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jueves, 23 de febrero de 2017

Dar sin esperar a recibir (Salvador Badillo)


Cuando la sociedad está tan dividida, cuando parece que cada uno va a lo suyo resulta que, de repente, la gente deja de ser gente y pasan a ser personas que colaboran, sin pensar en ideologías, banderas ni credos; se unen como una gran masa de amor y compasión y arriesgan sus vidas, todo lo que son y tienen para ayudar, dar consuelo, para demostrar que, a pesar de lo que nos intenten inculcar, el ser humano puede sortear cualquier obstáculo, y convertirse en algo maravilloso y digno de admiración.

El ser humano no está en crisis, solo lo está el poder de algunos seres humanos egoístas. En ocasiones perdemos la fe en la humanidad y en su capacidad de sentir y de ser mejores. A diario, los noticiarios nos proporcionan el lado más ruin y negativo de nuestros congéneres y, en definitiva, de nosotros mismos. Esto es una información sesgada. En el mundo ocurren cosas maravillosas cada día, pero esto no debe ser especialmente interesante para ciertos grupos que se dedican a utilizarnos como esclavos de un sistema que a ellos les conviene. Necesitan muchas manos que trabajen y que se preocupen por sostener un sistema económico y social que les beneficia a ellos, pero en el que la mayoría somos perjudicados. Hemos pasado de la esclavitud física a la mental y espiritual por arte de magia.

Mi fe, que podría ser tan irracional o sólida como casi cualquier otra, es la de que la humanidad está compuesta de seres que en muchas ocasiones se juzgan con demasiada dureza, que actúan de tal forma que causan su propio sufrimiento y el ajeno pero que, en esencia, ante una tragedia, cuando consiguen superar sus limitaciones autoimpuestas pueden, sin duda, convertirse en héroes anónimos que poseen las más bellas virtudes.
      Pero lo cierto y verdad es que incluso en las grandes tragedias –o especialmente en ellas– encontramos fuerzas para comportarnos según nuestra verdadera naturaleza: la bondad. Cuando las personas se hallan en una situación límite, acostumbran a actuar de una forma heroica y desinteresada. Cuando un hecho trágico es tan impactante como para que desconectemos el piloto automático por el cual otorgamos trascendencia a cosas que por los demás solo tienen el alcance de lo efímero, eso debería darnos la oportunidad de comprender que todos los seres humanos tienen la capacidad de ser compasivos y, en esencia, héroes.



Tienes una fuerza en tu interior capaz de aportar al mundo una diferencia. Eres capaz de dar amor, ayuda, amparo, compasión y heroísmo. Y eres capaz porque lo llevas dentro. El ser humano es como un trozo de carbón, que cuando se somete a muchísima presión, da como resultado un diamante de belleza sobrecogedora. Eso somos, diamantes por descubrir y, mediante la decisión consciente, podemos pulirnos adecuadamente para brillar, tal vez para dar más luz a un mundo que, nos quieren convencer, está lleno de oscuridad.
     Solo los locos han tenido la visión suficiente para hacer cosas que a los demás les hubieran parecido absurdas, carentes de lógica, arriesgadas y peligrosas. A algunos de estos “locos” hoy en día se les conoce como grandes genios. Estos genios en algún momento dieron un paso más allá, como poseídos por una visión propia. Ellos dieron la espalda a lo que era comúnmente aceptado y se embarcaron en una aventura que era desaconsejada por todos.

