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lunes, 7 de abril de 2014

La felicidad se puede conquistar (B. Russell)


La felicidad fundamental depende, sobre todo, de lo que pudiéramos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas. El interés amistoso por las personas es una variante del cariño, pero no del cariño que quiere poseer y busca siempre una correspondencia categórica. Lo que contribuye a la felicidad es observar a la gente y encontrar placer en sus rasgos individuales, procurar ayudar a las personas con quienes nos ponemos en contacto, sin el deseo de influir en ellas ni de asegurarnos su entusiasta admiración. 
   La persona cuya actitud hacia las demás sea genuinamente de este tipo será una fuente de felicidad y un recipiente de recíproca simpatía. Sus relaciones con los demás, serias o ligeras, satisfarán sus conveniencias y sus afectos, no le amargará la ingratitud, porque apenas sufre de ella, y no se entera cuando existe. La misma idiosincrasia que desesperaría a otro es para él motivo de alegre diversión. Al ser feliz, será un compañero agradable, y esto, a su vez, aumentará su felicidad. Pero todo esto debe ser sincero, no debe proceder de la idea de sacrificio inspirado por el sentido del deber. La gente desea que la quieran, no que la soporten con resignación paciente. El querer espontáneamente a muchas personas y sin esfuerzo es, tal vez, la mayor fuente de felicidad personal.

El interés hacia las cosas, aunque quizá menos valioso como elemento de nuestra felicidad cotidiana que una actitud amistosa hacia nuestros conocidos es, sin embargo, muy importante. El mundo es amplio y nuestros poderes limitados. Si toda nuestra felicidad ha de depender exclusivamente de las circunstancias personales, es probable que pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el mejor camino para obtener lo menos posible. 
   El que pueda olvidar sus preocupaciones  interesándose sinceramente en algo, notará que al volver de su excursión a ese mundo impersonal, ha adquirido un reposo y una calma que le capacitan para afrontar de buen humor toda molestia, y al mismo tiempo habrá gozado de una felicidad genuina, aunque sea temporal. El secreto de la felicidad es éste: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones hacia cosas y personas interesantes sean amistosas en vez de ser hostiles.
   Es completamente imposible predecir lo que ha de interesar a un hombre, pero la mayor parte son susceptibles de interesarse vivamente en algo, y en cuanto este interés surge, desaparece el fastidio de la vida. Sin embargo, nada produce tanta satisfacción como un interés general por la vida misma, pues aunque otras ocupaciones tengan atractivos, no pueden llenar por completo la vida de un hombre, y existe el peligro de agotar el tema que absorbe nuestra atención.



El afecto, en el sentido de un genuino interés recíproco de dos personas, no solo persiguiendo cada una de ellas su propia felicidad, sino aspirando al bien común, es uno de los elementos más importantes de la felicidad real, y el hombre cuyo ego encerrado en muros de acero, no puede expansionarse, pierde lo mejor que puede ofrecer la vida, aunque tenga los mayores éxitos en su profesión. El ego desmesurado es una posición de la que el hombre debe huir si quiere gozar del mundo plenamente. La capacidad para los afectos genuinos es una de las señales de que el hombre ha escapado de esta prisión de sí mismo.

Quien haya comprendido, aunque sea temporal y pasajeramente, lo que constituye la grandeza del alma, no puede ser feliz preocupándose egoístamente de cosas triviales y temeroso de lo que el destino le reserve. El hombre capaz de esta grandeza de alma tendrá abiertas las ventanas de su mente, para airearla a los vientos más apartados del universo. Comprendiendo la brevedad e insignificancia de la vida humana, entenderá a sí mismo que en el cerebro del hombre se concentra todo lo que encierra el mundo de valioso. Al emanciparse de los miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, experimentará una profunda alegría y, a través de todas las vicisitudes de su vida exterior, será profundamente feliz interiormente.



El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que tiene afectos libres y se interesa en cosas de importancia, el que asegura su felicidad gracias a estos afectos e intereses, y por el hecho de que le han de convertir, a su vez, en objeto de interés, de cariño para muchas otras personas. El cariño recibido es una causa importante de felicidad, pero no es precisamente la persona que lo pide aquella a quien se lo dan. De una manera general, puede decirse que el que recibe cariño es quien a su vez lo da.
   No cabe duda de que deseamos la felicidad de aquellos a quienes amamos, pero no como una alternativa para nuestra propia felicidad. De hecho, toda la antítesis entre el yo y el resto del mundo desaparece tan pronto como tengamos un interés verdadero por personas o cosas ajenas a nosotros mismos. Gracias a tales intereses, el hombre llega a sentirse como una parte de la corriente de la vida, y no una entidad fríamente separada como una bola de billar que no tiene más relación que la del choque con las otras bolas. Toda desgracia depende de alguna clase de desintegración o falta de integración; hay desintegración entre el individuo y la sociedad, hay desintegración dentro del yo por falta de coordinación entre lo consciente y lo inconsciente; hay falta de integración entre el individuo y la sociedad cuando no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos.

El hombre de vitalidad y entusiasmo adecuado vencerá todos los infortunios con un nuevo interés por la vida y por el mundo, que no puede limitarse hasta el punto de que una desgracia sea fatal. El declararnos vencidos por una o varias desgracias no es una prueba admirable de sensibilidad, sino algo deplorable como un fracaso vital. Todos nuestros afectos están a merced del destino que en cualquier momento puede acabar con las personas que amamos. Es, pues, necesario, que nuestras vidas superen con su intensidad los accidentes del destino.


El hombre feliz es el que no siente el fracaso, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera.


Bertrand Russell – La conquista de la felicidad


2 comentarios:

  1. Y luego cualquier cosa, la más absurda si me apuras, convierte nuestra felicidad en desdicha. Yo creo que nos sentimos tan ombligos del mundo y somos tan sumamente despreocupados de los demás, que únicamente nos importa lo nuestro y a la mínima nos venimos abajo pues lo que nos toca más de cerca es lo que nos interesa. Del resto pasamos olímpicamente.
    Un abrazo

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  2. Coincide plenamente Russell con una máxima del Dalai Lama, de un libro que leo ahora para una próxima entrada: el acto más meritorio de nuestra vida radica en ayudar a los demás dentro de nuestras posibilidades. Ahí reside la felicidad, junto con no dejarnos vencer por los acontecimientos adversos.

    Un abrazo.

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