miércoles, 11 de abril de 2018

Apropiarse del dolor del mundo (A. Schopenhauer)



 Querer, en esencia, es sufrir, y como vivir es querer, toda vida es esencialmente dolor. Cuanto más ilustrado, más sufre el hombre. La vida de la criatura humana no es sino una lucha por la existencia con la certeza de ser vencido. La vida es una caza incesante en la cual, tan pronto cazadores como cazados, los seres se disputan los restos de desperdicios horribles. Una historia del dolor que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar siempre, morir luego, y así sucesivamente por los siglos de los siglos, hasta que nuestro planeta se despedace.

Cuando se ha levantado el velo de Maia (la ilusión de la vida individual) de tal manera que ya no hace diferencia egoísta entre su persona y la de los otros hombres y la de los otros seres, y se interesa tanto por los sufrimientos extraños como por los propios, y se torna por esto auxiliador hasta la abnegación, listo a sacrificarlo todo por el bien de los demás, ese hombre que ha llegado al punto de reconocerse a sí mismo en todos los seres, considera como suyos los sufrimientos infinitos de todo lo que vive y debe apropiarse así del dolor del mundo.
  
Siendo insensible a las alternativas de bienes y de males que se suceden en su destino, libre de todo egoísmo, penetra los velos de la ilusión individual. Todo lo que vive, todo cuanto sufre, se halla igualmente cerca de su corazón. Concibe el conjunto de las cosas, su esencia, su sucesión eterna, los vanos esfuerzos, las luchas internas y los sufrimientos sin fin. Ve, cualquiera sea la dirección que mire, al hombre que sufre, al animal que sufre y un mundo que eternamente se desvanece. En lo sucesivo, se une a los dolores del mundo tan estrechamente como a su propia persona se une el ser egoísta. ¿Cómo podría, con tal conocimiento del mundo, afirmar por los deseos incesantes su voluntad de vivir, o aferrarse cada vez más a la vida y estrecharse cada vez con más fuerza?




El que ahonda la esencia de las cosas en sí, el que domina el conjunto, llega a reposar de desearlo todo y de quererlo todo. En lo sucesivo, la voluntad se aparta de la vida, con espanto rechaza los goces que la perpetúan. El hombre llega entonces al estado de sacrificio voluntario de la resignación, de la verdadera tranquilidad y de la ausencia absoluta de voluntad. Saborea no obstante una plena alegría y goza de un reposo verdaderamente celestial. Para él ya no hay más prisa inquieta, no más estallidos de placer, de ese placer que precede y sigue a tantas penas, inevitable condición de la existencia para el hombre a quien gusta la vida. Lo que experimenta es una inquebrantable paz, un profundo reposo, una íntima serenidad, un estado que no podemos ver o imaginar sin aspirar a él con ardor, porque nos parece el único justo, superior infinitamente a cualquier otro, un estado al cual nos invita y nos llama lo que hay de mejor en nosotros. Sentimos muy bien entonces que todo deseo satisfecho, toda dicha arrancada a la miseria del mundo, son como limosna que hoy sostiene al mendigo para que mañana vuelva a morir de hambre.




A juzgar por eso, podemos figurarnos qué felicidad debe sentir el hombre cuya voluntad se apacigua y hasta se extingue por completo. Cuando tal hombre, después de mil rudos combates contra su propia naturaleza, ha terminado por triunfar de todo, no existe sino un estado puramente intelectual, como un espejo del mundo que nada turba. En adelante, nada sería capaz de causarle angustias, nada lo podría agitar, porque los mil lazos del querer que encadenados nos atan al mundo y tiran de nosotros en todo sentido con dolores continuos en forma de deseo, temor, envidia, cólera, esos mil lazos fueron rotos por él. Dirige una mirada hacia atrás, tranquilo y sonriente, hacia las imágenes ilusorias de ese mundo que un día llegaron a agitar y torturar su corazón; ante ellos es ahora tan indiferente como ante las fichas del juego de ajedrez después de una partida terminada. La vida y sus formas en adelante flotan ante sus ojos como una aparición pasajera, como un ligero sueño matinal para el hombre semidespierto, un sueño que la verdad horada ya con sus rayos y que no puede apoderarse de nosotros. Y lo mismo que un sueño, la vida se desvanece por último sin brusca transición.




Alejemos nuestra mirada de nuestra propia insuficiencia, de la estrechez de nuestros sentimientos y de nuestros prejuicios, volvámosla hacia los que han vencido al mundo, en quienes la voluntad, llegado a un pleno conocimiento de sí misma, se ha encontrado en todo y libremente se ha negado, y espera que sus últimas chispas se extingan con el cuerpo que las anima, entonces veremos, en lugar de esas irresistibles pasiones, de esa actividad sin reposo, en lugar de ese paso incesante del deseo al temor y del placer al dolor, en vez de esa esperanza que nada satisface, y que nunca se apacigua ni desvanece, y que constituye el sueño de la vida para el hombre subyugado por la voluntad, vemos esa paz superior a toda razón, ese gran mar tranquilo del sentimiento, esa inquebrantable seguridad, esa serenidad cuyo solo reflejo en el rostro es un evangelio total al que, como se puede dar fe, no queda más que el conocimiento. Se ha desvanecido la voluntad.


Es el espíritu íntimo y el sentido de la verdadera y pura vida del ascetismo en general el sentirse digno y capaz de una mejor existencia que la nuestra, y el querer mantener esta convicción por el desprecio de todos los goces vanos de este mundo. Con calma y seguridad se espera el fin de esta vida, privada de sus aspectos engañosos, para saludar un día la hora de la muerte como la hora de la liberación.


Arthur Schopenhauer – Los dolores del mundo

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