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viernes, 3 de febrero de 2017

Fósiles intelectuales (Jordi Gracia)




La melancolía de mi susceptibilidad es el aire de hastío cansado y de abandono, de derrota y de renuncia que genera la transformación desordenada del presente en intelectuales con muy pocas razones para quejarse y sin argumentos más allá de la irritabilidad que el desorden suscita en sus órdenes fosilizados.

Los intelectuales melancólicos profetizan el apocalipsis que anida en cada nuevo gesto social o público para denunciar la disolución de la alta cultura en la sociedad atolondrada del presente. Hablan como enviados de los dioses para salvarnos de la insalubridad de un tiempo domado por valores disminuidos; su apocalipsis doméstico ciega las vías de remedio práctico y racional para las taras que las novedades comportan. En lugar de cooperar, se apartan casi siempre envueltos en un aire de melancolía que nos deja el muerto entre los trenos.
    La melancolía es sobre todo un estado de ánimo que predice el desfondamiento de las esperanzas de hacer de la sociedad el bosque rico de imaginación, fuerza creadora y atadura a la tradición que ha sido siempre y ya no va a ser más.



El melancólico contemporáneo prefiere actuar como el guardián de esencias que ha olvidado o, peor aún, que la memoria ha ido tergiversando y convirtiendo en un texto tan simplificado y liofilizado que está muerto o se parece demasiado a la dieta blanda de enfermo. Ya no recuerda que leyó aquellas páginas que por fin le revelaban una sabiduría ignorada y que entonces parecía imborrable. Pero se ha borrado. Se ha borrado el saber sobre la rutinaria percepción catastrofista que todo presente tuvo de su propio tiempo; se ha borrado la humildad de admirar en los nuevos la calidad que secretamente envidian; se ha borrado la percepción de la mudanza como ley y sistema complejo, lleno de nódulos y encrucijadas.
    ¿Cómo ha llegado a convertirse lo que debía ser sabiduría sobre la condición humana en munición contra la evolución de las cosas y de los nuevos gustos y los nuevos fetiches, que no son nada más que las expresiones actuales de la misma agitación de siempre?

En la melancolía anida una impaciencia violenta y en ella crece una máquina de rencor contra el atropello del presente que padece el intelectual sensible. La melancolía humana como blindaje contra las corrientes disolutas del presente, y decora al intelectual elevándolo a ser sensible e intolerante ante la estupidez. Probada la degradada evolución de todo, reaparece la fe difusa y nebulosa en alguna superstición más o menos sofisticada como refugio de la incertidumbre, de la soledad, del desconsuelo, de la mortificante incomprensión que el mundo expresa con su indiferencia o su pasividad.

Casi siempre, el melancólico de hoy fue el progresista ilustrado y burgués de la Europa del sesentayocho. Fue un joven iconoclasta y hoy es un adulto resentido por el fracaso de su utopía menor, pero sobre todo porque el cambio social ha tomado una dirección para la que no tiene mapa ni brújula. Su insatisfacción no estimula el sentido autocrítico. Al revés, el melancólico arremete, cargado de razón emocional, contra la ingratitud que no ha primado el sacrificio, el estudio, el chorro de luz que ha difundido sobre nuestras pobres cabezas. Se comportan entonces como adultos mimados y demasiadas veces consentidos por los medios de información, son también culpables de sus desengaños y corresponsables del rebajamiento de la exigencia que los ha dejado fuera de juego.

La deserción de los presuntos maestros multiplica las defecciones y el abstencionismo cultural en lugar de estimular el conocimiento, el aprecio y el juicio ponderado de lo real. Parece creer que hoy la mala preparación, la indolencia crítica, la pasividad intelectual o la mera inercia cultural son superiores a etapas anteriores, cuando de hecho semejante visión es manifiestamente sectaria, parcial y poco atenta a la diversidad del presente.

El retrato del melancólico de hoy puede parecerse mucho al del narcisista, perpetuamente descontento por la indiferencia que sobre él proyecta un presente movido por intereses espurios y sin sustancia alguna. Por eso no le queda otro espacio al melancólico que la consciencia blindada contra las embestidas de un presente descarnadamente soez.



El melancólico pasea altivo o cabizbajo por una ciudad de letras que le sume en la desilusión, víctima de un ciclo histórico que nos conduce sin tregua al abismo final de los tiempos. El apocalipsis estético y ético parece estar al otro lado del semáforo de una avenida que cruza con el orgullo herido, mientras se pregunta qué afanes y qué prisas impiden que se les vea y se les escuche, qué arrebata a tantos detrás de tan poco, mientras el saber verdadero sigue solo y demediado, y por qué todos viven ajenos a su percepción dramática de la cultura actual.

Lo peor es que ellos saben que encarnan los mismos sentimientos de preterición y olvido que nunca creyeron experimentar, cuando vivían enrolados en las banderas del futuro. Y también saben que nunca leyeron promesa alguna de futuro feliz y pleno en los maestros de la antigüedad grecolatina ni en los maestros modernos, pero se dejan engañar como una forma del consuelo de la insatisfacción.

Alguien les ha estafado, pero la quejumbre lastimera del privilegiado por clase y cultura, por profesión de inteligencia, por país y tiempo histórico, hace mucho tiempo que delata la conducta menos disculpable y más dolorosamente improductiva. Y al narcisista herido ya ni siquiera se le ve por la calle, a punto de cruzar con el verde imperturbable, mientras la gente atareada más o menos feliz sigue en sus cosas.


Jordi Gracia – El Intelectual melancólico. Un panfleto


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