Ni a un
hombre ni a un pueblo se le puede exigir un cambio que rompa la unidad y la
continuidad de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi;
pero dentro de la continuidad. Todo lo que en mí conspire a romper la unidad y
la continuidad de mi vida, conspira a destruirme y, por lo tanto, a destruirse.
Porque para mí, el hacerme otro, rompiendo la unidad y la continuidad de mi
vida, es dejar de ser el que soy; es decir, es sencillamente dejar de ser. Y
esto no: ¡todo antes que esto!
¿Que otro
llenaría tan bien o mejor que yo el papel que lleno? ¿Que otro cumpliera mi
función social? Sí, pero no yo. Un alma humana vale por todo el universo. Un
alma humana, ¡eh! No una vida. La vida esta no. Y sucede que a medida que se
cree menos en el alma, es decir, en su inmortalidad consciente, personal y
concreta, se exagerará más el valor de la pobre vida pasajera.
Y toda esta
trágica batalla del hombre por salvarse, ese inmortal anhelo de inmortalidad no
es más que una batalla por la conciencia. Si la conciencia no es más que un
relámpago entre dos eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más
execrable que la existencia. Por lo que a mí hace, jamás me entregaré de buen
grado, y otorgándole mi confianza, a conductor alguno de pueblos que no esté
penetrado de que, para conducir un pueblo, conduce hombres, hombres de carne y
hueso, hombres que nacen, sufren, y aunque no quieren morir, mueren; hombres
que son fines en sí mismos, no solo medios; hombres que han de ser lo que son y
no otros; hombres, en fin, que buscan eso que llamamos felicidad. Es inhumano,
por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la generación que le sigue,
cuando no se tiene sentimiento del destino de los sacrificados. No de su
memoria, no de sus nombres, sino de ellos mismos.
La razón,
lo que llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el que distingue al
hombre, es un producto social. La
sociedad humana, como tal sociedad, tiene sentidos de que el individuo, a no
ser por ella, carecería. Un individuo suelto puede soportar la vida y vivirla
buena, y hasta heroica, sin creer en manera alguna ni en la inmortalidad del
alma ni en Dios, pero es que vive vida de parásito espiritual. Si se da en un
hombre la fe en Dios unida a una vida de pureza y elevación moral, no es tanto
que el creer en Dios le haga bueno, cuanto que el ser bueno, gracias a Dios, le
hace creer en él. La bondad es la mejor fuente de clarividencia espiritual.
Y es que
ese sentido social, hijo del amor, padre del lenguaje y de la razón y del mundo
ideal de que él surge, no es en el fondo otra cosa que lo que llamamos fantasía
e imaginación. Esa facultad íntima social, la imaginación que lo personaliza
todo, es la que, puesta al servicio del instinto de perpetuación, nos revela la
inmortalidad del alma y a Dios, siendo así Dios un producto social. Si un día
ha de acabarse toda conciencia personal sobre la tierra; si un día ha de volver
a la nada, es decir, a la absoluta inconsciencia de que brotara el espíritu
humano, y no ha de haber espíritu que se aproveche de toda nuestra ciencia acumulada,
¿para qué esta? Porque no se debe perder de vista que el problema de la
inmortalidad personal del alma implica el porvenir de la especie humana toda.
¿De dónde
vengo yo y de dónde viene el mundo en que vivo? ¿Adónde voy y adónde va cuanto
me rodea? ¿Qué significa esto? Debajo de esas preguntas no hay tanto el deseo
de conocer un por qué como el de
conocer el para qué, no de la causa,
sino de la finalidad. Solo nos interesa el por qué en vista del para qué; solo
queremos saber de dónde venimos para poder averiguar adónde vamos.
¿Por qué quiero saber de dónde vengo y
adónde voy, de dónde viene y adónde va lo que me rodea y que significa todo
esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber, si he de morirme o no
definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene
sentido. Y hay tres soluciones: a) o sé que me muero del todo y entonces la
desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y entonces la
resignación, o c) no puedo saber ni una cosa ni otra, y entonces la resignación
en la desesperación.
