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jueves, 12 de abril de 2018

Música Rock, en general. Listas de Reproducción por grupos y/o autores



Una nueva entrega de Listas de Reproducción propias, esta vez de grandes artistas y grupos de rock en sus diversas y prolijas variantes que me gustan especialmente: me atraparon en el pasado y me siguen fascinando hoy en día. De entre las infinitas posibilidades de elección de grupos, ordenación, calidad de sonido, directos y/o subtitulados al castellano, según el caso, presento este recorrido musical para ir degustando en cualquier momento esta personal y a veces concienzuda selección. La buena música creo que está asegurada. Al igual que la anterior “Jazz piano Trio”, la dispongo alfabéticamente, cualquiera podrá localizar fácilmente sus preferencias, y en lo sucesivo iré incluyendo otras bandas aún en el tintero, así como “reparar” en lo posible aquellas listas que vayan siendo mutiladas por derechos de autor.

Al Kooper - Mike Bloomfield



Alan Parsons Project


America


Bee Gees



Bob Marley


The Byrds


Carole King - Music


Cat Stevens


Creedence clearwater revival


Crosby, Stills, Nash & Young


Durutti Column


Electric Light Orchestra - Eldorado


Emerson, Lake & Palmer


Eric Burdon


Eric Clapton


Fleetwood Mac


Frank Zappa







Janis Joplin


Jeff Beck - Blow by blow


Jethro Tull


John Martyn


Howlin` Wolf


Kinks


Moby Grape


Neil Young


Pink Floyd - Selección Psicodélica


Procol Harum


Quicksilver Messenger Service


Rolling Stones, 1964-67





Santana, Carlos





Steppenwolf


Steve Miller Band Baladas y Psicodelia


Supertramp


Traffic


Triumvirat


Youngbloods - Elephant mountain

miércoles, 11 de abril de 2018

Apropiarse del dolor del mundo (A. Schopenhauer)



 Querer, en esencia, es sufrir, y como vivir es querer, toda vida es esencialmente dolor. Cuanto más ilustrado, más sufre el hombre. La vida de la criatura humana no es sino una lucha por la existencia con la certeza de ser vencido. La vida es una caza incesante en la cual, tan pronto cazadores como cazados, los seres se disputan los restos de desperdicios horribles. Una historia del dolor que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar siempre, morir luego, y así sucesivamente por los siglos de los siglos, hasta que nuestro planeta se despedace.

Cuando se ha levantado el velo de Maia (la ilusión de la vida individual) de tal manera que ya no hace diferencia egoísta entre su persona y la de los otros hombres y la de los otros seres, y se interesa tanto por los sufrimientos extraños como por los propios, y se torna por esto auxiliador hasta la abnegación, listo a sacrificarlo todo por el bien de los demás, ese hombre que ha llegado al punto de reconocerse a sí mismo en todos los seres, considera como suyos los sufrimientos infinitos de todo lo que vive y debe apropiarse así del dolor del mundo.
  
Siendo insensible a las alternativas de bienes y de males que se suceden en su destino, libre de todo egoísmo, penetra los velos de la ilusión individual. Todo lo que vive, todo cuanto sufre, se halla igualmente cerca de su corazón. Concibe el conjunto de las cosas, su esencia, su sucesión eterna, los vanos esfuerzos, las luchas internas y los sufrimientos sin fin. Ve, cualquiera sea la dirección que mire, al hombre que sufre, al animal que sufre y un mundo que eternamente se desvanece. En lo sucesivo, se une a los dolores del mundo tan estrechamente como a su propia persona se une el ser egoísta. ¿Cómo podría, con tal conocimiento del mundo, afirmar por los deseos incesantes su voluntad de vivir, o aferrarse cada vez más a la vida y estrecharse cada vez con más fuerza?




El que ahonda la esencia de las cosas en sí, el que domina el conjunto, llega a reposar de desearlo todo y de quererlo todo. En lo sucesivo, la voluntad se aparta de la vida, con espanto rechaza los goces que la perpetúan. El hombre llega entonces al estado de sacrificio voluntario de la resignación, de la verdadera tranquilidad y de la ausencia absoluta de voluntad. Saborea no obstante una plena alegría y goza de un reposo verdaderamente celestial. Para él ya no hay más prisa inquieta, no más estallidos de placer, de ese placer que precede y sigue a tantas penas, inevitable condición de la existencia para el hombre a quien gusta la vida. Lo que experimenta es una inquebrantable paz, un profundo reposo, una íntima serenidad, un estado que no podemos ver o imaginar sin aspirar a él con ardor, porque nos parece el único justo, superior infinitamente a cualquier otro, un estado al cual nos invita y nos llama lo que hay de mejor en nosotros. Sentimos muy bien entonces que todo deseo satisfecho, toda dicha arrancada a la miseria del mundo, son como limosna que hoy sostiene al mendigo para que mañana vuelva a morir de hambre.