Podemos tener la absoluta seguridad de que todas nuestras acciones tendrán una consecuencia, lo que llamamos Karma. Estrictamente hablando, las consecuencias no son buenas o malas, sino que lo son las acciones. Si las acciones son conscientes, podemos tener un mayor control sobre las consecuencias, darles el toque mágico de la intención positiva, constructiva, alegre y desinteresada. Así, cuando comenzamos a crear rutinas conscientes y positivas, nos acercamos mucho a una visión mejorada de nosotros mismos. De hecho, al ser conscientes creamos las rutinas que nos aportan la dinámica de acciones positivas que tendrán consecuencias felices. Creamos nuestro futuro desde nuestro más inmediato presente gobernando la nave de nuestros pensamientos y emociones.
    Traer al consciente lo que es inconsciente, estando presentes en cada acción que emprendemos y haciéndolo con una intención positiva y generosa. Abrir nuestra mente y dejar que la magia ocurra. Dar sin esperar a recibir. Demos: demos constantemente, seamos generosos. No esperemos, no, no nos sentemos a esperar, sigamos dando porque recibiremos mientras sigamos en nuestra acción de dar.



Ahora podemos crear las consecuencias que viviremos mañana. Si elegimos correctamente, si para elegir nos paramos un segundo a pensar en cómo puede afectarnos esa acción, podremos actuar con sabiduría creándonos así el futuro que nos deseamos. No basta con dejarse arrastrar por la vorágine. Eso no es vivir. Vivir es plantarse firmemente y decidir. Hemos de vivir ahora, con todas nuestras fuerzas, nuestra atención, decidiendo sobre nuestras vidas, tomando el control. Eternidad es cualquier instante vivido intensamente, cualquier sensación de luz, de paz, de alegría íntima. Alcancemos la inmortalidad en un instante. El tiempo no es más que una percepción.


El bendito Karma tiene un cien por cien de éxito debido a que no te exige que hagas cosas complicadas, te pido que actúes con las armas que ya posees, tratando de dedicar un pequeño tiempo a cuidar de dichas herramientas: no olvides dar las gracias constantemente; evita la negatividad; reprograma tu mente con mensajes en positivo; trae al consciente lo que está en el inconsciente. Deja espacio para que la magia ocurra.


Salvador Badillo - ¡Bendito Karma! Atraer el éxito personal y la felicidad con gestos cotidianos

jueves, 9 de febrero de 2017

Hemos tolerado la incompetencia y la corrupción (Antonio Muñoz Molina)





Todo lo que era sólido se desvanece en el aire. Lo que recordamos es como si no hubiera existido. Lo que ahora nos parece retrospectivamente tan claro era invisible mientras sucedía. Lo que había valido mucho de pronto no valía nada. El dinero parece lo más irrefutable y tiene el poder de comprarlo todo y trastornarlo todo, y de pronto se evapora y ya es como si no hubiera existido.

Ahora que de un día a otro todo lo que dábamos por supuesto y nos permitíamos desdeñar puede que esté a punto de perderse, quizá nos falta poco para sentir nostalgia de un tiempo que casi nadie supo apreciar mientras lo vivía. Ahora nos da miedo abrir el periódico o esperar la hora del telediario porque no sabemos si nos informarán de que ya no existe lo que creíamos perdurable, de que los billetes que guardamos en la cartera se han quedado sin valor o nuestro puesto de trabajo o nuestros ahorros los ha barrido un viento de desastre, de que iremos a un servicio de urgencias y no habrá un médico que nos atienda. Ahora el porvenir de dentro de unos días o semanas es una incógnita llena de amenazas y el pasado es un lujo que ya no podemos permitirnos.

La ruina en la que nos ahogamos hoy empezó cuando la potestad de disponer del dinero público pudo ejercerse sin los mecanismos previos de control de las leyes; y cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía insensata, la codicia, el delirio –o simplemente para no ser cumplidas. Pero una administración clientelar no solo fomenta la incompetencia y facilita la corrupción: también desalienta a los empleados más capaces y vuelve habitual el cinismo.




Las únicas carreras administrativas que se han hecho en España a lo largo de los últimos treinta años son la de los mediocres arrimados a los partidos que han llegado a ocupar los puestos más altos sin poseer ningún mérito, sin saber nada, sin adquirir a lo largo del tiempo otra habilidad que la de simular que hacen algo, o que han aprendido algo. No hay lugar de la administración cultural o de la política o de la vida económica que no hayan escalado. Nadie puede calcular el número o el costo total de los puestos que se fueron creando no para cubrir ninguna necesidad racional prevista de antemano, sino para dar colocación a parientes más o menos cercanos o pagar favores políticos. Ahora mismo nos hundimos bajo el peso muerto de su innumerable incompetencia.

