Ningún
hombre tendría inclinación por la cultura si supiera lo increíblemente pequeño
que es el número de las personas que poseen una auténtica cultura. A pesar de
ello, no será posible ni siquiera ese número de personas verdaderamente cultas
si no se dedica a la cultura una gran masa, decidida a ello por un engaño
seductor y, en el fondo, impulsada a ello contra su propia naturaleza. En consecuencia,
no hay que revelar nada públicamente con respecto a esa desproporción ridícula
entre el número de personas verdaderamente cultas y el enorme aparato de la
cultura. El verdadero secreto de la cultura es el hecho de que innumerables
hombres aspiran y trabajan con vistas a ella, aparentemente para sí, pero en
realidad solo para hacerla posible a algunos pocos individuos.
Se democratizan los derechos del genio, para
eludir el trabajo cultural propio y la miseria cultural propia. Cuando es
posible, todos prefieren sentarse a la sombra del árbol que ha plantado el
genio. Quisieran substraerse a la dura necesidad de trabajar para el genio, con
el fin de hacer posible su aparición.
En
el momento actual, nuestras escuelas están dominadas por dos corrientes
aparentemente contrarias, pero de acción igualmente destructiva, y cuyos
resultados confluyen; en definitiva: por un lado, la tendencia a ampliar y a
difundir lo más posible la cultura y, por otro lado, la tendencia a restringir
y a debilitar la misma cultura.
La primera tendencia exige que la cultura
debe extenderse al círculo más amplio posible. En cambio, la segunda exige a la
propia cultura que abandone sus pretensiones más altas, más nobles y más
sublimes, y se ponga al servicio de otra forma de vida cualquiera, por ejemplo,
del estado (o de la religión). La exhortación a extender y difundir lo más
posible la cultura va contenida en los dogmas preferidos de la economía política.
Conocimiento y cultura en la mayor cantidad posible –producción y necesidades
en la mayor cantidad posible–, felicidad en la mayor cantidad posible: ésa es
la fórmula poco más o menos. En este caso, tenemos que el objetivo último de la
cultura es la utilidad o, más concretamente, la ganancia, un beneficio en
dinero que sea el mayor posible.
Tomando como base esta tendencia, habría que
definir la cultura como la habilidad con que se mantiene uno “a la altura de nuestro
tiempo”, con que se conocen los caminos que permitan enriquecerse del modo más
fácil, con que se dominan todos los medios útiles al comercio entre hombres y
pueblos. Por eso, el auténtico problema de la cultura consistiría en educar a
cuantos más hombres “corrientes” posibles, en el sentido que se llama “corriente”
a una moneda. Cuanto más numerosos sean dichos hombres corrientes, tanto más
feliz será un pueblo. Y el fin de las escuelas modernas deberá ser precisamente
ése: hacer progresar a cada individuo en la medida en que su naturaleza le
permite llegar a ser “corriente”; desarrollar a todos los individuos de tal
modo que, a partir de su cantidad de
conocimiento y de saber obtengan la cantidad posible de felicidad y de
ganancia.
Todo
el mundo deberá saber cuánto puede pretender de la vida. La “alianza” entre
inteligencia y posesión se presenta incluso como una exigencia moral. Según esta
perspectiva, está mal vista una cultura que produzca solitarios, que coloque
sus fines más allá del dinero y de la ganancia, que consuma mucho tiempo. A las
tendencias culturales de esa naturaleza se las suele descartar y clasificar
como “egoísmo selecto”, “epicureísmo inmoral de la cultura”. A partir de la
moral aquí triunfante, se necesita indudablemente algo opuesto, es decir, una
cultura rápida, que capacite a los individuos deprisa para ganar dinero. le
concede cultura al hombre en la medida en que interesa la ganancia. En resumen,
la humanidad tiene necesariamente un derecho a la felicidad terrenal: para eso
es necesaria la cultura, ¡pero solo para eso!.
