lunes, 3 de julio de 2017

La Compañía del Hombre (Pío Baroja)





Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla, algo como para el caminante detenerse y sentarse a la sombra de un árbol, algo como penetrar en un oasis de paz; pero la vida es estúpida, y el pensamiento se llena de terrores como compensación a la esterilidad emocional de la existencia.

Antes para mí era una gran pena considerar el infinito del espacio, creer el mundo inacabable me producía una gran impresión; pensar que al día siguiente de mi muerte el espacio y el tiempo seguirían existiendo, me entristecía, y eso que consideraba que mi vida no es una cosa envidiable, pero cuando llegué a comprender que la idea del espacio y el tiempo son necesidades de nuestro espíritu, pero que no tienen realidad, cuando me convencí que el espacio y el tiempo no significan nada; por lo menos que la idea que tenemos de ellos puede no existir fuera de nosotros, me tranquilicé.

Para mí es un consuelo pensar que, así como nuestra retina produce los colores, nuestro cerebro produce las ideas de tiempo, de espacio y de causalidad. Acabado nuestro cerebro, se acabó el mundo. Ya no sigue el tiempo, ya no sigue el espacio, ya no hay encadenamiento de causas. Se acabó la comedia, pero definitivamente. Podemos suponer que un tiempo y un espacio sigan para los demás. Pero, ¿eso qué importa, si no es nuestro, que es el único real?



¿Qué duda cabe que el mundo que conocemos es el resultado del reflejo de la parte de cosmos del horizonte visible en nuestro cerebro? Este reflejo unido, contrastado, con las imágenes reflejadas en los cerebros de los demás hombres que han vivido y que viven, es nuestro conocimiento del mundo. ¿Es así, en realidad, fuera de nosotros? No lo sabemos, no lo podemos saber jamás.

En el fondo estoy convencido de que la verdad en bloque es mala para la vida. Esa anomalía de la Naturaleza que se llama la vida necesita estar basada en el capricho, en la mentira. La voluntad, el deseo de vivir, es tan fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor la comprensión. A más comprender corresponde menos desear. La apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final de una evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, fuerte, no ve las cosas como son porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que se necesita para la vida.



En el Génesis, Dios le dijo a Adán: “Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que te comas ese fruto morirás”. Y Dios, seguramente añadió: “Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente, pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá”. Hoy, después de siglos de dominación semítica, el mundo vuelve a la cordura, y la verdad aparece como una aurora pálida de los temores de la noche.

En la ciencia, en la filosofía, Kant ha sido el gran destructor de la mentira greco-semítica. Él se encontró con esos dos árboles bíblicos y fue apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban el árbol de la ciencia. Tras él no queda nada en el mundo de las ideas más que un camino estrecho y penoso: la ciencia. Detrás de él viene otro destructor, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia que esa gruesa rama del árbol de la vida que se llama libertad, responsabilidad, derecho, descanse junto a las ramas del árbol de la ciencia para dar perspectivas a la mirada del hombre. Schopenhauer aparta esa rama, y la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa, sin justicia, sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza X, que él llama voluntad y que, de cuando en cuando, en medio de la materia organizada, produce un fenómeno secundario, una fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. En estas circunstancias, el instinto vital, todo actividad y confianza, se siente herido, y tiene que reaccionar. Y reacciona: vida y verdad, voluntad e inteligencia.



Esa destrucción no es sistemática ni vengativa; es llevar el análisis a todo; es ir disociando las ideas tradicionales para ver qué nuevos aspectos toman. Los semitas inventaron un paraíso materialista en el principio del hombre; el cristianismo colocó el paraíso al final y fuera de la vida del hombre, y los anarquistas ponen su paraíso en la vida y en la tierra. En todas partes y en todas épocas los conductores de hombres son prometedores de paraísos. Pero alguna vez tenemos que dejar de ser niños; alguna vez tenemos que mirar a nuestro alrededor con serenidad. ¡Cuántos temores no nos ha quitado de encima el análisis! Ya no hay monstruos en el seno de la noche, ya nadie nos acecha. Con nuestras fuerzas vamos siendo dueños del mundo.


Para llegar a dar a los hombre una regla común, una disciplina, una organización, se necesita una fe, una ilusión, algo que, aunque sea una mentira salida de nosotros mismos, parezca una verdad llegada de fuera. Si yo me sintiera con energía haría una milicia: la Compañía del Hombre. Esta Compañía tendría la misión de enseñar el valor, la serenidad, el reposo; de arrancar toda tendencia a la humildad, a la renunciación, a la tristeza, al engaño, a la rapacidad, al sentimentalismo…


Pío Baroja – El Árbol de la Ciencia

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