Había un país real, más bien austero, habitado por gente dedicada a trabajar lo mejor que podía, a cuidar enfermos, a criar niños y educarlos, a construir casas sólidas, a juzgar delitos, a cultivar la tierra, a ganar dinero ideando o vendiendo bienes necesarios. Pero por encima de ese país más visible estuvo desde muy pronto el otro país de los simulacros y los espejismos, el de las obras ingentes destinadas no a ningún uso real sino al exhibicionismo de los políticos que las imaginaban y al halago paleto de los ciudadanos que se sentían prestigiados por ellas.
    Casi cualquier gasto era factible, a condición de que se dedicara  a algo superfluo: porque ni en las épocas de mayor abundancia ha sobrado el dinero para lo que era necesario, para la educación pública rigurosa, para la investigación científica, para la protección de la naturaleza, para dotar de sueldos dignos a los empleados públicos de los que depende la salud o la vida de los demás y los que se juegan la vida para protegerlos.
    A la tarea poco gloriosa de administrar con austeridad y eficiencia el país que existía, prefirieron muy pronto la invención de otros países paralelos, de ciudades convertidas en proyecciones fantásticas o decorados de sí mismas.

En una sociedad sólida los méritos están muy repartidos y el protagonismo de lo que sale bien casi nunca corresponde a quien ostenta un cargo público. Cuanto más razonablemente funciona un país menos espacio queda para el providencialismo populista del buen líder que sabe lo que es mejor para los suyos y les consigue lo que piden o lo que necesitan, casi siempre arrancándoselo con determinación a un poder más lejano al que también podría achacar oportunamente cualquier contratiempo.



Una mezcla del viejo caciquismo español y del reverdecido populismo sudamericano coincidió con los flujos de dinero barato que llegaba de Europa para engendrar una multiplicación fantástica de simulacros y festejos, de despliegues barrocos para durar unas semanas o unos días y celebraciones hipertróficas, algunas rancias y otras recién inventadas, muchas de ellas bárbaras: la conmemoración y no el presente; el simulacro y no la realidad; la apariencia y no la sustancia; el acontecimiento espectacular de unos días y no el empeño duradero en mejorar lo cotidiano; la fiesta como identidad y casi como forma de vida y no la secuencia del tiempo en el que el trabajo se compensa con el ocio.

Para bien y para mal lo que parecía más sólido deja de existir. Lo que no existía y casi no se imaginaba puede hacerse real. Lo que hoy es más indiscutible y más sólido y nos importa más mañana puede haberse desmoronado o puede haber sucumbido a un desguace motivado por intereses económicos o designios políticos, o simplemente porque no hubo un número suficiente de personas capaces que tuvieran el coraje de defenderlo.
    Nada importó demasiado mientras había dinero. Nada importaba de verdad. Podíamos estar gobernados por incompetentes o por ladrones o por ignorantes o por gente que reunía las tres cualidades a la vez.




Hace falta una serena rebelión cívica que utilice con inteligencia y astucia todos los recursos de las leyes y toda la fuerza de la movilización para rescatar los territorios de soberanía usurpados por la clase política. Hay que exigir de manera eficaz la limitación de mandatos, las listas electorales abiertas, la profesionalidad e independencia de la administración; la revisión cuidadosa de toda la maraña de organismos y empresas oficiales para decidir qué puede aligerarse o suprimirse, a qué límites estrictos tienen que estar sujetos, el número de puestos y las remuneraciones, qué normas se deben eliminar. Hay que defender sin timidez ni mala conciencia el valor de lo público.