A
partir de esa perspectiva, surge el enorme peligro de que en un momento
determinado la gran masa salte el escalón intermedio y se arroje directamente
sobre esa felicidad terrenal. Eso es lo que hoy se llama “problema social”. Efectivamente,
podría parecer a esa masa, que la cultura concedida a la mayor parte de los
hombres solo es un medio para la felicidad terrenal de unos pocos: la “cultura
cuanto más universal posible” debilita la cultura hasta tal punto que se llega
a no poder conceder ningún privilegio ni garantiza ningún respeto. La cultura
común a todos es precisamente la barbarie.
Para
esa extensión y difusión de la cultura existen otros motivos. A veces ocurre
que un estado, con el fin de asegurar su existencia, procura extender lo más
posible la cultura, ya que sabe que todavía es lo bastante fuerte para poder
someter bajo su yugo incluso a la cultura desencadenada del modo más violento. Por
consiguiente, cuando el grito de guerra de la masa exige la cultura más amplia
posible para el pueblo, hay que distinguir si lo que ha provocado dicho grito
de guerra ha sido una tendencia exagerada a la ganancia y a la posesión, o bien
el estigma dejado por una opresión religiosa anterior, o bien, la clara
conciencia que un Estado tiene de su propio valor.
En
el periodismo confluyen las dos tendencias: en él se dan la mano la extensión
de la cultura y la reducción de la cultura. El periódico se presenta incluso en
lugar de la cultura; en él culmina la auténtica corriente cultural de nuestra época,
del mismo modo que el periodista ha llegado a substituir al gran genio, el guía
para todas las épocas, el que libera del presente.
¿Qué esperanzas podría abrigar en una lucha contra el
desbarajuste –que se da por doquier– de todas las auténticas aspiraciones, con qué
coraje podía presentarme, como profesor aislado, aun sabiendo que, apenas se
arrojara una simiente de cultura auténtica, pasaría por encima de ella
inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura?. Piense en lo inútil
que debe resultar hoy el trabajo más asiduo de un profesor, que por ejemplo
desee conducir a un escolar hasta el mundo griego –difícil de alcanzar e
infinitamente lejano– por considerarlo como la auténtica patria de la cultura: todo
eso será verdaderamente inútil, cuando el mismo escolar una hora después coja un
periódico o una novela de moda, o uno de esos libros cultos cuyo estilo lleva
ya en sí el desagradable blasón de la barbarie cultural actual.
¿Cuánto
tiempo crees que durará todavía, en la escuela de nuestra época, semejante
actitud cultural, tan difícil de soportar? En el fondo existe un acuerdo tácito
entre los hombres de esta época que están más generosamente dotados, y que sienten
con mayor vehemencia. Cada uno de ellos sabe lo que ha debido soportar por la
situación cultural de la escuela, y cada uno de ellos quisiera liberar por lo
menos a su descendencia de semejante opresión, aun a costa de sacrificarse
personalmente. La triste causa de que, a pesar de todo, no consiga manifestarse
por ningún lado una honradez completa es la pobreza espiritual de los
profesores de nuestra época: precisamente en ese campo faltan los talentos
realmente inventivos, faltan los hombres verdaderamente prácticos, o sea, los
que tienen ideas buenas y nuevas, y saben que la auténtica genialidad y la
auténtica praxis deben encontrarse necesariamente en el mismo individuo.
En
cambio, los prácticos prosaicos carecen de ideas precisamente, y, por eso,
carecen también de una praxis auténtica. Basta con entrar en contacto con la
literatura pedagógica de nuestra época: hay que estar muy corrompido para no
asustarse –cuando se estudia ese tema ante la suprema pobreza espiritual–. Pero
eso ya no podrá durar mucho tiempo: tendrá que llegar por fin el hombre honrado
que tenga esas ideas buenas y nuevas, y que para realizarlas se atreva a romper
con la situación actual.
Friedrich
Nietzsche – Sobre el porvenir de la educación
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