Páginas

domingo, 23 de agosto de 2015

Salvación mediante mutación provocada (Paul Misraki)


La ley natural, instaurada sobre la Tierra con la aparición del hombre, es una ley dura. Toda evolución se halla ligada a ella por una lucha sin contemplaciones. Toda vida se alimenta a expensas de otras vidas. El más fuerte o el más hábil, devora al más débil, o el menos astuto. El equilibrio de la economía terrestre encuentra unas bases paradójicas en la fertilidad de la podredumbre.
   Y no obstante, incluso comprobando a nuestro alrededor un orden semejante de cosas, jamás hemos llegado a resignarnos a ello. La idea de que la Tierra no es sino un gigantesco matadero choca frecuentemente con nuestra sensibilidad y preferimos no pensar en ello. Por lo demás, la crueldad de la vida nos deja con frecuencia amargados y rencorosos. Los males que nos asaltan no son considerados por nosotros como una servidumbre fatal, sino como una injusticia.




El animal acepta su suerte y perpetúa de generación en generación los mismos gestos, leyes inherentes a unas condiciones ontológicas, obedecidas sin vanas tentativas de huir de ellas. El hombre, en esto, es del todo diferente. Prisionero de un sistema que juzga inaceptable, pone todos sus recursos en movimiento para desprenderse de él. De este modo, todo gesto que tienda a modificar, dominar, vencer esta Naturaleza tiránica contra la cual nos hallamos en abierta rebeldía, constituye una actividad específica del hombre. El hombre es, ante todo, un rebelde.
   ¿Por qué? Sin duda porque, efectivamente, no nos hallamos en nuestro lugar y porque, en lo más hondo de nuestra alma, lo sabemos. Somos, según la expresión bíblica, unos “extranjeros”, unos “viajeros sobre la Tierra”. Tal vez deberíamos, como afirman las tradiciones, inaugurar sobre nuestro planeta un nuevo orden de cosas. No aptos para el sufrimiento, teníamos el encargo de cultivar nuestro jardín, es decir, administrar nuestro dominio siguiendo nuestras preferencias y nuestros gustos.

Camino de convertirnos en unos soberanos, hemos dejado escapar aquella primacía, después del mal uso que nuestros antepasados hicieron de su libre albedrío –tal vez también bajo la influencia de quienes tenían interés en despojarnos de nuestros privilegios, con el fin de eliminar una eventual competencia-. La famosa “revuelta de los ángeles”, de la que nuestros padres decían que abarcó a los cielos, tenía al hombre como objetivo, pues una parte de los extraterrestres se rebelaron ante la perspectiva de llegar un día a tener que hincarse de rodillas ante la descendencia de Adán.
    Caída, la humanidad se encontró sometida a las leyes de la antigua naturaleza, aquellas que reinaban en nuestro globo antes de la era del hombre. Nuestra raza quedó sujeta a la misma, a la enfermedad, a la muerte… ¿Venganza? ¿Castigo? En absoluto; sino simple consecuencia, ineludible, de un remozamiento del reino animal.



Desde entonces, todo sucede como si las fuerzas “luciferianas” poseyeran el completo dominio de nuestro globo, en el que se aplican a perpetuar el reino de la antigua “naturaleza”. ¿No ha sido llamado Lucifer el príncipe del mundo? Si es el príncipe, es decir, el jefe nombrado, si es él –y no como pensamos frecuentemente el “buen” Dios- quien impone sus órdenes sobre este desgraciado planeta, nada de sorprendente tiene que nuestra suerte nos reserve tantas penas al tiempo que algunas “alegrías” acordes con la “naturaleza”. Satán está aquí, en su casa.
    Por el contrario, las potencias a quienes hemos dado en llamar “yávicas” (únicamente por razones de comodidad –entendidas en este caso como benéficas-) están en lucha abierta contra esa forma de naturaleza; parecen, en todo caso, animadas a la preocupación de sustraer a la humanidad a dicha “naturaleza”. Pero es preciso decir que la Tierra no es su dominio; su acción se ejerce desde el exterior, a la manera de comandos, en operaciones discontinuas, limitadas, como si nuestra esfera constituyera para ellos un territorio enemigo, y celosamente defendido, pues la Tierra sigue bajo un régimen de “ocupación”.

Limitadas… ¿pero también por la obligación de no minar la libertad del hombre, puesto que sería una raza “salvada” si esa salvación le era impuesta, únicamente, desde fuera? Libertado a pesar suyo, ¿estaría el hombre verdaderamente “salvado”? de donde la obligación de contar con una resistencia organizada por los propios hombres o, mejor aún, por aquellos de entre los que no aceptan la “naturaleza” tal como es.




Se correrá el peligro de pasar por alto muchos descubrimientos si no se tiene bien presente el hecho de que nuestro mundo recibe sus leyes de un príncipe que no es Dios, sino uno de sus adversarios –mientras que el ejército de los emisarios yávicos intenta “ayudarnos”, forzando para ello un orden establecido.
   Pero se sabe que una de las astucias más perniciosas del diablo consiste en hacernos olvidar incluso su existencia, olvido que alcanza incluso a los espíritus más sinceramente piadosos, y las confusiones que resultan son inimaginables. La táctica del clan “yavista”, que busca nuestra liberación, es notable por su longanimidad, pues la operación salvación” comienza alrededor del 1950 a.C.


La apuesta es la siguiente: desposeer a los luciferianos de su dominio sobre “este mundo”, librar al hombre de las leyes naturales por medio de una mutación provocada.


Paul Misraki – Los Extraterrestres  (Título original: Des signes dans le ciel. Les extraterrestres, 1968)

No hay comentarios:

Publicar un comentario