¿Pero
podemos contener a ese instinto que lleva al hombre a querer conocer y,
sobre todo, a querer conocer aquello que a vivir, a vivir siempre, conduzca? A
vivir siempre, no a conocer siempre. Porque vivir es una cosa y conocer otra y
acaso hay entre ellas una tal oposición que podemos decir que todo lo vital es
antirracional, no ya solo irracional, y todo lo racional, antivital. Y ésta es
la base del sentimiento trágico de la vida.
El universo
visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, esme
como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos
mi alma; fáltame en él el aire que respirar. Más, más y cada vez más; quiero
ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme a la totalidad
de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y
prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como
si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo ahora para siempre jamás. Y
ser yo es ser todos los demás. ¡O todo o nada! ¡Eternidad!, ¡eternidad! Este es
el anhelo: la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y
quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco
es real.
¡Ser, ser
siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed
de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!
Si al
morírseme el cuerpo que me sustenta, y al que llamo mío para distinguirme de mí
mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta inconsciencia de que
brotara, y como a la mía les acaece a las de mis hermanos todos en la
humanidad, entonces no es nuestro trabajado linaje humano mas que una fatídica
procesión de fantasmas, que van de la nada a la nada, y el humanitarismo lo más
inhumano que se conoce. Si del todo morimos todos, ¿para qué todo? ¿Para qué?
Es el ¿para qué? que nos corroe el meollo del alma, es el padre de la congoja,
la que nos da el amor de esperanza.
El hambre
de Dios, la sed de eternidad, de sobrevivir, nos ahogará siempre ese pobre goce
de la vida que pasa y no queda. Es el desenfrenado amor a la vida, el amor que
la quiere inacabable, lo que más suele empujar al ansia de la muerte. Anonadado
ya, si es que del todo me muero, se me acabó el mundo, ¿y por qué no ha de
acabarse cuanto antes para que no vengan nuevas conciencias a padecer el
pesadumbroso engaño de una existencia pasajera y apariencial? Si deshecha la
ilusión de vivir, el vivir por el vivir mismo o para otros que han de morirse
también no nos llena el alma, ¿para qué vivir? La muerte es nuestro remedio.
No quiero
morirme, no, no quiero ni quiero quererlo, quiero vivir siempre, siempre,
siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y
por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.
Cuando las
dudas invaden y nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso
empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama. Y de aquí esta tremenda lucha
por singularizarse y por sobrevivir de algún modo en la memoria de los otros y
los venideros, esa lucha mil veces más terrible que la lucha por la vida, y que
da tono, color y carácter a esta nuestra sociedad, en que la fe medieval en el
alma inmortal se desvanece. Cada cual quiere afirmarse siquiera en apariencia.
Nuestra lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre. Se retrae al
pasado, así como aspira a conquistar el porvenir, ¿qué significa esta
irritación cuando creemos que nos roban una frase, o un pensamiento, o una
imagen que creíamos nuestra; cuando nos plagian? ¿Robar? ¿Es que acaso es
nuestra, una vez que al público se la dimos? Tremenda pasión esa de que nuestra
memoria sobreviva por encima del olvido de los demás si es posible. La envidia
es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual.
¿Orgullo
querer dejar nombre imborrable? Ni esto es orgullo, sino temor a la nada.
Tendemos a serlo todo por ver en ello el único remedio para no reducirnos a
nada. Queremos salvar nuestra memoria, siquiera nuestra memoria. ¿Y si
salváramos nuestra memoria en Dios?
Miguel de
Unamuno – Del Sentimiento Trágico de la
Vida
Uf, el temita que yo llevo de pena justamente, jejeje. Supongo que según se hace uno más y más mayor la muerte se termina por aceptar e incluso por desear, aunque de momento no es mi caso. Lo único que me consuela es que cuando uno muere, si ha sido buena persona, seguirá vivo en la mente de sus seres queridos. Yo siempre, desde pequeña, dije que iba a ser inmortal, pero no sé por qué me da que me equivoco de cabo a rabo, jajajaja.
ResponderEliminarUn beso grande y hermoso
Pero eso no es mucho consuelo, de los malos también se acuerdan. La cuestión es si después nuestra conciencia vive en un nivel más alto de vibración o desaparece lentamente, o se une a la conciencia universal. En todo caso, si que queda algo que podamos decir que tiene la posibilidad de encarnarse de nuevo y por ello es eterno.
EliminarSaludos!