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miércoles, 29 de junio de 2011

La historia del bolso que nadie quiso

Recuerdo la aclaración que hice tiempo atrás, albergaba dudas en transcribir este relato esperpéntico y rocambolesco, dudas que ahora han desaparecido, gracias a mis amigos.


Nota a esta edición.

He estado tentado a no incluir aquí algunos de los relatos que siguen, si se les puede llamar así, porque al paso inexorable del tiempo hay que añadir un alto grado de bisoñería e inmadurez. Pero no sería justo conmigo ni con aquellas personas con las que disfruté de momentos inolvidables, vivencias que dieron pie a esos escritos, todos basados en experiencias reales. Por ello pido a los posibles lectores que no juzguen su calidad literaria, ni la mediocridad de la técnica, ni el indeciso curso de su desarrollo; en todo caso, valoren la idea de fondo que subyace, o la intención y la causa que las provocan. Ninguno de ellos pasará a la historia, pero están en “mi” historia, especialmente el más largo de ellos con estructura de cuento: “La historia del bolso que nadie quiso”; es más valioso que una parte de mi cuerpo, significó un punto y aparte en mi pensamiento y en mi forma de ver el mundo.

10 de Octubre de 2.010



La historia del bolso que nadie quiso (1978)


         A Conchita, para no olvidar ese día

         Dedicada especialmente a mis nuevos amigos, con los que he pasado ratos maravillosos e inolvidables, momentos que ojalá nunca cesen.
         A todos ellos por mucho tiempo. A ti, Muñeco; a ti, Lengua Blanca; a ti, Pecas; a ti, Mari Carmen.

        


