuréis ser mejores de lo que sois; de ningún modo que dejéis de ser españoles. Porque nadie más amante que yo ni más convencido de las virtudes de nuestra raza. Entre ellas debemos contar la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos, y bastante indulgentes para juzgar a nuestros vecinos. Hay que ser español, en efecto, para decir las cosas que se dicen contra España. Porque nadie sabe de vicios que no tiene, ni de dolores que no le aquejan.
   Los que hablan de España como de una razón social que es preciso a toda costa acreditar y defender en el mercado mundial, esos para quienes el reclamo, el jaleo y la ocultación de vicios son deberes patrióticos, podrán parecer, yo lo concedo, el título de buenos patriotas; de ningún modo el de buenos españoles.
   Digo que podrán ser hasta buenos patriotas, porque ellos piensan que España es, como casi todas las naciones de Europa, una entidad esencialmente batallona, destinada a jugárselo todo en una gran contienda, y que conviene no enseñar el flaco y reforzar los resortes polémicos, sin olvidar el orgullo nacional, creado más o menos artificialmente. Pero pensar así es profundamente antiespañol. España no ha peleado nunca por orgullo nacional, ni por orgullo de raza, sino por orgullo humano o por amor de Dios, que viene a ser lo mismo.



En una sociedad organizada sobre el trabajo humano y atenta a la cualidad de éste, ¿qué haremos de ese hombre cuya especialidad consiste en tener más importancia que la mayoría de sus prójimos? ¿Qué hacer de ese hombre que vemos al frente de casi todas las agrupaciones humanas (presidente, director, empresario, gerente, socio de honor), en quien se reconoce, sin que sepamos bien por qué, una cierta idoneidad para el lucro usuario, la exhibición decorativa, la preeminencia y el anfitrionismo? Cuando el señor importante pierda su importancia, una gran orfandad, una como tristeza de domingo hospiciano, afligirá nuestros corazones.


Antonio Machado – Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936)