miércoles, 12 de septiembre de 2018

La vida tiene un sentido (Muriel Barbery)



  



Aparentemente, de vez en cuando, los adultos se toman el tiempo de sentarse a contemplar el desastre de sus vidas. Entonces se lamentan sin comprender y, como moscas que chocan una y otra vez contra el mismo cristal, se inquietan, sufren, se consumen, se afligen y se interrogan sobre el engranaje que los ha conducido allí donde no quieren ir. Los más inteligentes llegan incluso a hacer de ello una religión: ¡ah, la despreciable vacuidad de la existencia burguesa! Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La verdad es que son como todos los demás: chiquillos que no entienden qué ha ocurrido y que van de duros cuando en realidad tienen ganas de llorar.

Sin embargo, es fácil de comprender. El problema está en que los hijos se creen lo que dicen los adultos y, una vez adultos a su vez, se vengan engañando a sus propios hijos. “La vida tiene un sentido que los adultos conocen”, es la mentira universal que todos creen por obligación. Cuando, una vez adulto, uno comprende que nos es cierto, ya es demasiado tarde. El misterio permanece intacto, pero hace tiempo que se ha malgastado en actividades estúpidas toda la energía disponible. Ya no le queda a uno más que anestesiarse como puede tratando de enmascarar el hecho de que no le encuentra ningún sentido a la vida y engaña a sus propios hijos para intentar convencerse mejor a sí mismo.




Algunas personas son incapaces de aprehender en aquello que contemplan lo que constituye su esencia, su hálito intrínseco de vida, y dedican su existencia entera a discurrir sobre los hombres como si de autómatas se tratara, y de las cosas como si no tuvieran alma y se resumieran a lo que de ellas pudiera decirse al capricho de inspiraciones subjetivas.
   Los hombres viven en un mundo donde lo que tiene poder son las palabras y no los actos, donde la competencia esencial es el dominio del lenguaje. Eso es terrible porque, en el fondo, somos primates programados para comer, dormir, reproducirnos, conquistar y asegurar nuestro territorio, y aquellos más hábiles para todas esas tareas, aquellos entre nosotros que son más animales, esos siempre se dejan engañar por los otros, los que tienen labia pero serían incapaces de defender su huerta, de traer un conejo para la cena y de procrear como es debido. Es un terrible agravio a nuestra naturaleza animal, una suerte de perversión, de contradicción profunda.




¿Cómo trascurre, pues, la vida? Día tras día, nos esforzamos valerosamente por representar nuestro papel en esta comedia fantasma. Como sacados de un sueño, nos observamos actuar y helados al constatar el gasto vital de energía que requiere el mantenimiento de nuestros requisitos primitivos. La eternidad se nos escapa.

Tales días, en el que naufragan en el altar de nuestra naturaleza profunda todas las creencias románticas, políticas, intelectuales, metafísicas y morales que años de educación y de cultura han tratado de imprimir en nosotros, la sociedad, campo territorial agitado por grandes ondas jerárquicas, se sume en la nada del Sentido. Adiós a los pobres y a los ricos, a los pensadores, a los investigadorres, a los dirigentes, a los esclavos, a los buenos y a los malos, a los creativos y a los concienzudos, a los sindicalistas y a los individualistas, a los progresistas y a los conservadores, ya no son sino homínidos primitivos cuyas muecas y sonrisas, gestos y adornos, lenguaje y códigos, inscritos en el mapa genético del primate medio, solo significa esto: representar su papel o morir.




¡Qué arrogancia esta de los hombres que piensan que pueden forzar la naturaleza, escapar a su destino de insignificancias biológicas…! Y ¡qué ceguera tienen también con respecto a la crueldad o la violencia de sus propias maneras de vivir, de amar, de reproducirse y de hacer la guerra a sus semejantes!

En cambio pienso que solo puede hacerse una cosa: dar con la tarea para la cual hemos nacido y llevarla a cabo como mejor podamos, con todas nuestras fuerzas, sin creer que nuestra naturaleza animal tiene algo de divino. Solo así tendremos el sentimiento de estar haciendo algo constructivo en el momento en que venga a buscarnos la muerte. La libertad, la decisión, la voluntad, todo eso no son más que quimeras. Creemos que podemos hacer miel sin compartir el destino de las abejas; pero también nosotros no somos sino pobres abejas destinadas a llevar a cabo su tarea para después morir.

Esos días uno necesita desesperadamente el Arte. Aspira con ardor a recuperar su ilusión espiritual, desea con pasión que algo lo salve de los destinos biológicos para que no se excluya de este mundo toda poesía y toda grandeza.





Muriel Barbery – La elegancia del erizo


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