El Evangelio del autor de
Marcos es un género literario de carácter histórico-teológico
que pretende relatar como auténticos los hechos y las doctrinas de un personaje
que se postula como histórico e históricamente cognoscible, Jesús de Nazaret.
No se propone simplemente dar a conocer,
sino solo dar a conocer ciertas cosas de
cierta manera, administrando para este fin un acervo testimonial en estado
todavía fluido formativo, pero que ya se altera
deliberadamente en virtud de un trabajo de selección, adición, interpolación y
redacción orientado en función de una
interpretación teológica del ministerio y del magisterio del protagonista
principal de esa historia.
Es lo que se denomina un
escrito de tesis, en el que la
preocupación básica del redactor consiste en servir del modo más eficaz al modelo histórico-teológico que su fe
y la de su iglesia le imponen. Se trata de enseñar
o inculcar una tesis teológica que se profesa como verdad revelada y nos
ofrece, inconscientemente y a la vez, un doble y contrapuesto kerygma (anuncio, proclamación): la
proclamación mesiánico-escatológica (fin de los tiempos) del propio Jesús en
cuanto heraldo de la inminencia del Reino de Dios, y la proclamación por la ekklesia del Cristo celeste según la interpretación soteriológica (de salvación)
del mesías como mediador humillado y expiatorio.
El arduo y al mismo tiempo
ingenuo juego de los dos discursos kerigmáticos del autor de Marcos, evidencia
el salto teológico del relato, desde el
Jesús de la historia al Cristo de la fe. El deseo de apuntalar
históricamente el nuevo mensaje soteriológico obliga a Marcos a usar
masivamente –aunque lo haga de modo fragmentario, intermitente y frecuentemente
elusivo– la tradición oral más antigua, aún subsistente, sobre las palabras,
las actitudes y los actos del mismo Nazareno. De este material, se infiere que
Jesús fue un mesianista que asumió
rasgos esenciales de la tradición popular davídica, de la escatología profética
y de la propaganda apocalíptica, fundiéndolos en un mensaje mesiánico que
anuncia la inminencia del juicio y la
instauración del Reino de Dios sobre una tierra
transformada por una especie de palingenesia. Una predicación en la cual lo religioso y lo político se presentan
como indisociables, y que pone todo
el énfasis en un arrepentimiento inaplazable, en una íntima reconversión
espiritual como requisito para acceder al reino mesiánico, que vendría con la intervención sobrenatural de Dios.
¿Profeta, intermediario,
Mesías? El concepto de mesianidad que
probablemente gravitaba en la conciencia del Nazareno, correspondía al
tradicional de su pueblo, pese al deliberado propósito de los sinópticos
(Marcos, Mateo y Lucas) de evitar declaraciones explícitas identificándose con
el Mesías de carácter davídico. Aunque el martirio inesperado de Jesús, que concluye en su crucifixión, debería haber
descalificado su probable pretensión de mesianidad, emergió pronto la creencia
en su resurrección, que requirió un
lento proceso de elaboración dogmática insólita, dirigida a legitimar el
fracaso mesiánico y transformarlo en insospechado cumplimiento del plan
providencial de Yahvé en su fidelidad a las promesas
de hegemonía y liberación de su pueblo fiel.
Este verdadero esfuerzo
exegético (interpretativo) solo fue viable mediante una fe ciega, mediante una interpretación tipológica y alegórica exuberante y reiterativa. El primer acto del
drama mesiánico se había realizado ya conforme
a las escrituras. Su consumación final tendría lugar en la inminente parusía (segunda venida) de Cristo en
poder y gloria. En el relato de Marcos, los restos de la tradición oral están
dramáticamente mediatizados y ahormados por su intención dogmática. Cabe hablar
de una hazaña redaccional de Marcos,
pese a sus torpezas, a sus inconsecuencias, a su candidez inadvertida. Marcos
no habla de la proclama de Jesús, sino de la proclama de la Iglesia respecto de Jesús; es decir, no
reconstruye el ministerio y el magisterio del Nazareno en su verdadera
naturaleza histórica, sino en el contexto de un modelo teológico preconcebido y diferente, elaborado a partir de la
fe pospascual de la Iglesia.