A juzgar por eso, podemos figurarnos qué felicidad debe sentir el hombre cuya voluntad se apacigua y hasta se extingue por completo. Cuando tal hombre, después de mil rudos combates contra su propia naturaleza, ha terminado por triunfar de todo, no existe sino un estado puramente intelectual, como un espejo del mundo que nada turba. En adelante, nada sería capaz de causarle angustias, nada lo podría agitar, porque los mil lazos del querer que encadenados nos atan al mundo y tiran de nosotros en todo sentido con dolores continuos en forma de deseo, temor, envidia, cólera, esos mil lazos fueron rotos por él. Dirige una mirada hacia atrás, tranquilo y sonriente, hacia las imágenes ilusorias de ese mundo que un día llegaron a agitar y torturar su corazón; ante ellos es ahora tan indiferente como ante las fichas del juego de ajedrez después de una partida terminada. La vida y sus formas en adelante flotan ante sus ojos como una aparición pasajera, como un ligero sueño matinal para el hombre semidespierto, un sueño que la verdad horada ya con sus rayos y que no puede apoderarse de nosotros. Y lo mismo que un sueño, la vida se desvanece por último sin brusca transición.




Alejemos nuestra mirada de nuestra propia insuficiencia, de la estrechez de nuestros sentimientos y de nuestros prejuicios, volvámosla hacia los que han vencido al mundo, en quienes la voluntad, llegado a un pleno conocimiento de sí misma, se ha encontrado en todo y libremente se ha negado, y espera que sus últimas chispas se extingan con el cuerpo que las anima, entonces veremos, en lugar de esas irresistibles pasiones, de esa actividad sin reposo, en lugar de ese paso incesante del deseo al temor y del placer al dolor, en vez de esa esperanza que nada satisface, y que nunca se apacigua ni desvanece, y que constituye el sueño de la vida para el hombre subyugado por la voluntad, vemos esa paz superior a toda razón, ese gran mar tranquilo del sentimiento, esa inquebrantable seguridad, esa serenidad cuyo solo reflejo en el rostro es un evangelio total al que, como se puede dar fe, no queda más que el conocimiento. Se ha desvanecido la voluntad.


Es el espíritu íntimo y el sentido de la verdadera y pura vida del ascetismo en general el sentirse digno y capaz de una mejor existencia que la nuestra, y el querer mantener esta convicción por el desprecio de todos los goces vanos de este mundo. Con calma y seguridad se espera el fin de esta vida, privada de sus aspectos engañosos, para saludar un día la hora de la muerte como la hora de la liberación.


Arthur Schopenhauer – Los dolores del mundo

lunes, 2 de abril de 2018

Incertidumbre, nuestro supremo consuelo (Miguel de Unamuno)




 Ni el anhelo vital de inmortalidad humana halla confirmación racional, ni tampoco la razón nos da aliciente y consuelo de vida y verdadera finalidad a ésta. Mas he aquí que en el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos. Y va a ser de este abrazo, un abrazo trágico, es decir, entrañadamente amoroso, de donde va a brotar manantial de vida seria y terrible. El escepticismo, la incertidumbre, última posición a la que llega la razón ejerciendo su análisis sobre sí misma, sobre su propia validez, es el fundamento sobre el que la desesperación del sentimiento vital ha de fundar su esperanza.

La fe en la inmortalidad es racional. Y, sin embargo, fe, vida y razón se necesitan mutuamente. Tienen que apoyarse uno en otro y asociarse. Pero asociarse en lucha, ya que la lucha es un modo de asociación. La voluntad y la inteligencia se necesitan. Si la fe, la vida, no se puede sostener sino sobre razón que la haga transmisible –y ante todo transmisible de mí a mí mismo– la razón a su vez no puede sostenerse sino sobre fe, sobre vida, siquiera fe en la razón, fe en que ésta sirve para algo más que para conocer, sirve para vivir. Y, sin embargo, ni la fe es transmisible o racional, ni la razón es vital.

