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viernes, 18 de octubre de 2013

Peregrinaje a Compostela y al Más Allá (J.A. Solís)


El ahora llamado Camino de Santiago surgió como un vano intento del hombre de alcanzar el Paraíso, el Cielo, el Más Allá, en vida. Allí, en el fin del mundo, esperaban alcanzar la purificación de haber visto el “auténtico” cielo, el umbral del Más Allá, la frontera entre el mundo espiritual y el terrenal, entre la causa y la consecuencia, allí donde se originó todo y adonde todo terminaba por llegar.



Nadie medianamente informado duda de que el Camino de Santiago que hoy conocemos, es una réplica relativamente reciente de una antiquísima ruta de peregrinación que desde todos los rincones del mundo antiguo conducía hasta el País de Occidente o Región del Ocaso, la Atlántida y Mu, las islas de las Hespérides, el Avalon de los celtas o Islas de los Bienaventurados, allí donde el sol se muere para renacer vivificado al día siguiente. Se conocía en la antigüedad como la Vía Láctea, pues estaba trazado en la tierra como un reflejo del sendero estrellado que finalizaba al borde de aquella estremecedora costa, que aún hoy en día recibe de calificativo “de la Muerte”. Galáctea ruta que conducía a la primitiva Galaztia o Galazia recorriendo el paralelo 42, identificada por algunos como “la última Thule” de los romanos, la última tierra desconocida, el Finis Terrae, aquel Nilo celeste egipcio que conducía a Osiris al Amenti en su barca solar hacia el Oeste, la región donde residían los dioses y donde se esclarecían todos los misterios.



Se trataba por tanto de ir en vida y a pie hasta el Más Allá, en pos de la vida eterna, y esperaban alcanzar la purificación, el renacimiento en el “auténtico Cielo”, completamente regenerados tras la muerte física. Como apunta Juan García Atienza:”…hacia el mar infinito de donde un día surgieron los dioses ancestrales para enseñar a la Humanidad los principios de todas las creencias y de todos los conocimientos… el final se convertía así en finalidad, en meta, en estación terminal de esperanzas y de temores. Era el final de una muerte anunciadora del renacer definitivo”.

Desde el primer paso en el peregrino se inicia ese contacto con lo trascendente y esa transformación que trueca al hombre cotidiano en una especie de receptor que ha sido sintonizado en una onda que se emite desde el lugar sagrado. No necesita llegar hasta el final para captar el mensaje, el resto del camino es, simplemente, la senda de su propio perfeccionamiento. No se trata de hacer el camino, sino de que el camino le haga a uno. El secreto del verdadero Conocimiento empieza por la aceptación de que ese Conocimiento existe. Una vía de confluencia que opera con las sinergías interiores de los que buscan su propia armonía y reforzamiento interior.



Este Conocimiento fue simbolizado por el laberinto, todos grabados en la piedra, cerca del mar, de ríos o  corrientes telúricas, en rutas de dólmenes, estilizado en la forma de una anz provista de asa, el signo gracias al que el hombre es recibido entre los dioses (la llave o “ank” egipcia). Se convertirá en el Crismón, y éste en la Rosa, la Rosa en la Cruz. Objetos que se asocian a este símbolo son él báculo del peregrino que apunta a las estrellas, disimulando la forma de la tau o vara de medir de los constructores; la concha o vieira, que ya había sido utilizada en ofrendas mortuorias en ritos prehistóricos. Plinio la llama “venera”, en clara referencia a la tradición clásica –de ella surge Venus- como símbolo de regeneración y nacimiento. La concha se emparentó con la marca de la pata de la Oca, que representa la capacidad operativa del espíritu sobre la materia, tras recorrer el laberinto iniciático, en cuyo centro se encuentra aquello que los egipcios equiparaban al sol naciente  en el instante de romper la cáscara del huevo primordial y volar desde el pecho de las momias: la Oca, símbolo del regreso del alma al mundo primordial de los espíritus.

Finalmente comparto la opinión de Louis Charpentier de que: “…la explicación normal de esta ciencia tradicional que los antiguos dejaron es que fue obra de hombres superiores, desaparecidos en un cataclismo y cuyos supervivientes se dispersaron por el mundo y enseñaron a los demás. Éstos fueron los gigantes de la leyenda, los Jaunak, los Señores, dueños de la Naturaleza o de los secretos fecundadores de la tierra”.



(Texto extraído y adaptado principalmente de las siguientes obras:            José Antonio Solís: La verdad sobre el Camino de Santiago
 Louis Charpentier: El Misterio de Compostela)

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