Allá en el sur, en una ciudad muy distinguida por su tradición, de notables y maravillosos monumentos, de parques de increíble belleza y calles tan viejas como el mundo, se notaba fácilmente que toda su historia, que por siglos y siglos se había ido acumulando en el recuerdo de hombres y mujeres sencillos, se estaba alejando de la población como ave migratoria buscando regiones más adecuadas.
         Todos podían ver cómo el empuje de la civilización hacia un futuro más o menos tecnológico, conseguía hacer perder aceleradamente toda aquella clase de costumbres antiguas que el pueblo había guardado tan celosamente. Pero ese mismo pueblo que las defendía también amaba con gusto los progresos de la ciencia, y ambicionaba cada vez más ciertos lujos y comodidades. Por alguna razón, la sed natural de innovación humana le hacía despreciar sus más encantadores tesoros, en pos de acceder a otros estados más elevados.
         Y nadie se ponía de acuerdo, pues los más conservadores y antirreformistas, que bien hubieran podido defender el pasado con más fuerza, caían desprestigiados por la mayoría, un tanto desengañada de lo anterior y con el anhelo vehemente de un porvenir más feliz.
         Pero la historia de esta ciudad y toda esa clase de controversias se verían de pronto paralizadas ante un suceso desacostumbrado, de manera que todas las miradas del mundo se volcaron hacia estas latitudes con singular interés e incomprensión.
         Casi no había parado de llover en varias semanas, y ya la gente esperaba que el siguiente fin de semana apareciera de una vez el buen tiempo, para aprovecharlo y salir a recorrer la ciudad, las plazas y las grandes avenidas. Y también las calles estrechas de los barrios árabes y judíos, que eran famosas en todo el orbe y copadas por los pequeños comerciantes para exponer sus mercancías, objetos que normalmente no se necesitaban, pero que todos ojeaban con singular atención.
         En esos días festivos se veía de todo: parejas de novios de todas las edades muy agarraditas del brazo, riendo por cualquier tontería; pandillas de adolescentes jugando a ser hombres; gentes de distintas razas y condición social; ancianos vestidos de luto; jóvenes con la ropa de moda; gitanos pobres portando un cartel pidiendo una limosna; muchachos de ambos sexos en edad de flirteo; matrimonios acompañados de sus hijos…
         Llegó ese domingo tan esperado de descanso y esparcimiento. Hacía algo de frío, pero agradable, y ya de noche se veían las estrellas con claridad, los bares y tascas estaban repletos, y la calle más importante de la ciudad llena de cabezas y hombros en movimiento, incitando a todos al calorcillo del apretujamiento humano.
         Una de tantas parejas, que se acercaban al centro de la ciudad, algo cansados de deambular por la parte suroeste, buscaban un lugar apropiado y tranquilo para tomar una copa, aunque fuera estuviera toda la gente apiñada.
         Ella, por su parte, detestaba las multitudes; muy a pesar suyo fue introducida en el tumulto, entre dolorosas lamentaciones y continuas quejas. Él hacía caso omiso de sus ruegos, porque le gustaba andar entre la gente, seguir en línea recta si podía jugando a no apartarse. Una vez dentro del gentío, era improcedente retroceder, pero al ver que ese ambiente no era del agrado de su compañera, lo mejor sería ir deprisa y buscar  un bar menos popular.
         _Pues no, no quiero seguir entre la gente ni que me vean, me da un poco de agobio_, declaraba ella lastimosa.
         _Tonterías, entre tanta gente nadie ve a nadie, sólo figuras y rostros que se olvidan. Y si te reconocen… ¡qué más da!_ aseguró él continuando su camino y sorteando con presteza a los viandantes.
         El salir de allí fue idéntico a salir de una prisión, a paso rápido y desconfiado, mirando a todos lados con los ojos desencajados. Ahora estaban cansados de tanto andar, de tantos empujones y pisotones, además, cualquier carga o contrariedad debía ser desechada, para no caer en una sensación de angustia.
         _Oye, tú… ¿sabes cuánto pesa el bolso?... ya no puedo con él_, afirmó ella con una sensación de disgusto y pesadez evidentes.
         _Bien, si crees eso… ¿por qué no lo dejas?_ Al decir esto, él la miró seria, pero al momento le apareció una mueca de sonrisa. Ella lo entendió de inmediato, poniendo un gesto de aceptación.
         _Claro… ¿cómo no se me había ocurrido antes? Una vez dicho esto, miró el bolso con un gesto despreciativo, y con un movimiento de la mano contraria al hombro que lo sujetaba, pellizcó el asa, dejándolo caer con toda tranquilidad sobre la acera, a la vez que le lanzaba una mirada de despedida._Venga, vámonos_ dijo resueltamente.
         _Por supuesto, vámonos_.
         Y así reemprendieron su camino, alejándose de aquel lugar a paso más lento. No  hubieron andado una decena de metros cuando oyeron una voz aguda que se les acercaba.
         _ !Eh, ustedes!... ¡Oiga, señorita! ¿No es suyo el bolso este? Me pareció haber visto caérsele del brazo hace un momento.
         _ ¿Es a nosotros?_ Se dijeron entre sí, parándose en el acto para lanzar una mirada hacia atrás. Vieron entonces a una mujer ya entrada en años y con aspecto humilde, que corría hacia ellos con el bolso en la mano.
         _ ¿No es suyo este bolso?_ Repitió la señora, al mismo tiempo que lo levantaba en peso mostrándolo. Ellos se miraron con cierta complicidad durante unos segundos. Ella se adelantó y examinó el bolso un instante.
         _ Sí_ afirmó_ Era mío, pero ya no lo quiero.
         _ ¿Cómo? ¿Qué ya no lo quiere? ¿Pero qué dice?_ contestó la señora con asombro.
         _ Lo que ha oído_ respondió ella con desdén. Y acto seguido, siguieron de nuevo su marcha a paso rápido, sin volver a mirar hacia atrás.
         _ Pero… ¿están locos estos jóvenes?... ¡es que no entiendo nada!... ¡Eh, vuelvan, su bolso!...!abrase visto cosa igual! Entretanto, se habían congregado algunas personas alrededor de la mujer, que seguía con el bolso en la mano. Al percatarse ella de que era el centro de todas las miradas, se limitó a decir con desinterés: _Bueno, si ellos no lo quieren, tampoco he de quererlo yo… ¡faltaría más!_ De esta forma, dirigió sus ojos hacia el objeto y con gesto despreocupado lo dejó caer, alejándose inmediatamente del lugar.
         La gente que había visto la escena se fue agregando, hablando entre ellas, más también la gente que fue llegando e iban captando algo de lo que sucedió, de tal forma que empezaron todos a murmurar y contar lo que sabían a todo aquel que se detenía curioseando. Poco a poco se fue agolpando una gran multitud, formando un círculo alrededor del conflictivo bolso. Pero se dio el caso que ninguno de los presentes que empezaron a comprender la trama se decidía a coger el bolso e inspeccionarlo, sin aportar ninguna solución al conflicto, pero añadiendo detalles insospechados al asunto, hasta el punto en que nadie sabía a ciencia cierta lo que había pasado. De pronto, se oyó una voz seca y fuerte que resaltaba claramente del resto:
