La poesía unida a
la realidad es la historia. Pero, no es preciso decirlo así, no debiera serlo
porque la realidad es poesía al mismo tiempo y al mismo tiempo, historia.
El pensamiento, el riguroso pensamiento filosófico tradicional separó a
ambas y casi las anuló reservándose para sí la realidad íntegra, para
sustituirla en seguida por otra realidad, segura, ideal, estable y hecha a
la medida del intelecto humano.
El hombre, todo hombre, ha
sido racionalista con un racionalismo esencial, de base, de fundamento,
que podía, inclusive, escindirse en teorías o «ismos» de enunciación
opuesta. Mas, esta oposición no alteraba la medida, la proporción de
verdad, seguridad y liberación que habían hecho de la confusa realidad
virginal, de las oscuras y terribles pasiones, un mundo habitable, un orbe
donde el hombre instalado ya casi naturalmente, se sentía con potencia para
edificar y con humildad para contemplar lo edificado, con violencia para desprenderse
de mucho y con amor para adherirse profundamente a algo.
Hoy este mundo se
desploma. Nos ha tocado a nosotros, los vivientes de hoy, pero todavía más
a los que atravesamos la difícil edad que pasa de la juventud y no alcanza
la madurez, soportar este derrumbamiento; y digo «soportar» porque es el
mínimo exigible y no me atrevo a expresar afirmativamente lo que late en
el fondo de cada uno de nosotros. Porque no me atrevo a aceptar, sin más,
el mandato, cuya voz de tantas maneras evitamos el oír: la voz que nos
llama más allá del mero soportar este derrumbamiento para participar en la
creación de lo que le siga. Porque algo forzosamente le ha de seguir.
Vemos un horizonte
histórico cuando ya no estamos propiamente bajo su curva, cuando ya se ha
congelado en algo escultórico, fundido en el hielo inmortal de toda muerte
(allí donde acaban todas las confusiones, todas las disputas). Pero hay un
instante peligroso y difícil en que podemos percibir el horizonte en
unidad que nos deja y del que no acabamos de desprendernos por superstición
e inercia, también por desamparo. Es el tiempo del desamparo, del
triste desamparo humano de quien no siente su cabeza cubierta por un
firmamento organizador. Tan sólo cúpulas, las falsas, mentirosas, cúpulas
de la impostura.
¿Qué es lo que se va?
De este horizonte de veinticuatro siglos de razón. ¿Qué es lo que nos deja
o nos ha dejado ya? Muchas cosas; y lo que nos importa no
son tanto las cosas de la cultura como la cultura misma; el horizonte y el suelo que la hizo posible. Y este horizonte fue el racionalismo.
Triunfó conquistándose la
realidad indefinida definiéndola como ser; ser que es unidad, identidad consigo mismo, inmutabilidad residente
más allá de las apariencias contradictorias del mundo sensible del movimiento; ser captable únicamente por una mirada intelectual que es «idea». Ser ideal, verdadero, en contraposición
a la fluyente, movediza, confusa y dispersa heterogeneidad que es
el encuentro primero de toda vida.
Fácilmente se comprende que todo ello
significa una condena de la poesía. Y mientras tanto, de otro lado el
poeta seguía su vía de desgarramiento, crucificado en las apariencias, en las adoradas apariencias, de las que no sabe ni quiere desprenderse, apegado a su
mundo sensible: al tiempo, al cambio y a las cosas que más cambian, cual
son los sentimientos y pasiones humanas, a lo irracional sin medida,
íbamos a decir sin remedio, porque esto es sin remedio ni curación
posible.
La Filosofía fue
además curación, consuelo y remedio de la melancolía inmensa del vivir
entre fantasmas, sombras y espejismos. Pero la poesía no quiso curarse, no
aceptó remedio ni consuelo ante la melancolía irremediable del tiempo, ante
la tragedia del amor inalcanzado, ante la muerte. Más leal tal vez en
esto que la filosofía, no quiso aceptar consuelo alguno y escarbó, escarbó
en el misterio. Su única cura estaba en la contemplación de la propia
herida y, tal vez, en herirse más y más.
