viernes, 3 de marzo de 2017

¿Los animales tienen alma? (Marguerite Yourcenar)


Un cuento de las mil y una noches cuenta que la Tierra y los animales temblaron el día en que Dios creó al hombre. Esta admirable visión de poeta adquiere todo su valor para nosotros, que sabemos mucho mejor que el cuentista árabe de la Edad Media hasta qué punto la Tierra y los animales tenían razón al temblar. Cuando veo ganado y caballos en el campo, incluso cuando veo algunas gallinas picoteando todavía libremente en el patio de una granja, me digo que, bien es cierto que esos animales serán sacrificados al apetito del hombre, o gastarán su vida en servirle, y morirán de “mala muerte” sangrados, muertos a palos, estrangulados o, siguiendo la antigua costumbre según la cual se daba muerte a los caballos que no pueden enviarse a la “carnicería”, sacrificados de un tiro, torpe la mayor parte de las veces y que casi nunca es un verdadero “tiro de gracia”, o abandonados en la soledad de la sierra como aún hacen los campesinos de Madeira o incluso (¿en qué país me contaron este hecho?), empujados con la punta de la aijada hasta el precipicio en donde se romperán los huesos.

Pero me digo también que en ese momento, y puede que durante meses e incluso años, esos animales habrán vivido al aire libre, a pleno sol y a plena noche, maltratados a menudo, bien tratados a veces, recorriendo de una manera más o menos normal los ciclos de su existencia animal, igual que nosotros nos resignamos a cumplir los ciclos de nuestra propia vida. Pero esa relativa “normalidad” ya no se lleva entre nosotros, en donde la espantosa superproducción (que finalmente también mata y envilece al hombre) hace de los animales unos productos fabricados en cadena, que viven su pobre y breve existencia envueltos en el insoportable resplandor de la luz eléctrica, atracados  de hormonas que después nos transmitirá peligrosamente su carne, poniendo huevos y “haciéndose encima” como antaño decían las enfermeras y las nodrizas; privados, en el caso de las aves confinadas unas contra otras, del pico y de las uñas que, durante su horrible vida empaquetada volverían contra sus compañeros de miseria.



Aquí como en todas partes se ha roto el equilibrio; la horrible materia prima animal es un hecho nuevo, igual que el bosque aniquilado para suministrar la parte necesaria para nuestros periódicos y revistas de propaganda y falsas noticias, igual que nuestros océanos donde el pescado se ve sacrificado a los petroleros. Durante milenios, el hombre consideró al animal como su cosa, pero subsistía un estrecho contacto. El jinete quería, aunque abusara de ella, a su montura; el cazador de antaño conocía las formas de vida de los animales que cazaba, y “amaba” a su manera a esos mismos animales a los que se gloriaba en matar: una especie de familiaridad se mezclaba con el horror…

Hemos cambiado todo esto: los niños de la ciudad no han visto nunca una vaca ni un cordero; ahora bien, uno no ama aquello que no conoce, no ama al animal al que jamás tuvo ocasión de acercarse y al que nunca ha acariciado. Del mismo modo, los abrigos de pieles presentados con cuidados exquisitos en los escaparates de las grandes peleterías parecen estar a cien leguas de la foca derribada a palos sobre el banco de hielo, o del mapache cogido en una trampa y royéndose una pata para tratar de recobrar su libertad. La hermosa mujer que se maquilla no sabe que sus cosméticos han sido probados en conejos o cobayas que han muerto sacrificados o se han quedado ciegos. La inconsciencia y, consecuentemente, la tranquilidad de conciencia, del comprador o de la compradora es total. Una civilización que se aleja cada vez más de la realidad produce cada vez más víctimas, comprendida ella misma.
    Y sin embargo, el amor a los animales es tan antiguo como la raza humana. Millones de testimonios escritos o hablados, de obras de arte y de gestos apercibidos, dan fe de ello.



