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miércoles, 3 de febrero de 2016

La justicia de la impunidad (F. Nietzsche)




Cuando el poder de la comunidad aumenta, ésta deja de conceder tanta importancia a los transgresores del individuo, pues ya no puede considerar que son tan peligrosos y subversivos como antes para la supervivencia del conjunto. Ya no se expulsa al malhechor, ni se le “priva de paz”. La ira general no puede seguir descargándose en él con tanto furor como antes, sino que, más bien, se defiende y protege cuidadosamente al malhechor desde ahora contra dicha ira y, en particular, contra la de los individuos que han sido perjudicados de una manera directa.

Entre los rasgos que va perfilando el desarrollo del código penal cabe señalar el compromiso con los individuos encolerizados por haber resultado perjudicados con la mala acción: un esfuerzo por aislar el caso e impedir que se amplíe o incluso se generalice la participación y la inquietud; los intentos de hallar equivalentes, y de solucionar la cuestión en términos generales (el arreglo), y, sobre todo, la voluntad cada vez más decidida de pensar que todo delito se puede pagar de algún modo, esto es, la voluntad de separar, en cierto grado, al delincuente de su acción.



Si crecen el  poder y la autoconciencia de una comunidad, el derecho penal se suaviza también; pero cuando la comunidad se debilita o corre algún peligro un tanto grave, el derecho penal vuelve a revestir formas más duras. El “acreedor” se ha vuelto siempre más humano en la medida en que se ha ido enriqueciendo; hasta el punto de que cabe decir incluso que la medida de su riqueza viene determinada por la cantidad de daños que es capaz de soportar sin padecer por ello. Cabe la posibilidad de concebir una conciencia de poder tal por parte de la sociedad en la que ésta pueda permitirse el lujo más noble: el de dejar impunes a quienes le han perjudicado. “¿Qué me importan mis parásitos? -podría decir entonces-, que vivan y prosperen, ¡sigo siendo lo bastante fuerte para ello!...”
    La justicia, que empezó diciendo: “Todo se puede y se tiene que pagar”, acaba cerrando los ojos y dejando escapar al insolvente. Como todo lo bueno de la tierra, termina autodestruyéndose. Es sabido que esta autodestrucción de la justicia recibe el bello nombre de perdón, el cual sigue siendo, como se desprende, el privilegio del más poderoso, mejor aún, su superación de la justicia.



En todas partes donde se ha ejercido y mantenido la justicia, observamos que un poder más fuerte busca el medio de poner fin al loco furor del resentimiento, entre personas más débiles y situadas por debajo de él (ya sean grupos o individuos), bien sustrayendo de la venganza el objeto del resentimiento, bien situando en lugar de la venganza la lucha contra los enemigos de la paz y del orden, bien creando, proponiendo y a veces imponiendo acuerdos, o bien elevando a la categoría de norma cosas que equivalieran a los daños, para que, desde ese momento y para siempre, el resentimiento recurriese a ella.
   Ahora bien, lo decisivo, lo que hace e impone la potestad suprema, en cuanto tiene fuerza para ello, contra la supremacía de los sentimientos contrarios y reactivos, es establecer la ley y declarar imperativo todo lo que a sus ojos ha de aparecer como permitido y justo, y lo que ha de aparecer como prohibido e injusto. En la medida en que, una vez establecida la ley, esta potestad suprema considera toda transgresión y arbitrariedad de los individuos o de grupos enteros como delito contra la ley y rebelión contra la propia potestad suprema, aleja del sentir de sus súbditos el daño inmediato, provocado por esos delitos. De este modo, acaba logrando a la larga lo contrario de lo que pretende toda forma de venganza, que lo único que ve y que hace valer es el punto de vista del perjudicado. A partir de este momento, los ojos, incluso los del propio perjudicado, se ejercitan a acercarse a una apreciación del acto cada vez más impersonal. Según esto, lo “justo y lo injusto” solo aparecen cuando se ha establecido la ley.




Concebir un orden de derecho como algo soberano y general, no como un medio en la lucha de conjuntos de poder, sino como un medio contra toda lucha en general, según una regla que considera iguales a todas las voluntades, constituiría un principio enemigo de la vida, un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado contra el futuro de éste, una muestra de cansancio, una sinuosa vía que llevaría a la nada.


Friedrich Nietzsche – Genealogía de la Moral

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