Aun otra cosa, muy decisiva: el pensamiento filosófico se presentó a sí mismo como desinteresado. Y mientras, el poeta vagaba entregado a la confusión de sus ensueños, ajeno en su poesía al establecimiento y afirmación del poder; tomaba el mundo tal y como se lo encontraba, sin pretender ejercer sobre él reforma alguna, porque su atención iba hacia lo que no puede reformarse, y porque sobre el fracaso que implica toda vida humana, reacciona aceptándolo, y más: hundiéndose en él.
Aun otra cosa, muy decisiva: el pensamiento filosófico se presentó a sí mismo como desinteresado. Y mientras, el poeta vagaba entregado a la confusión de sus ensueños, ajeno en su poesía al establecimiento y afirmación del poder; tomaba el mundo tal y como se lo encontraba, sin pretender ejercer sobre él reforma alguna, porque su atención iba hacia lo que no puede reformarse, y porque sobre el fracaso que implica toda vida humana, reacciona aceptándolo, y más: hundiéndose en él.
Y con esto, hemos tocado
el punto más íntimo y delicado de la divergencia -que muchas
veces ha sido enemistad- entre filosofía y pensamiento, entendiendo por filosofía esta del racionalismo
tradicional: la diferencia frente al hecho del humano fracaso. Porque,
toda vida humana es en su fondo una vida que se encuentra ante el fracaso,
sin que el reconocer esto lleve por el momento ninguna calificación de
pesimismo, pues quizá sea la previa condición para no llegar a él.
Pertenece a la contextura esencial de la vida el serse insuficiente, el
verse incompleta, el estar siempre en déficit. De no ser así, nada se
haría ni se hubiera hecho. Y hay muchas maneras de salvar este fracaso;
hay la manera apresurada e ingenua que pretende llenar de «cosas», de
éxitos, este vacío, como el que quiere cubrir un abismo y el abismo se
traga todo lo que se echa en él y siempre sigue ahí con su boca abierta,
ávido y siempre necesitado de más.
Ante este fracaso
originario, la poesía no toma conscientemente posición
alguna, no se hace problema y aquí está la divergencia porque la filosofía
es problema ante todo. Para la poesía nada es problemático sino misterioso. La poesía no se pregunta ni toma determinaciones,
sino que se abraza al fracaso, se hunde en él y hasta se identifica con
él. No pretende resolverlo, porque no le interesa actuar; su único actuar
es su decir y su decir es una momentánea liberación en que el grado de
libertad es el mínimo, pues vuelve a caer en aquello de que se ha
liberado. Poesía es siempre retorno; subir para caer de nuevo; por
esto hay quien ha visto solamente el instante en que cae y la identifica
con la caída, porque no ve ni su vuelo ni su morosa reiteración que es
causa de su eterno retorno. Retorno que nos dice que la realidad para el poeta
es inagotable, como para todo amante.
Pero, quedaba otra cosa,
un saber acerca de lo temporal denominado historia, saber de lo temporal, del acontecimiento contingente que
esclaviza, del dato cierto del que no cabe liberación; saber de este mundo
sin trasmundo posible, ni vuelo. Oscilante entre el saber y la ignorancia,
entre el poder y el desinterés, llena de consideraciones concretas y
rebasando lo concreto a cada paso. Mientras ha durado el amplio
racionalismo de que hablamos, la historia no ha alcanzado categoría de saber con plenitud. «Semiciencia» y «semiarte», razonable
y sin ser plenamente racional. No se había hecho sino asimilar
imperialmente la historia. La razón había subido a su más alto punto y con
ello había llegado justamente a su límite, a su dintel. Más allá no podría proseguir.
Lo que queda claro es que adentrándose en el
ámbito de la razón, la historia subió de rango, se relacionó íntimamente con
el saber esencial; mas no se encontró consigo misma. Ha sido necesario que
a la razón la sustituya la vida, que aparezca la comprensión de la vida,
para que la historia tenga independencia y rango, tenga plenitud. La vida
misma del hombre es historia, toda vida está en la historia por lo pronto,
sin que sepamos si ha de salir de ella. Antes se creía que sólo algunas
vidas alcanzaban lo histórico; hoy sabemos que toda vida es, por lo
pronto, histórica. La irracionalidad profunda de la vida que es su temporalidad
y su individualidad, el que la vida se dé en personas
singulares, inconfundibles e incanjeables, es el punto de partida
dramático de la actual filosofía que ha renunciado así, humildemente, a su
imperialismo racionalista.
María Zambrano – La Crisis del racionalismo europeo
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