Al parecer, una de las formidables causas del sufrimiento animal –en Occidente, por lo menos– fue la conminación bíblica de Yahvé a Adán antes de la culpa, cuando le mostró al pueblo de los animales, haciéndoselos nombrar y declarándolo dueño y señor de los mismos. Esta escena mítica siempre ha sido interpretada por el cristiano y el judío ortodoxo como un permiso para sacrificar indiscriminadamente a esas millones de especies que expresan, por sus formas diferentes de las nuestras, la infinita variedad de la vida, y por su organización interna, su poder de actuar, de gozar y de sufrir, la evidente unidad de la misma.
    Y sin embargo hubiera sido muy fácil interpretar el viejo mito de otra manera: aquel Adán, aún no afectado por la caída, lo mismo hubiera podido sentirse promovido al rango de protector, de árbitro, de ordenador de la creación entera, utilizando los dones que se le habían otorgado, superiores o diferentes de aquellos concedidos a los animales, para consolidar y mantener el equilibrio del mundo del cual Dios le había hecho no el tirano sino el intendente.

El cristianismo podía haber insistido en las sublimes leyendas que mezclan al animal con el hombre. Había en el cristianismo todos los elementos de un folclore animal casi tan rico como el del budismo, pero el seco dogmatismo y la prioridad otorgada al egoísmo humano ganaron la partida.
    Por otra parte, una teoría diferente iba a ponerse al servicio de aquellos para quienes el animal no merece ayuda alguna y se encuentra desprovisto de la dignidad que, en principio y sobre el papel, concedemos a cada hombre: el animal-máquina de Descartes se ha convertido en artículo de fe, tanto más fácil de acepta cuanto que favorece la explotación y la indiferencia. El animal-máquina, pero ni más ni menos que el mismo hombre, que también es una máquina, máquina de producir y ordenar las acciones, las pulsiones y las reacciones que constituyen las sensaciones de frío y calor, de hambre y de satisfacción digestiva, los impulsos sexuales y también el dolor, el cansancio, el temor que los animales experimentan igual que nosotros. El animal es una máquina, el hombre también y fue su duda a blasfemar del alma inmortal lo que impide a Descartes ir abiertamente más lejos en esa hipótesis, que hubiera establecido los fundamentos de una fisiología y de una zoología auténticas.



En el estado actual de la cuestión, en una época en que nuestros abusos se agravan sobre este punto como sobre tantos otros, podemos preguntarnos si una Declaración de los derechos del animal va a ser útil. Yo la recibo con alegría, pero ya hay buenas almas que murmuran: “hace cerca de doscientos años que fue proclamada la Declaración de los derechos humanos y ¿cuál ha sido el resultado? No ha habido ninguna época más concentracionaria, más llevada a las destrucciones masivas de vidas humanas, más dispuesta a degradar hasta en sus mismas víctimas la noción de humanidad. ¿Será efectivo promulgar a favor del animal otro documento de este tipo que –mientras el hombre no cambie– será tan inútil como la Declaración de los derechos del hombre?”. Creo que sí. Creo que siempre conviene promulgar o reafirmar las leyes verdaderas, que no dejarán por ello de ser incumplidas, pero dejando aquí y allá a los transgresores el sentimiento de haber obrado mal. “No matarás”. Toda la historia de la que tan orgullosos nos sentimos, es una perpetua infracción a esa ley.


“No harás sufrir a los animales, o al menos les harás sufrir lo menos posible. Tienen sus derechos y su dignidad como tú mismo”, es con toda seguridad, una amonestación bien modesta, en el estado actual de las mentes es casi subversiva. Seamos subversivos. Hay que rebelarse contra la ignorancia, la indiferencia, la crueldad que, por lo demás, suele aplicarse a menudo contra el hombre, porque antes se ha ejercitado con el animal. Recordemos, puesto que hay que relacionarlo todo con nosotros mismos, que habría menos niños mártires si hubiese menos animales torturados, menos vagones precintados llevando hacia la muerte a las víctimas de ciertas dictaduras si no nos hubiéramos acostumbrado a ver furgones en donde las reses agonizan sin alimento y sin agua, de camino hacia el matadero; menos caza humana derribada de un tiro si la afición y la costumbre de matar no fueran patrimonio de los cazadores. Y en la humilde medida de lo posible (es decir, mejoremos si es que se puede) la vida.


Marguerite Yourcenar – ¿Quién puede saber si el animal desciende bajo la tierra?

1 comentario:

  1. Genial no puede estar mas acertado.El hombre es lo peor que ha pisado este mundo......

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