Ha terminado el simulacro. Que la clase política española quiera seguir viviendo en él es una estafa que ya no podemos permitirles, que no podemos permitirnos. Tenemos un país a medias desarrollado y a medias devastado, con una administración hipertrofiada y politizada, sin el pulso cívico necesario para emprender grandes proyectos comunes.
    Hemos mirado con demasiada tolerancia o demasiado distraidamente la incompetencia y la corrupción. Ya no nos queda más remedio que empeñarnos en ver las cosas tal como son, a la sobria luz de lo real.

    Después de tantas alucinaciones, quizás solo ahora hemos llegado o deberíamos haber llegado a la edad de la razón.


Antonio Muñoz Molina – Todo lo que era sólido

domingo, 5 de febrero de 2017

Estrena la mente cada amanecer (Ramiro Calle)



El ser humano puede ganarse a sí mismo recobrando su sentido de “sí a la vida” y aprendiendo que toda forma de existencia, de la más infinita a la más infinitesimal, es sagrada y hay que darle la bienvenida. Las personas sensibles y lo suficientemente evolucionadas tratarán de no dañar jamás a ninguna criatura, porque saben que la vida de un ser es de un valor incalculable.

Con demasiada frecuencia, y debido a enfoques incorrectos, el ser humano es despiadado y poco compasivo con los demás. ¡Cuán indulgentes podemos llegar a ser con nosotros mismos y cuán inclementes con los otros! Con demasiada frecuencia no nos ponemos en su lugar y, por falta de sensibilidad y egoísmo, nos mostramos impositivos. Demasiado preocupados de nosotros mismos, no somos capaces de descubrir y verdaderamente satisfacer las necesidades ajenas. La generosidad comienza cuando valoramos a los demás como son y tratamos de procurarles algún tipo de felicidad.

El corazón, o sea, el interior del ser humano, es la sede de lo Absoluto, como quiera que cada uno lo denomine o lo conciba, incluso muchas respuestas que no pueden encontrarse en la simple razón, hay que intuirlas en el silencio elocuente del corazón. Si nos desorientamos con palabras y opiniones, conceptos y dogmas, lo que está más allá de cualquier designación nos será desconocido. Cuando el intelecto se rinde, brota lo que está más allá de él y lo hace posible.

Llenamos la vida de muchas actividades inútiles, pero no nos aplicamos rigurosamente a la búsqueda interior y a la práctica para el mejoramiento interno. Disipamos nuestras mejores energías en toda suerte de insustanciales actividades, cuando bien podríamos acopiarla para ponerla al servicio del autoconocimiento y la realización. El verdadero autoconocimiento consiste en descubrir los propios autoengaños, por sutiles que sean, y tratar de superar la imagen que hemos conformado sobre nosotros mismos y que nos impide captar nuestra naturaleza real. La máscara de la personalidad impide el acceso al ser real. El desenmascaramiento es doloroso, pero necesario.



Mucho más importante que hacer es ser. Incluso en la actividad hay que aprender a mantener una actitud de calma y presencia de ser. La voluntad de actividad debe complementarse con la de “seidad”. Es la contemplación en la acción, la meditación en la actividad. En el “simplemente estoy” hay una afirmación vivencial de ser, porque no es estar para esto o para lo otro, sino simplemente estar con uno mismo y sin urgencia ni compulsión, fluyendo con la energía universal.
    Permanece atento, conectado con lo que es a cada instante, para renovar las energías de la mente y percibir las cosas tal cual son. Así el aprendizaje no cesa y la atención pone en marcha todos sus recursos y va desplegando otros factores de iluminación, como la ecuanimidad, el contento, el sosiego y la visión clara. Muchos son los seres humanos que, creyéndose conscientes, no se ejercitan para la evolución de la consciencia y que, creyéndose despiertos, no ponen lo medios para despertar.

No desperdicies tu vida cultivando aflictivos estados de ánimo o extraviándote en preguntas sobre el sentido o el propósito de la vida. A cada instante puedes procurarle un significado. Ennoblece tus pensamientos, tus palabras y tus actos… ¿qué mayor propósito puede haber? Aprovecha que eres un ser humano y humanízate, poniendo medios para que la consciencia evolucione y poder así ganar un sentido dentro de cada uno de nosotros.