         _ !Oigan, por favor!... un momento… ¡escúchenme! Esto no puede quedar así, llamemos a la policía y que ésta lo resuelva.
         _ ¡Sí, buena idea!_ dijeron otros… ¡llamemos a la policía!
         Mientras aumentaba el alboroto la plaza se iba llenando de gente, atraída por el tumulto y la curiosidad. Entre habladurías, todos esperaban que ocurriera algo importante. De este modo, hubo personas que pidieron permiso para subir a las azoteas, otros solicitaron escaleras en los comercios, los coches aparecían llenos de niños saltando encima. Súbitamente aparecieron vendedores ambulantes ofreciendo refrescos y bocadillos. En fin, se conglomeró un variopinto escenario de oportunistas, cotillas, maricas, rateros y otros extraños viandantes intentando aprovecharse a su manera de la situación. No solo se hablaba del maldito bolso, sino que se criticaba a fulano y mengana, a reírse del tipo gordo que fumaba puros, incluso otros se pusieron a discutir de política y lanzar improperios hacia el presidente del gobierno.
         Por su parte, algunos extranjeros iban y venían disparando sus cámaras fotográficas, sin comprender nada de lo que allí ocurría, creyendo retratar lo más puro del tipismo.
         De pronto, el murmullo agrio fue disminuyendo hasta empezar a distinguirse las sirenas de los coches de policía. Hubo algunos que salieron corriendo por miedo a las detenciones, aunque la mayoría se relamía de gusto en espera del acontecimiento. Llegaron por fin varios carros antidisturbios que acordonaron la plaza, saltando al momento los hombres armados de los coches, abriéndose paso dejando un pasillo central, por el que seguramente aparecería el inspector al mando. No les fue fácil llegar hasta el bolso, y por la actitud algo violenta que tomaron se pensó que no sabían de qué se trataba. Parece ser que sólo fueron informados por una pareja de agentes de un gran tumulto y agitación en la zona, una especie de manifestación o pelea callejera.
Imagínense cuál fue la sorpresa del agente al mando al enterarse que todo aquel lío era producido por un inocente bolso tirado al suelo, así como su indignación por los recursos y prevenciones utilizados. Tras algunas pesquisas, se entabló una discusión acalorada con algunos ciudadanos, que declaraban necesaria alguna actuación especial por parte de la autoridad, que un suceso como aquel era desacostumbrado y no debía caer en el olvido. Se sugirió que la historia un poco adornada podía quedar como atracción singular. Tanto cariño le habían cogido al bolso que, ante la intención de llevárselo para confiscarlo, se oyeron abucheos, gritos y otras amenazas. El superior de policía, una vez inspeccionado el cuerpo del delito, al comprobar tanta obstinación y testarudez de algunos, sentimientos que iban propagándose a la mayoría, declaró por un megáfono, casi con la risa en los dientes, que aquel era una caso extraordinario y que se comprometía a defender su recuerdo ante la alcaldía de inmediato.
         Estas palabras tranquilizaron a la muchedumbre, y fueron seguidas de “vivas” y “hurras” por parte de todos, pidiendo permiso a continuación para formar una comisión de entre los presentes que tendría el cometido de proteger la integridad del bolso y custodiarlo por turnos en el mismo lugar. Para ello les sería proporcionado a todos provisiones y sustento por cargo de la hacienda pública.
         El espectáculo que ofrecieron los grupos de personas que quedaron en función de vigilancia era asombroso. Quedó cortada la circulación de vehículos por esa zona, para dejar paso a las hileras de personas que querían comprobar por sí mismas lo que se difundió en los medios de comunicación, quedando la mayoría sorprendidos ante tan desacostumbrado hecho. La agitación era comparable al trasiego de una fiesta local; los reporteros de todo el país, incluso del extranjero, no paraban de grabar y comentar los acontecimientos, hacer entrevistas y redactar artículos con toda la pompa posible, ocupando durante dos días las cabeceras de los primeros diarios. Se hicieron ediciones especiales para relatar el suceso. Sólo faltaba la decisión del alcalde de dar alguna solución al caso, que seguía dejando boquiabierto a más de un escéptico.
         Las opiniones y debates fueron muchos, dejándose a un lado los asuntos cotidianos, para acometer con toda energía una solución inminente que contentara a todos, un hecho que podría quedar para siempre reflejado en los libros de historia local. Sí, al mundo le faltaba ese tipo de romanticismo ingenuo, a causa de la evolución técnica y de todo el desarrollo de las superpotencias, cuyas fauces eliminaban el aire sugestivo de otros tiempos, entonador de antiguos cánticos de la tradición, por no suponer un avance astronómico sin límites. Y el hombre necesitaba aún algo de eso.
El resultado fue el siguiente: previa autorización al gobierno, se acordó levantar en el mismo lugar en que cayera el bolso una piedra de granito de metro y medio de altura y uno de espesor, sobre el que se colocaría el insigne artículo, protegido por una urna de cristal blindado. Se decidió también no transcribir ni una sola mención explicativa, ni siquiera la fecha del acontecimiento, por lo que cualquier visitante podría elucubrar por sus propios medios la razón oculta de dicho monumento.
         A los pocos días estaba todo preparado para su inauguración, a la que asistirían las personalidades de la ciudad y el pueblo en pleno. Fue un acto sin precedentes llenos de toda la nobleza y solemnidad que se requería, pero con el amplio júbilo de la satisfacción, del goce de dar al mundo una noticia que le hiciera olvidar un poco su sufrimiento, aparcar por momentos el materialismo que acosaba desde hacía años e impedía a muchos celebrar la inocencia de la vida.
         Pasaba el tiempo en esta ciudad y no transcurría un día en que no se hablara de la historia en algún punto de la ciudad. Pero conforme transcurrieron las semanas, los problemas cotidianos relegaron el interés, en la vida ordinaria de las gentes se impusieron de nuevo sus preocupaciones, sus necesidades, sus carencias, obligados a asentar los pies en el suelo, hasta que el suceso decayó en importancia frente al infinito número de preocupaciones más prácticas. Sólo continuaba siendo curiosidad para el historiador, el escritor, el comediante, el turista, los publicistas, que trasladaron el hecho como marca de algún producto. También para los fabricantes de bolsos, que hicieron imitaciones perfectas que dieron la vuelta al mundo. Pero, para la mayoría, bien pronto quedaría olvidado.
        

