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martes, 1 de abril de 2014

La muerte, el lento tren de la eternidad (Kierkegaard)

“La vida es como un tren de alta velocidad. La muerte, una parada obligatoria para reponer fuerzas en una estación desconocida, donde cogeremos el lento tren de la eternidad”.



La enfermedad mortal es la desesperación. Enfermedad del espíritu, del yo, la desesperación puede adquirir tres figuras: el desesperado inconsciente de tener un yo (en este caso no es verdadera desesperación); el desesperado que no quiere ser él mismo; y aquel que quiere serlo.
   El hombre es una síntesis de infinito y finito, de temporal y eterno, de libertad y necesidad. Desde este punto de vista el yo todavía no existe, es la relación de dos términos. El yo del hombre es una relación que se refiere a sí misma, y haciéndolo, a otra. De aquí surge que haya dos formas de verdadera desesperación. Si nuestro yo se hubiese planteado él mismo, no existirá más que una: no querer ser uno mismo, querer desembarazarse de su yo, y no se trataría de esta otra: la voluntad desesperada de ser uno mismo. Lo que en efecto traduce esta fórmula es la incapacidad del yo de alcanzar por sus solas fuerzas el equilibrio y el reposo.

¿Es la desesperación una ventaja o un defecto? No reteniendo más que la idea abstracta de ella, debería tomársela como una ventaja enorme. Ser pasible de este mal, nos coloca por encima de la bestia, progreso que nos diferencia mucho mejor que la marcha vertical o de lo sublime de nuestra espiritualidad. De este modo, es una ventaja infinita y, sin embargo, la desesperación no es solo la peor de las miserias, sino, también, nuestra perdición. Si es una ventaja poder ser lo que se desea, es una ventaja todavía mayor serlo, es decir, que el pasaje de lo visible a lo real es un progreso, una elevación. Por el contrario, con la desesperación, se cae de lo virtual a lo real, y el margen infinito entre lo virtual y lo real mide aquí la caída. Por lo tanto, es elevarse no estar desesperado. Aquí, lo real no es estar desesperado, es lo virtual impotente y destruido.

Esta idea de enfermedad mortal significa un mal cuyo término, cuya salida es la muerte, sin nada más después de ella. Y esto genera la desesperación. Lejos de que ese mal termine con la muerte física, su tortura, por el contrario, consiste en no poder morir. Así, estar enfermo de muerte es no poder morir. La desesperación es la ausencia de la última esperanza, la falta de muerte. La desesperación es la desesperación de no poder, incluso, morir.


 
Así pues, es la desesperación la enfermedad mortal, ese suplicio contradictorio, ese mal del yo: morir eternamente, morir sin poder morir sin embargo, morir la muerte. Pues morir quiere decir que todo ha terminado. Pero morir la muerte significa vivir la propia muerte; y vivirla un solo instante, es vivirla eternamente. Para que se muera de desesperación como de una enfermedad, lo que hay de eterno en nosotros, en el yo, debería poder morir, como hace el cuerpo, de enfermedad. 
   ¡Quimera! En la desesperación, el morir se transforma continuamente en vivir. Quien desespera no puede morir; como un puñal no sirve de nada para matar pensamientos; nunca la desesperación, gusano inmortal, inextinguible fuego, devora la eternidad del yo, que es su propio soporte, pero esta destrucción de sí misma que es la desesperación, es impotente y no llega a sus fines. Su voluntad propia está en destruirse, pero no puede hacerlo, y esta impotencia misma es una segunda forma de destrucción de sí misma, en la cual la desesperación no logra por segunda vez su finalidad, la destrucción del yo. Por el contrario, es ella el ácido, la gangrena de la desesperación, el suplicio cuya punta, dirigida hacia el interior, nos hunde cada vez más en una autodestrucción impotente. El fracaso de su desesperación para destruirse es una tortura que reaviva su rencor, pues acumulando incesantemente en la actualidad desesperación pasada, desespera de no poder devorarse ni de deshacerse de su yo, ni de aniquilarse.

Desesperar de algo no es pues, todavía, la verdadera desesperación; es su comienzo, se incuba como una enfermedad. Quien desespera, ¿no quiere desprenderse de su yo? Ese yo, que ese desesperado quiere ser, es un yo que no es él, lo que desea es separar su yo de su autor. Pero aquí fracasa, ese autor sigue siendo el más fuerte y le obliga a ser el yo que no quiere ser: no puede desembarazarse de sí mismo.
   Se puede demostrar la eternidad del hombre por la impotencia de la desesperación para destruir al yo, por esa atroz contradicción en la desesperación. Sin eternidad en nosotros mismos, no podríamos desesperar; pero si se pudiera destruir el yo, entonces tampoco habría desesperación.



Tal es la desesperación, ese mal del yo, la enfermedad mortal. El desesperado es un enfermo de muerte. Más que en cualquier otro mal, se ataca aquí a la parte más noble del ser; pero el hombre no puede morir por ello. La muerte no es aquí un término interminable del mal, es aquí un término interminable. La muerte misma no puede salvarnos de ese mal, pues aquí el mal con su sufrimiento y… la muerte consiste en no poder morir. Allí se encuentra el estado de desesperación: la eternidad, a pesar de todo pondrá luz a la desesperación de su estado y le clavará a su yo, así el suplicio continúa siendo siempre no poder desprenderse de sí mismo, y entonces el hombre descubre toda la ilusión que había en su creencia de haberse desprendido de su yo.

¿Y por qué asombrarse de este rigor?, puesto que ese yo, nuestro haber, nuestro yo, es la suprema concesión infinita de la Eternidad al hombre y su garantía. No existe un hombre exento de desesperación, en cuyo fondo no habite una inquietud, una perturbación, una desarmonía, un temor a algo desconocido o a algo que no se atreve a conocer, un temor a sí mismo. La concepción corriente de la desesperación pretende que cada uno de nosotros sea el primero en saber si está o no desesperado. Basta que uno se sienta tal, para que ya no pase por desesperado. De este modo se ratifica la desesperación cuando, en realidad, es universal. Lo raro no es estar desesperado, sino, por el contrario, lo raro, lo rarísimo es, verdaderamente, no estarlo.

La desesperación es fácil de imitar y uno se puede engañar, y por desesperación tomar toda clase de abatimientos sin consecuencias, todos los desgarramientos pasajeros, sin llegar a ella. Pero esta misma imitación es también desesperación, su insignificancia misma ya es desesperación. Estar confortado y sereno puede significar que se está desesperado; pues esa serenidad misma, esa seguridad puedan ser desesperación; e igualmente destacar que se la ha superado, que se ha conquistado la paz.

   La desesperación es precisamente la inconsciencia en que se encuentran los hombres sobre su destino espiritual. Incluso lo más bello y adorable, toda paz, armonía y gozo es, a pesar de todo, desesperación. Así, esa inocencia de algún modo es suficiente pata atravesar la vida.


Soren Kierkegaard - La enfermedad mortal

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