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miércoles, 10 de enero de 2018

Elegir ser humano (René Dubos)



  
Lo que define el lugar que ocupa nuestra especie en la Naturaleza no es su animalidad, sino su humanidad. El altruismo y la ternura son actitudes muy extendidas y, a veces, llevan hasta el sacrificio de uno mismo. Es cierto que el altruismo tiene raíces muy profundas en nuestro pasado biológico y presenta unas ventajas para la evolución del grupo, porque facilita su supervivencia. Pero el aspecto realmente humano del problema no es el origen biológico del altruismo ni sus ventajas, sino, más bien, el hecho de que ese carácter es ahora uno de los valores absolutos por los que nuestra humanidad  trasciende nuestra animalidad.
    El carácter más importante de los seres humanos es que pueden escapar, si quieren, a la tiranía de su herencia biológica. En lugar de estar totalmente a merced de sus genes y de sus hormonas, tienen la libertad que proviene del libre albedrío y de poseer un juicio moral. En otras palabras, su naturaleza humana puede reprimir su naturaleza animal.

Nuestra animalidad nos impulsa a la negligencia y al despilfarro de los recursos, pero el deseo por la forma y el orden es también muy antiguo y se encuentran expresiones del mismo en todas las épocas de la vida humana. Así, en la naturaleza humana, paralelamente a la tendencia al despilfarro y a la negligencia, existe una búsqueda de la forma y de valores estéticos. La diferencia entre la humanidad  y la animalidad se establece, precisamente, por esta transformación de las necesidades utilitarias en una aventura del espíritu, transmutación que se produjo mucho antes de las civilizaciones históricas.



No se puede ser completamente humano más que cumpliendo una paradoja. Por un lado, ser humano exige que se cultive su individualismo y se respete el de los otros. Pero, por otro lado, la pertenencia a la colectividad implica la aceptación de deberes y de limitaciones que, a veces, parecen incompatibles con el individualismo. Cada ser humano se sabe diferente de todos los demás y el individualismo es considerado una cualidad deseable en las sociedades modernas. El sentido de la personalidad es una expresión relativamente reciente de la progresión de la animalidad hacia la humanidad. Aunque teniendo una fuerte conciencia de su particularidad, toda persona normal pertenece a un grupo social con el cual se identifica de una forma casi inconsciente. La adquisición de la personalidad implica una separación psicológica del medio exterior, y una objetivación de las cosas y de los demás seres vivos. Es cierto que el desarrollo de la personalidad es el origen del curioso deseo, tan frecuente en los humanos, de aislarse del grupo social, al menos de vez en cuando. A todas las personas les gusta mantener entre ellas un determinado espacio físico que las separa en las relaciones corrientes.

El culto a la individualidad constituye un resultado casi patológico de la evolución social de la especie humana. Pero, por otro lado, el miedo al aislamiento que causa ese culto ha sido compensado por la persistencia de la necesidad de pertenencia a un grupo social.
    En las condiciones ordinarias de la vida, todo ser humano proclama naturalmente su individualismo y derechos que le corresponden por ser un ejemplar único. Pero difícilmente puede escapar a la influencia de las actitudes y de los sueños, que simbolizan las tradiciones, las costumbres y los héroes de su colectividad. La humanización consiste en un control voluntario de su animalidad, y no en un simple desarrollo. Cada vez más, ser humano implica querer ser humano.



La evolución es una ley inevitable de la Naturaleza. En los demás seres vivos, la evolución se produce por modificaciones orgánicas, pero en la Humanidad la evolución implica casi exclusivamente unas transformaciones tecnológicas y sociales. Después de haber creído ciegamente en un progreso identificado con una civilización cada vez más compleja, nuestros contemporáneos intentan descubrir de nuevo las satisfacciones de un orden más simple y más directo, las que dan sentido y emociones a la vida compartida con los seres queridos. Se empieza a dudar del progreso tecnológico en el momento preciso en que éste podía desarrollarse más rápidamente.

La angustia respecto al valor real del progreso tecnológico no proviene de un rechazo de las comodidades que la ciencia ha introducido en la vidas, sino, más bien, del coste social. Incluso cuando el progreso tecnológico aporta nuevas satisfacciones, éstas no compensan la pérdida de un cielo luminoso, de un aire embalsamado, de un agua de río clara y con abundantes peces, de un vecindario tranquilo y armonioso. El esfuerzo que se hace en el mundo por proteger el ambiente trasciende los problemas planteados por la contaminación y por los recursos naturales. Representa el inicio de una cruzada para recuperar ciertos valores de la vida sensorial y afectiva, cuya necesidad es fundamental e inmutable porque está inscrita en el código genético de la especie humana.

La visión tecnológica que domina el mundo en el momento actual no durará, sin duda, más tiempo que las otras formas de civilización en Europa. O bien será rechazada completamente, o, al menos, será modificada tan profundamente que aparecerá ante nuestros descendientes como un período de barbarie. En lugar de constituir, como ahora, una fuerza casi independiente, la tecnología tendrá que incorporarse a los medios naturales y someterse a unas restricciones que la harán menos destructiva y más compatible con el orden cósmico.
    Para muchos de nuestros contemporáneos, la tecnología ha creado un mundo donde reina la abundancia, pero un mundo aburrido. Por prodigiosas que sean las realizaciones de la ciencia y de la tecnología y profunda su influencia en la vida cotidiana, no tienen un efecto real sobre la imaginación o las emociones del gran público. Las pasiones fundamentales son las mismas y, en muchos casos, la vida moderna no hace más que debilitar la forma de satisfacerlas. Las sociedades modernas no podrán escapar a su aburrimiento crónico más que añadiendo a los valores de la vida tecnológica las ricas experiencias sociales de la vida primitiva.


Quizá ha llegado el momento de reemprender figuradamente la ruta, no para escapar a la civilización, sino para darle una nueva forma. No podemos predecir cómo será esa forma, salvo que deberá ser compatible con los caracteres y las necesidades que definen la naturaleza biológica de la especie humana y que no pueden cambiar en sus aspectos más fundamentales. Se tratará menos de una nueva creación que de una resurrección. El orden mundial que resultará de la integración de los sistemas sociales será una forma superior de unidad humana, compatible con el pluralismo de los modos de vida y de las ideologías. Pero una verdadera integración no puede estar sólidamente basada más que en un sistema de valores aceptado por la mayoría del grupo social y que pueda contribuir a la alegría de vivir.


Desde luego existe una forma de la alegría de vivir que proviene del hecho mismo de la existencia, una satisfacción puramente orgánica que algunos animales pueden gozar al igual que la especie humana. Pero existe también otra forma de la alegría  de vivir –la felicidad– que parece ser particular de los seres humanos. Ésta tiene su origen en el profundo sentimiento de que su vida personal es la realización de sus sueños, y que su vida colectiva es la realización de los sueños de la Humanidad.




René Dubos – Elegir ser humano

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