En esta proclamación
gravitan dos factores de orden
teológico: el manifiesto propósito de probar
que Jesús previó y anunció a sus discípulos
su martirio como función expiatoria, constituyendo este rasgo de
originalidad de su insólita conciencia
mesiánica, y el deliberado deseo de sobrenaturalizar
la personalidad del Nazareno iniciando, aún tímidamente, el proceso de su
paulatina deificación posterior. Esta
resolución de carácter dogmático es la matriz de las contradicciones e incongruencias de los evangelios sinópticos. Cada
uno diseña su propio camino para consolidar este modelo apologético (defensor de
la fe), espigando en las tradiciones orales, enmendándolas, amplificándolas o
recortándolas, según las necesidades de sus parámetros teológicos.
El Evangelio de Marcos no
solo no se trata de un relato autobiográfico, pero ni siquiera de una narración de la historia de un personaje.
Todo se construye kerigmáticamente desde la
fe en la Resurrección. Es decir, ni siquiera a partir de un hecho
relevante, sino desde la fe en un
supuesto hecho en rigor inverificable aún dentro de la tradición tal como
llegó a nosotros. La clave de los dogmas cristianos consiste en afirmar algo y, a la vez, su contrario.
Esta ambigüedad los ha dotado de una capacidad incomparable para adaptarse a
todas las coyunturas históricas y explotarlas en beneficio de su dominación en
toda la medida de lo posible. Todo el lenguaje en parábolas corresponde al
abstruso misterio de una mesianidad
expiatoria y frustrada en apariencia. Con todas las probables vacilaciones de
un drama psicológico íntimo, el Nazareno se movió en torno a las
representaciones mentales de un Mesías religioso-político tradicional.
La cosmovisión de Marcos
está indudablemente influida por la tradición profética y apocalíptica, pero en
particular por la angeología y demonología del judaísmo tardío, con sus
corrientes orientalizantes y el sincretismo helenístico. En el relato, Jesús se
pasa la vida profetizando. Cuando acierta, siempre lo hace ex–eventu (pasión muerte, exaltación). Cuando no sucede así, sus
declaraciones resultan abiertamente fallidas (juicio final, instauración
inminente del Reino, aplastamiento de los enemigos de Dios). Estas tajantes
promesas se mantienen aún en Mateo y Lucas, cuando su incumplimiento era
patente por razones cronológicas. ¡Lo que significa la inercia de la fe heredada!
Aunque los sinópticos se
propusieron reducir las relaciones de Jesús con el Bautista al episodio del
bautismo, la historia debió ser otra.
(Si al principio) no se registra sino confluencia y coincidencia en la
actividad heráldica de ambos, y hay probablemente solapamiento y mezcla entre
algunos de sus seguidores, (posteriormente) ponen en relación el inicio del
ministerio del Nazareno con la prisión de Juan. Pese a que el contenido del
mensaje de Jesús repetía el kerigma del Bautista, surge un momento en el que
ambos se separan. El hecho de que éste último haya continuado su prédica, y
generando un movimiento mesiánico que le sobrevivió, prueba que hubo un abierto
rechazo de la medianidad de Jesús y la de su Iglesia. Por ello, debemos admitir
el hecho de que la tradición cristiana fue la primera que transformó a Juan, el
profeta del juez que viene para juzgar al mundo, en el testigo de Jesús como
Mesías. Alquimia teológica.
(...una vez ejecutado Juan y
refiriéndose a Jesús) Se dice en Mc 6, 14: “Ése es Juan el Bautista, que ha
resucitado de entre los muertos, y por esto obra en él el poder de hacer
milagros”. (Flavio Josefo en sus Antigüedades Judías observa que) “El Bautista,
excitaba a los judíos a practicar la virtud, a ser justos unos con otros, y a
ser piadosos con Dios; los invitaba a unirse
en el Bautismo y suscitaba la congregación
de los gentiles, que se exaltaban mucho al oírle hablar”. El Bautista difundía más que unas reglas de conducta moral:
postulaba un movimiento de signo
mesiánico que apuntaba a la instauración de un Reino de Dios que impondría la
justicia en el sentido de la tradición profética, es decir, la liberación de
los oprimidos (características todas ellas y otras que no se citan con las que
revistieron posteriormente a Jesús).
La explicación dogmática
de un Jesús que decide de antemano
morir en cumplimiento de las Escrituras para expiar mediante su sangre
derramada los pecados de la humanidad, y redimirla, es una construcción incoherente e inverosímil. En este
itinerario, la nueva religión pasó desde la idea de un hombre mortal, que se
creyó Mesías, a la de un ser divino que fue enviado como Mesías en forma humana
para rescatar a la humanidad de una culpa hereditaria por la “ofensa” hecha a
Dios por la primera pareja en el paraíso.
Gonzalo Puente Ojea – El Evangelio de Marcos. Forma y Función. El verdadero mensaje de Jesús