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viernes, 20 de diciembre de 2013

Es preciso que el hombre se haga él mismo obra de Dios (Eloi Leclerc)

“Francisco me abrió el alma a la sintonía profunda de las cosas y a la armonía de todo lo que vive. En un universo desencantado, él ha sido para mí el encantador. Me ha mostrado el camino de una humanidad verdadera...” “Estaba condenado a escribir caóticos recuerdos infernales. Pero he aquí que el encuentro con el Pobre de Asís hizo brillar en mi camino una claridad divina. Y mi "amarga amargura" se trocó, más allá del horror, en un dulcísimo canto”




(Dedicado con cariño a las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones de Madre Carmen; su labor con los ancianos es digna de elogio y admiración. Diariamente se hacen "obra de Dios")


La palabra más terrible que haya sido pronunciada contra nuestro tiempo es quizá ésta: “Hemos perdido la ingenuidad.” Decir eso no es condenar necesariamente el progreso de las ciencias y de las técnicas de que está tan orgulloso nuestro mundo. El progreso es en sí admirable. Pero es reconocer que este progreso no se ha realizado sin una pérdida considerable en el plano humano. El hombre, enorgullecido de su ciencia y de sus técnicas, ha perdido algo de su simplicidad.

Los impulsos de la fe, como las fidelidades humanas, se apoyan sobre adhesiones vitales e instintivas particularmente fuertes. Y no estaban de ningún modo sacudidas o enervadas. El hombre participaba del mundo, ingenuamente.
Al perder esta “ingenuidad”, el hombre ha perdido también el secreto de la felicidad. Toda su ciencia y todas sus técnicas le dejan inquieto y solo. Solo ante la muerte. Solo ante sus infidelidades y las de los otros, en medio del gran rebaño humano. Solo en los encuentros con sus demonios, que no le han desertado. En algunas horas de lucidez el hombre comprende que nada, absolutamente nada, podrá darle una alegre y profunda confianza en la vida, a menos que recurra a una fuente que sea al mismo tiempo una vuelta al espíritu de infancia.

Hay un tiempo para todos los seres. Pero ese tiempo no es el mismo para todos. El tiempo de las cosas no es el de los animales. Y el de los animales no es el de los hombres. Y, sobre todo y diferente a todo, está el tiempo de Dios que encierra todos los otros y les sobrepasa. El corazón de Dios no late al mismo ritmo que el nuestro. Tiene su movimiento propio. El de su eterna misericordia, que se extiende de edad en edad y no envejece nunca. No es muy difícil entrar en este tiempo divino. Y, sin embargo, solamente en él podemos encontrar la paz. ¿Quién se atrevería a pretender que vive en el tiempo de Dios? Sería preciso para eso tener el corazón mismo de Dios.
Aprender a vivir en el tiempo de Dios; ahí está seguramente el secreto de la Sabiduría.



La tierra con su vida secreta no se había separado de este tiempo, lo mismo que las estrellas del cielo. Las grandes árboles en el bosque dilataban sus ramas al soplo de Dios, igual que en los primeros días de la creación. Con el mismo temblor. Solo, el hombre había salido de ese tiempo del principio. Había querido trazar su camino y vivir en su propio tiempo. Y desde entonces no conocía descanso, sino la solamente el cansancio, la turbación y la precipitación hacia la muerte.

Un hombre a quien invade la turbación deja ver que la fuente de inspiración de sus actos no es pura, está mezclada. Mientras que un hombre tiene todo lo que desea, no puede saber si es verdaderamente el espíritu de Dios el que le conduce. Es tan fácil elevar sus vicios a la altura de virtudes, y buscarse a sí mismo bajo apariencia de fines nobles y desinteresados. Y eso con la mayor inconsciencia. Pero cuando llega la ocasión en que el hombre que así se miente a sí mismo se ve contradicho y contrariado, entonces cae la máscara. Se turba y se irrita. Detrás del hombre “espiritual”, que no era más que un personaje prestado, aparece el hombre “carnal”. Vivo, con todas sus uñas, defendiéndose. Esa turbación y esa agresividad revelan que el hombre es llevado por otros fondos que los del espíritu.

Dios coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser, gozarse totalmente de lo que Él es. Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu de Dios no deja de derramar en nuestros corazones, y es eso tener un corazón puro. Pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y poniéndose en tensión.

Es preciso simplemente no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aun esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar el ser pobre; renunciar a todo lo que pesa, aun el peso de nuestras faltas; no ver más que la gloria de Dios y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya el mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y puro querer a Dios. Dios es como el sol. Se le vea o no se le vea, que aparezca o se oculte, Él brilla. ¡Vaya usted a impedir al sol que brille! Pues menos se puede todavía impedir a Dios que derrame su misericordia. Hay en eso algo de maravilloso y también de temible. Depende de cada uno de nosotros, por nuestra parte, que los hombres sientan o no la misericordia de Dios. Por eso la bondad es una cosa tan grande.



El hombre no es grande hasta que se eleva por encima de su obra para no ver más que a Dios. Solamente entonces alcanza toda su talla. Pero esto es muy difícil. Ese renunciamiento está por encima de las fuerzas humanas. Solo el entusiasmo es creador; pero crear algo es también marcarlo con su sello, hacerlo suyo inevitablemente. Esta obra que ha hecho, en la medida en que él se apega, se hace para él el centro del mundo; le pone en un estado de indisponibilidad radical. Será preciso romperse para arrancarle de ella. Esta crisis inevitable se presenta más pronto o más tarde en todos los estados de vida. El hombre se ha consagrado a fondo a su obra y ha creído darle gloria a Dios por su generosidad, y he aquí que, de repente, Dios parece abandonarle a sí mismo, parece pedirle que renuncie a su obra. El hombre no es salvado por sus obras, por muy buenas que sean. Es preciso que se haga él mismo obra de Dios. Debe hacerse más maleable y más humilde en las manos de su Creador que la arcilla en manos del alfarero. Solamente a partir de este estado de abandono el hombre puede abrir a Dios un crédito ilimitado. Se hace niño y juega el juego divino de la creación. Más allá del dolor y del gozo, llega al conocimiento de la alegría y el poder. Puede mirar con un corazón igual al sol y a la muerte. Con la misma gravedad y con la misma alegría.

El hombre no sabe verdaderamente más que lo que experimenta.
El hombre que sigue su idea permanece cerrado en sí mismo. No comunica verdaderamente con los otros seres. No llega a conocer nunca el universo. Le falta el silencio, la profundidad y la paz. La profundidad de un hombre está en su poder de acogimiento. La mayor parte de los hombres permanecen aislados en sí mismos, a pesar de todas las apariencias. Se agitan desesperadamente en el interior de sus límites. A fin de cuentas, se encuentran como al principio. Creen haber cambiado algo, pero mueren sin haber visto ni siquiera la luz. No se han despertado nunca a la realidad. Han vivido en sueños.

Basta que Dios sea Dios. Solo el hombre que acepta a Dios de esta manera es capaz de aceptarse verdaderamente a sí mismo. Se hace libre de todo querer particular. Ninguna otra cosa viene a turbar en él el juego divino de la creación. Su querer se ha simplificado y al mismo tiempo se hace vasto y hondo como el mundo. Ya nada le separa del acto creador. Ve claro en el interior del mundo. Descubre esa soberana bondad que está en el origen de todos los seres. Participa él mismo en la gran forma de la bondad.

Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos de Dios, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos.


Eloi Leclerc – Sabiduría de un pobre

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