Todo transita, muda, se modifica. A una estación sigue la otra, a la tempestad la calma y a la calma la tempestad. Ante los eventos, lo más sabio es mantener una mente firme, es decir, una actitud de inquebrantable ecuanimidad.
    Hay que aprender a asir y a soltar, según lo requieran las circunstancias. El arte de saber tomar sin apego, y saber dejar sin amargura. Incluso hasta el cuerpo tendremos que soltarlo, inevitablemente, un día. Soltar nos hace libres.

Nunca es tarde para emprender el viaje hacia uno mismo y comenzar a caminar por la senda hacia el autoconocimiento y la autorrealización. Pero no debemos dejarnos tomar por la enfermedad del mañana, que nos induce a dejarlo todo para el día siguiente, incluso la búsqueda espiritual. La senda gradual hacia la autorrealización está abierta para cualquier persona, pero en cuanto descubrimos que existe debemos, para nuestro beneficio, comenzar a recorrerla.
    Toma una dirección hacia la libertad interior, persevera y alcanza el objetivo espiritual. No malgastes tus energías en fútiles indecisiones, enfermizas vacilaciones o dudas escépticas. Una vez tu discernimiento haya mostrado un camino, recórrelo.
    El mayor estímulo para el verdadero buscador es tener consciencia de que se está aproximando, por lentamente que sea, hacia la libertad suprema. Esa firme motivación le permitirá redoblar sus esfuerzos y no desfallecer.




¡Estrena la mente cada amanecer! Porque para que algo pueda adquirirse, algo debe abandonarse. ¡Arrójalo! Arroja fuera de la mente viejos patrones, condicionamientos, filtros socioculturales y trastos inútiles, para que pueda florecer como un cielo despejado y creativo.


Para el que se ha activado el mecanismo de la búsqueda y tiene inquietudes espirituales, surgen muchas preguntas, incertidumbres e incluso inevitables penumbras. Para el que ya avanza con paso firme por la senda directa hacia la liberación, muchas preguntas cesan, porque las experiencias sustituyen a las ideas.


Ramiro A. Calle – Cuentos espirituales de Oriente


viernes, 3 de febrero de 2017

Fósiles intelectuales (Jordi Gracia)




La melancolía de mi susceptibilidad es el aire de hastío cansado y de abandono, de derrota y de renuncia que genera la transformación desordenada del presente en intelectuales con muy pocas razones para quejarse y sin argumentos más allá de la irritabilidad que el desorden suscita en sus órdenes fosilizados.

Los intelectuales melancólicos profetizan el apocalipsis que anida en cada nuevo gesto social o público para denunciar la disolución de la alta cultura en la sociedad atolondrada del presente. Hablan como enviados de los dioses para salvarnos de la insalubridad de un tiempo domado por valores disminuidos; su apocalipsis doméstico ciega las vías de remedio práctico y racional para las taras que las novedades comportan. En lugar de cooperar, se apartan casi siempre envueltos en un aire de melancolía que nos deja el muerto entre los trenos.
    La melancolía es sobre todo un estado de ánimo que predice el desfondamiento de las esperanzas de hacer de la sociedad el bosque rico de imaginación, fuerza creadora y atadura a la tradición que ha sido siempre y ya no va a ser más.



El melancólico contemporáneo prefiere actuar como el guardián de esencias que ha olvidado o, peor aún, que la memoria ha ido tergiversando y convirtiendo en un texto tan simplificado y liofilizado que está muerto o se parece demasiado a la dieta blanda de enfermo. Ya no recuerda que leyó aquellas páginas que por fin le revelaban una sabiduría ignorada y que entonces parecía imborrable. Pero se ha borrado. Se ha borrado el saber sobre la rutinaria percepción catastrofista que todo presente tuvo de su propio tiempo; se ha borrado la humildad de admirar en los nuevos la calidad que secretamente envidian; se ha borrado la percepción de la mudanza como ley y sistema complejo, lleno de nódulos y encrucijadas.
    ¿Cómo ha llegado a convertirse lo que debía ser sabiduría sobre la condición humana en munición contra la evolución de las cosas y de los nuevos gustos y los nuevos fetiches, que no son nada más que las expresiones actuales de la misma agitación de siempre?