Dos años después sobrevinieron tiempos difíciles, el estado se sumía en una clara bancarrota, y era raro el negocio que se mantenía a flote. Las fortunas de los grandes propietarios de marchaban más allá de nuestras fronteras, una gran conflagración mundial incumbía y aterrorizaba al mundo, y hasta los más optimistas no descartaban una tercera guerra mundial. El pesimismo era la tónica general, todos se preparaban para su defensa, se hicieron expropiaciones, se exigieron donativos, todo recurso era considerado insuficiente ante una situación peligrosa jamás pensada. La labor de todas las administraciones era acumular toda la riqueza que se pudiera encontrar, de cada hombre, de cada palmo del terreno.


Don Antonio era esquizofrénico, pero no era peligroso. Hacía tiempo, desde que le confiscaron casi todos sus bienes, que le pasaba por su cabeza una sola idea que a él, con su particular demencia, le obsesionaba hasta el punto de no pensar en nada más. Fue siempre un hombre considerado normal, hasta que se sembró el temor de la guerra. Y, ahora, un hombre sin familia, solo en el mundo, recurriría a su último anhelo, un último deseo que esperaba ver cumplido antes de que la destrucción fuera total.
         Lo dispuso todo de una manera perfecta. En su maletín metió todo lo que sería preciso, dejando en su casa todo dispuesto para su regreso, con un rico tesoro que había guardado desde siempre y por el que jamás renunciaría.
         Llegó el día previsto, salió ya de madrugada, que era su mayor baza. Al ver el monumento no disimuló su alegría. Se percató de que no existían miradas indiscretas que pudieran entorpecerle y se acercó a él. Se aupó para ver lo que necesitaba. Bajó la vista y abrió su maletín, sacó una llave inglesa y la miró sonriente. Pacientemente fue aflojando las tuercas que sujetaban la urna a la piedra. Una vez terminado, levantó la urna en peso y la introdujo en un macuto extensible que sacó del maletín, guardó la llave y lo cerró. Echó un último vistazo al monumento y se alejó tranquilamente por la oscuridad.
        