La fe no es en su esencia sino cosa de voluntad, no de razón, como creer es querer creer, y creer en Dios ante todo y sobre todo es querer que le haya. Y así, creer en la inmortalidad del alma es querer que el alma sea inmortal, pero quererlo con tanta fuerza que esta querencia, atropellando a la razón, pasa sobre ella. Mas no sin represalia. Y la trágica historia del pensamiento humano no es sino de una lucha entre la razón y la vida, aquella empeñada en racionalizar a ésta haciéndola que se resigne a lo inevitable, a la mortalidad; y ésta, la vida, empeñada en vitalizar a la razón obligándola a que sirva de apoyo a sus anhelos vitales.



Y la vida se defiende, busca el flaco de la razón y lo demuestra en el escepticismo, y se agarra de él, y trata de salvarse asida a tal agarradero. Necesita de la debilidad de su adversaria. El escepticismo vital viene del choque entre la razón y el deseo. Y de este choque, de este abrazo entre la desesperación y el escepticismo, nace la santa, dulce, la salvadora incertidumbre, nuestro supremo consuelo.

La certeza absoluta completa, de que la muerte es un completo y definitivo e irrevocable anonadamiento de la conciencia personal, o la certeza absoluta, completa, de que nuestra conciencia personal se prolonga más allá de la muerte, haciendo entrar en ello la extraña y adventicia añadidura del premio o del castigo eternos, ambas certezas nos harían igualmente imposible la vida.

En un escondrijo, el más recóndito del espíritu, sin saberlo acaso el mismo que cree estar convencido de que con la muerte acaba para siempre su conciencia personal, su memoria, en aquel escondrijo le queda una sombra, una vaga sombra de incertidumbre, y mientras él se dice: “ea, ¡a vivir esta vida pasajera que no hay otra!”, el silencio de aquel escondrijo le dice: “¿quién sabe?”. Cree acaso no oírlo, pero lo oye. Y en un repliegue también del alma del creyente que guarda más fe en la vida futura, hay una voz tapada, voz de incertidumbre, que le cuchichea al oído espiritual: “¿quién sabe…?” ¿Cómo podríamos vivir sin esa incertidumbre?
   El “¿y si hay?” y el “¿si no hay?” son las bases de nuestra vida íntima.

 


Y la más fuerte base de la incertidumbre, lo que más hace vacilar nuestro deseo vital, lo que más eficacia da a la obra disolvente de la razón, es ponernos a considerar lo que podría ser una vida del alma después  de la muerte. Porque aún venciendo, por un poderoso esfuerzo de fe, a la razón que nos dice y enseña que el alma no es sino una función del cuerpo organizado, queda luego el imaginarnos qué pueda ser una vida inmortal y eterna del alma. En esta imaginación las contradicciones y los absurdos se multiplican y se llega, acaso, a la conclusión, y es que si es terrible la mortalidad del alma, no menos terrible es su inmortalidad.

Pero vencido el obstáculo de la razón, ganada la fe… ¿qué dificultad, qué obstáculo hay en que nos imaginemos esa persistencia a medida de nuestros deseos? Sí, podemos imaginárnosla como un eterno rejuvenecimiento, en un eterno adecentarnos e ir hacia Dios, hacia la Conciencia Universal, sin alcanzarla nunca… ¿Quién pone trabas a la imaginación, una vez rota la cadena de lo racional?
    Y no soy yo, es el linaje humano todo el que entra en juego; es la finalidad última de nuestra cultura toda. Yo soy uno, pero todos son yo.

Y hemos llegado al fondo del abismo, al irreconciliable conflicto entre la razón y el sentimiento vital, y hay que aceptar el conflicto como tal y vivir de él.

   Esta desesperación religiosa, y que no es sino el sentimiento mismo trágico de la vida es, mas o menos velada, el fondo mismo de la conciencia de los individuos y de los pueblos cultos de hoy en día. Y es ese sentimiento la fuente de las hazañas heroicas. Los más locos ensueños de la fantasía tienen algún fondo de razón, y quién sabe si todo cuanto puede imaginarse un hombre no ha sucedido, sucede o sucederá alguna vez en uno o en otro mundo. Solo falta saber si todo lo imaginable es posible.


Miguel de Unamuno – Del sentimiento trágico de la vida