En la melancolía anida una impaciencia violenta y en ella crece una máquina de rencor contra el atropello del presente que padece el intelectual sensible. La melancolía humana como blindaje contra las corrientes disolutas del presente, y decora al intelectual elevándolo a ser sensible e intolerante ante la estupidez. Probada la degradada evolución de todo, reaparece la fe difusa y nebulosa en alguna superstición más o menos sofisticada como refugio de la incertidumbre, de la soledad, del desconsuelo, de la mortificante incomprensión que el mundo expresa con su indiferencia o su pasividad.

Casi siempre, el melancólico de hoy fue el progresista ilustrado y burgués de la Europa del sesentayocho. Fue un joven iconoclasta y hoy es un adulto resentido por el fracaso de su utopía menor, pero sobre todo porque el cambio social ha tomado una dirección para la que no tiene mapa ni brújula. Su insatisfacción no estimula el sentido autocrítico. Al revés, el melancólico arremete, cargado de razón emocional, contra la ingratitud que no ha primado el sacrificio, el estudio, el chorro de luz que ha difundido sobre nuestras pobres cabezas. Se comportan entonces como adultos mimados y demasiadas veces consentidos por los medios de información, son también culpables de sus desengaños y corresponsables del rebajamiento de la exigencia que los ha dejado fuera de juego.

La deserción de los presuntos maestros multiplica las defecciones y el abstencionismo cultural en lugar de estimular el conocimiento, el aprecio y el juicio ponderado de lo real. Parece creer que hoy la mala preparación, la indolencia crítica, la pasividad intelectual o la mera inercia cultural son superiores a etapas anteriores, cuando de hecho semejante visión es manifiestamente sectaria, parcial y poco atenta a la diversidad del presente.

El retrato del melancólico de hoy puede parecerse mucho al del narcisista, perpetuamente descontento por la indiferencia que sobre él proyecta un presente movido por intereses espurios y sin sustancia alguna. Por eso no le queda otro espacio al melancólico que la consciencia blindada contra las embestidas de un presente descarnadamente soez.



El melancólico pasea altivo o cabizbajo por una ciudad de letras que le sume en la desilusión, víctima de un ciclo histórico que nos conduce sin tregua al abismo final de los tiempos. El apocalipsis estético y ético parece estar al otro lado del semáforo de una avenida que cruza con el orgullo herido, mientras se pregunta qué afanes y qué prisas impiden que se les vea y se les escuche, qué arrebata a tantos detrás de tan poco, mientras el saber verdadero sigue solo y demediado, y por qué todos viven ajenos a su percepción dramática de la cultura actual.

Lo peor es que ellos saben que encarnan los mismos sentimientos de preterición y olvido que nunca creyeron experimentar, cuando vivían enrolados en las banderas del futuro. Y también saben que nunca leyeron promesa alguna de futuro feliz y pleno en los maestros de la antigüedad grecolatina ni en los maestros modernos, pero se dejan engañar como una forma del consuelo de la insatisfacción.

Alguien les ha estafado, pero la quejumbre lastimera del privilegiado por clase y cultura, por profesión de inteligencia, por país y tiempo histórico, hace mucho tiempo que delata la conducta menos disculpable y más dolorosamente improductiva. Y al narcisista herido ya ni siquiera se le ve por la calle, a punto de cruzar con el verde imperturbable, mientras la gente atareada más o menos feliz sigue en sus cosas.


Jordi Gracia – El Intelectual melancólico. Un panfleto