El viejo José era uno de los mayores borrachines de la ciudad, tenía muchos amigos que de vez en cuando le proporcionaban el dinero suficiente para la bebida. Pero los tiempos habían cambiado, y ya no había forma de sacar a nadie una peseta. Vagabundeaba buscando algo comestible, en la basura, algún pedazo de pan duro tirado al suelo, no tenía otra cosa por la que preocuparse. Siempre ayudó a todo el mundo y ahora nadie se acordaba de él, incluso muchos adinerados estaban en su misma situación.
         Pero vio algo que le hizo volar la imaginación: en la antigua plaza se encontraba el bolso sobre la piedra sin protección alguna. Años antes oyó hablar de aquel caso, y muchos especularon del valor del objeto, pero nunca imaginó que se lo encontraría así, sin protección. Jamás había robado nada, si no tuvo para comer o para una copa, se contentaba con esperar mejor suerte, él no era de esa condición. Pero esta vez la necesidad era mayor que su voluntad, miró hacia todos lados para comprobar que no había nadie cerca, se acercó un tanto temeroso girando la cabeza a uno y otro lado, tanto que se tropezó de lleno con la piedra. Algo aturdido, alzó la mano y torpemente asió el bolso. Lo atrajo hacia sí, inquieto, miró en su interior: un pequeño monedero que parecía lleno fue lo que primero le atrajo. Miró de nuevo… ¡una billetera! Cogió ambas cosas y se las guardó. Hizo un movimiento como de buscar algo más, pero se paró de repente, pensó que la ambición podía ser su ruina. Observó el bolso y lo depositó de nuevo sobre la piedra. Se alejó corriendo de allí.
        

María José apenas tenía once años. Era una preciosa chiquilla de pelo largo hasta la cadera, de ojos negros profundos. Demostraba una seguridad en el andar impropia de su edad y el tiempo en que vivía. Muy alegre por no tener que ir a las clases y disponer de todo el tiempo libre para jugar con sus amigas; un poco disgustada, porque no podía conseguir ya los dulces que le gustaban, pero se conformaba con un poco de leche en polvo y alguna que otra galleta raída que caía en sus manos inexplicablemente. Había ido, a pesar de lo avanzado de la noche, a la otra punta de la ciudad a dar un recado importante a su tía. Cumplió muy bien su cometido e iba de vuelta a casa, cansada y con un poco de sueño. “¿Por qué no habrán mandado a mi hermano?... ¡el es mayor que yo!”, se preguntaba una y otra vez sin comprenderlo.
         Debido a la carestía, la única luz provenía del reflejo de la luna, y fue ésta la que le hizo ver a un hombre correr en dirección opuesta al de sus pasos. Se paró creyendo oír algo, pero no, lo que fuera había desaparecido ya. Sin  darse cuenta, pasó de largo del monumento unos metros, y quizá no pudo explicarse qué le hizo mirar hacia atrás. Sobre la piedra, ya no vio el cristal que recordaba, y sobre ella el bolso tumbado y abierto. No pudo resistirse a la tentación, se acercó y cogió el bolso de puntillas, ya que no alcanzaba. Miró dentro: una polvera, una barra de labios casi nueva. Recordó que era el santo de su hermana mayor… ¡le regalaría el lápiz de labios!. Además, dentro de unos días sería su cumpleaños y ya le avisaron que no había dinero para regalos… ¡ la polvera sería su regalo!. Pero el bolso… su madre tenía uno muy viejo y gastado. Se quedó indecisa un momento, pensó si estaría mal que se lo llevara, de todos modos, podría devolverlo…  !ya que nadie lo quería para nada!.
Recorrió la vista por la plaza y no distinguió a nadie. Volvió a meter todo en el bolso y se lo colgó del hombro. Se fue dando saltos llena de alegría y con algo de temor… ¡cosas de niños!

2 comentarios:

  1. Cómo complicamos las cosas la mayoría de las veces! Las soluciones sencillas son las mejores!

    Saludos!

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  2. Te aseguro que la parte final no la pensé siquiera, resultó así, yo mismo me sorprendí de cómo acaba todo.

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