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jueves, 25 de octubre de 2012

¿Concordia o rencor con Cataluña? (F. Cambó)


Por mi parte, como andaluz, siento mucho respeto y admiración por el resto de nacionalidades históricas que componen el país y que todas puedan conservar su identidad cultural y lingüística singular, en el marco de un estado común que nos ampare pero con las máximas posibilidades de autonomía en la gestión de los recursos humanos y económicos. Coincido en lo que dice Cambó de un estado único o federal, una suma de pueblos que hoy por sí solos no tendrían posibilidades de subsistir, pero que en el respeto mutuo y la concordia tienen mucho que ganar.

Más aún por Cataluña, que la siento como mi segunda patria, siempre con gratos recuerdos y vivencias. En ningún otro sitio me he sentido tan "como en mi casa", ya no solo en el trato agogedor y amable, en tener familia allí, también por su bella geografía con aspectos similares, bosques de pinos junto al mar, acantilados y playas con magia, verdes valles, clima templado, pueblos pintorescos, altas montañas, idioma propio...

Una de esas "casualidades" que me ocurren, cuando algún asunto me interesa, ha pasado con este libro de Cambó que encontré en la sección de !!!"expurgo" de la biblioteca pública!!!, como si el libro, del que extraigo una serie de párrafos, no tuviera utilidad alguna, precisamente lo contrario al momento presente, cuando toma viva actualidad la amplitud de miras del autor, allá por el remoto 1923, para la concordia y el diálogo en la solución al problema del hecho diferencial catalán como única salida válida, ni asimilismo, ni separatismo, ni rencor.





Ante el doble hecho de una realidad hispana y una realidad catalana caben tres soluciones; dos, claras y definitivas, y una, estéril y transitoria: considerar incompatibles los dos hechos, lanzándolos uno contra otro, con el deliberado propósito de que el más fuerte destruya al que le estorba; considerarlos compatibles y armonizables, buscando una coordinación de la que resulten ambos favorecidos; y finalmente, la solución actual de resquemor constante, que dura tantos años, sin paz definitiva ni guerra declarada. Esta tercera solución, a más del inconveniente de debilitar a todos, resulta estéril, porque fatalmente habrá de terminar en una de las otras dos indicadas.

La primera solución tiene como consecuencia la política asimilista por parte de España y la política separatista por parte de Cataluña; y tan estrechamente enlazadas están ambas, tanto se ayudan una y otra a fuerza de repugnarse, que entre los más desaforados partidarios de la política asimilista y los más extremos defensores de la solución separatista, ha habido siempre una instintiva y naturalísima simpatía. Es evidente que las virulencias de los asmilistas contra las manifestaciones del hecho diferencial catalán, fomentan y estimulan en Cataluña el sentimiento separatista; como es también cierto, por otra parte, que las estridencias separatistas refuerzan la posición de aquellos. De aquí que toda esa exacerbación de esta política provoque una reacción separatista, como toda campaña separatista no detiene, sino que excita y estimula la coriente asimilista.

Si no hubiese causado ningún daño la política asimilista seguida en Cataluña merecería la máxima condenación por su ineficacia. Una política persigue un resultado, lo único que justifica una política es su eficacia. Hoy, después de cuatro siglos, durante lo cuales, además de la acción brutal de las armas y de la acción suave y penetrante de la cultura, ha tenido la coacción todas las modalidades imaginables, el hecho diferencial es más manifiesto que nunca y la adhesión de los catalanes a este hecho es cien veces más intensa y más extensa que en el momento de iniciarse la acción asimilista. En Cataluña los únicos momentos en que la política asimilista estuvo a punto de triunfar, fueron aquellos en que la acción subyugadora de la cultura castellana no fue ayudada por coacciones de Poder, sino por la colaboración de los propios invadidos, más eficaz que las más brutales agresiones del invasor.

En Cataluña, el separatismo es más un sentimiento que una convicción, y es, esencialmente, un sentimiento reflejo. Cuando la acción asimilista se hace más intensa, cuando el encono contra Cataluña se acentúa, cuando en ésta se debilita la esperanza en una solución armónica del pleito catalán, entonces la irritación y la deseperanza engendran en el espíritu de muchos catalanes un sentimiento secesionista; incluso cuando el separatismo ha revestido en  Cataluña apariencias de convicción y de doctrina, ha seguido siendo un sentimiento simplemente cubierto con aquellos ropajes.




Una Cataluña independiente no subsistiría mucho tiempo. Habría de acabar siendo francesa o española. Y entre estas dos eventualidades el interés de Cataluña estaría a favor de una Cataluña española. Pero yo quiero suponer que, por un doble milagro, España y Francia respetasen la independencia de Cataluña, y que ésta, con toda tranquilidad, con libertad completa, pudiese consagrarse a su organización como estado independiente. ¿Habéis pensado en los problemas que se plantean a un país con la organización y administración de su independencia? Se encontraría con que los ferrocarriles están hechos a base de enlazarnos con España; que nuestra economía encuentra su mercado, así de exportación como de importación, dentro de España; que nuestra deficiencia demográfica se cubre con la inmigración del resto de España; que siglos de convivencia han traído consigo, en la división del trabajo, una fuerte especialización de actividades… Todo, hasta el mantenimiento de nuestra independencia, nos aconsejaría seguir una política de acercamiento a España, de unión económica con España y, finalmente, de federación política con España.

La labor de los intelectuales castellanos que quieran colaborar en la solución armónica del problema catalán, en suma, el reconocimiento definitivo de que el hecho diferencial de Cataluña constituye una realidad hispánica, y extirpar del alma castellana el sentimiento asimilista. Yo fío aún en la acción de los hombres superiores, de los espíritus cultos y selectos de la raza castellana, de aquellos en los cuales el patriotismo no nubla la visión de las realidades, y en éstas, la convicción del fracaso absoluto y definitivo de la coacción asimilista.

Pero en el momento en que alborre el nuevo día, los inteletuales catalanes cometerían un gran error e incurrirían en grave falta, si no aportasen su concurso a los intelectuales de otros pueblos de España que trabajen por una solución de efusiva concordia al problema secular de Cataluña.

¿Cuál es, en definitiva, esa solución política? Es el reconocimiento sincero del derecho que tienen los catalanes a conservar su personalidad colectiva, y a regir su vida interior con plenitud de atribuciones y de responsabilidades, de derechos y de obligaciones. Esto puede lograrse dentro de una España unitaria y dentro de una España federal. Puede ser Cataluña una excepción o puede ser pieza de un sistema aplicado a todo el estado español. No hemos de ser los catalanes quienes hagamos la opción: son los no catalanes quienes han de decir la solución que les resulte más grata y fácil.Y en cuanto a la determinación de las facultades que se han de atribuir a los poderes catalanes, puede y debe ofrecer Cataluña margen amplísimo a la transacción.

Las bases esenciales de una concordia son dos: la consagración de la unidad de Cataluña mediante la creación de organismos centrales que engloben, directamente, todo el territorio catalán, y el reconocimiento definitivo de que la lengua catalana es la lengua propia de los catalanes, con derecho a otorgarle las máximas consagraciones y los máximos honores en la vida interior de Cataluña. Aceptadas estas bases, que son la esencia del hecho diferencial catalán, los demás problemas son de fácil solución. La política del “todo o nada”, en el momento en que hubiese en Cataluña ambiente propicio para una concordia, debería ser radicalmente proscrita.


Francesc Cambó: Por la concordia

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