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viernes, 11 de enero de 2013

No se envejece en Sevilla... (Chaves Nogales)


 
En este repaso a los grandes definidores de lo que se ha llamado “El Alma de Sevilla”, no podía faltar la figura insigne y pletórica de Manuel Chaves Nogales, cantor sublime y certero de esa difícil y esquiva idiosincrasia sevillana, que aún latía con todo su vigor en aquel lejano año de 1921, cuando publicó su entrañable libro “La Ciudad”. Desvelaba en él, con una prosa atrayente y llena de colorido, una Sevilla diferente e íntima, alejada de los excesos que un panderetismo oficializado y sin escrúpulos consiguió forjar a base de tópicos decretados, normalmente con fines comerciales.
En fin, nos presenta una Sevilla que ya no existe apenas, pero cuyo perfume late aún en la memoria colectiva de sus habitantes. Aquí unos fragmentos de gran belleza conceptual y lírica.





Si supiéramos de alguna ciudad que tuviese esta sabia armonía, esta exquisita aristocracia, esta plenitud de espíritu de nuestra ciudad, no hubiésemos empezado a escribir… Solo ella es así; a los incrédulos, a los extraviados, a quienes la ignoran, dirigimos la certeza de nuestro amor.

Cuando desde los altos miradores contemplamos una ciudad asentada en tierra llana, nos satisface hallar casi siempre una montaña próxima, a la vez vigía, a la vez amenaza… Sevilla no tiene su montaña, y creemos que no hubiese podido soportarla. Ella es la cumbre de sí misma, la cima ideal, el baluarte supremo. Sus esclavos, aherrojados, nunca la abandonarían; su independencia se pugnará en sus calles; sus castigos los espera de su propia elevación. (¿Hallaríamos en esta divinización la causa remota de sus aislamientos espirituales, de su indiferencia, de sus desfallecimientos en la obra de todos, de tantos vicios y tantos y tantos parásitos de virtudes?).

Desde las azoteas admiramos la ciudad tendida sobre el césped; fácil, segura de sí misma, libre de enojosos guardianes. Solo a lo lejos, después de los jardines y los prados, como la guardia exterior de las mansiones de realeza, hay unas obscuras estribaciones terciarias, humildes vigilantes que evitan la sugestión del campo abierto o todas las rutas, sin sombrear tristemente a la ciudad, apesadumbrándola con sensaciones de dominación.

Miremos. Bajo el cielo más cielo, el blanco violento de la cal andaluza; la arcilla obscura y discreta -¡oh, los rojos tejados de Castilla, como coágulos de sangre!- arrancada a nuestra vega para cubrir las casas sin imperativo de color; de vez en vez, festones de verdura; la piedra alzando a trechos su gris dominador y absolutista; el abrazo de un río; el índice de una torre, hecha de idealidad más bien que de ladrillo; esta torre, en la que están prendidas todas las fantasías, todos los anhelos y las quimeras que engendró, en imaginaciones lejanas y corazones próximos, hasta conseguir que sus atauriques sean vibrantes, estén llenos de una vida total, como si hubiesen sido trazados sobre almas.



Si esta ciudad nos da una sensación inefable, es porque se ofrece toda entera a una sola mirada. Se os entregará con una facilidad mañanera y virginal; con la misma facilidad con que sus mujeres os dan los buenos días. Pero no le pidáis, llevados de esa sugestión, lo que no puede daros; no busquéis una exaltación que solo en las imaginaciones existe; no intentéis descomponer su luz con el prisma de vuestro panderetismo. Ved unas calles llanas, ved unas casas todo blancura, ved unas almas claras.

Para salvar estas indeterminaciones, haced desfilar los siglos sobre ella; evocad las razas que en esta llanura quisieron perpetuarse con sus piedras, con las mismas piedras que fueron propicias a todos los mitos; pensad en los soles que habrán saludado a sus murallas; imaginad que esta arcilla ha sido muchas veces alfarero, y demanda piedad, porque ha tenido alma. Evocad, evocad. En el fondo de las arquitecturas supervivientes, ved las ansias imprecisas de otras arquitecturas acabadas, y cuando llegue a vosotros el alma de la ciudad, gozadla toda entera. En lo que de ella sabéis y en lo que ignoráis.

Sevilla ha sido clasificada como ciudad típica por quienes han visto de ella únicamente la Plaza del Triunfo, el barrio de Santa Cruz y la Macarena, donde la diligencia municipal ha expuesto una Sevilla fácil –facilidad de cortesana acicalada previamente para los negociantes que llegan presurosos- ordenada, llena de arte y de cicerones…. No es censurable este aspecto, y los barrios típicos, son rápidos a la interpretación, fácilmente desnudables. En unas horas el caminante ha podido gozar la ciudad y machar satisfecho.

Hay sin embargo otra ciudad -¡hay tantas ciudades en cada recinto!- para los exégetas meticulosos, para los líricos, siempre insatisfechos, hambrientos, de un hambre insaciable de ideal… Cada esquina que doblemos, es una nueva ciudad; si no fuera una generalización en exceso deficiente, hablaríamos de España en Sevilla; no de la España actual, sino de una España redimida del tiempo, en la que los siglos se detienen o se precipitan. Cada ladrillo, cada hierro de forja, cada sillar, tiene una vida propia, una significación independiente, y, a veces, adversaria de la significación que la disciplina ciudadana le otorga, hasta humanizarse, dotarse de vida propia.



Hay ciudades eternas, inmutables; son esas ciudades en las que suenan del mismo modo, desde hace muchos siglos, unas mismas campanas; ciudades en las que hizo presa una catedral o un castillo; ciudades sobre las que se alza una montaña o se precipita al mar. En ellas se achican las almas, que se mudan en cicateras y débiles, y la vida se acorta. Pronto el espíritu se hace viejo y achacoso, y hay siempre un invencible agobio de eternidad, que arrastra a las almas penosamente, envaradas por una prematura vejez.

No se envejece en Sevilla… El sevillano da la impresión de un hombre eterno; razones, atávicas, misteriosamente atávicas, determinan su plenitud, aún en la mayor ignorancia; un absoluto olvido de sí mismo, promueve la sensación de perpetuidad, y las generaciones se suceden rápidamente, sin dejar jalones diferenciados de su paso, sin juventudes, sin plenitud, sin vejez. No tenemos ancianos; son los nuestros, unos viejecitos pintorescos, a lo sumo, faltos de espíritu sereno, nunca ecuánimes, llenos de vejez, pero jamás de ancianidad.
Nadie aprende a morir, porque nadie ha envejecido. La existencia es un encantamiento que se rompe brutalmente en la hora definitiva. En nuestra ciudad, la muerte es siempre un asesinato.

A la belleza, a la armonía, ha sido siempre la suprema aspiración de nuestro pueblo; pero por el camino del dolor, en el dolor mismo, y no por el dolor –romanticismo- ni a pesar de él –clasicismo-. Hay, sin embargo, una insatisfecha aspiración hacia el clasicismo, hacia la perfecta belleza, aunque sin abdicar jamás de aquella pasión por lo sobrehumano y sublime.

Conviviendo con nuestro pueblo bajo; siguiendo atentamente sus luchas, con las pasiones que le son innatas; viéndole caminar, misteriosamente orientado, hacia una belleza que desconoce, es como confirmamos la  existencia de esta doble tendencia, la realidad de estas inquietudes espirituales, que son la razón de nuestra perenne vitalidad anímica.


Manuel Chaves Nogales - La Ciudad 

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