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lunes, 19 de marzo de 2018

El Medio Divino (Teilhard de Chardin)




Vivimos en medio de la red de influencias cósmicas, como en el seno de la masa humana, o como en medio de las miríadas de estrellas, sin tomar conciencia de su inmensidad. Si queremos vivir la plenitud de nuestra humanidad nos es preciso superar esta insensibilidad que tiende a ocultarnos las cosas a medida que se hacen demasiado próximas y demasiado grandes. Vale la pena que hagamos el saludable ejercicio que consiste en seguir las prolongaciones de nuestro ser a través del Mundo. Quedaremos estupefactos al constatar cuánta es la extensión y la intimidad de nuestras relaciones con el universo.

El hombre solo escapa al terrible aburrimiento del deber monótono y banal enfrentándose con las ansiedades y la tensión interior de la “creación”. Por interesante y espiritual que sea, el trabajo es un alumbramiento doloroso. Crear u organizar energía material, verdad y belleza es un tormento interior que le roba la vida pacífica y replegada, donde propiamente anida el vicio del egoísmo y del apego. No solo debe el hombre saber abandonar su tranquilidad y su reposo, sino que le es preciso saber renunciar incesantemente, mediante formas mejores, a las prácticas primeras de su industria, de su arte, de su pensamiento. Detenerse a gozar, a poseer, sería una falta contra la acción. Una y otra vez hay que superarse, desprenderse de sí mismo, dejar tras uno, en cada instante, los proyectos más urgentes. El desasimiento no consiste solo en la sustitución continua de un objeto por otro del mismo orden. En virtud de un maravilloso poder ascendente encerrado en las cosas, cada realidad alcanzada y superada nos permite acceder al descubrimiento y a la prosecución de un nivel de calidad espiritual superior. Cuanto más nobles son los deseos y las acciones de un hombre, más avidez tiene de las cosas grandes y sublimes. Necesitará crear organizaciones generales, abrir caminos nuevos, defender grandes causas, descubrir Verdades, tener un ideal que sostener y mantener. Poco a poco, el gran soplo del Universo, que le penetró por el resquicio de una acción humilde, pero fiel, le dilata, le eleva, le transporta.



El hombre, al propio tiempo que se ve llevado por el desarrollo de sus fuerzas a descubrir metas cada día más elevadas, tiende a hallarse dominado por el objeto de sus conquistas, y acaba por adorar aquello contra lo que luchaba. Le subyuga la magnitud de lo que él ha desvelado y desencadenado. Y por su naturaleza de elemento se ve llevado a reconocer que, en el acto definitivo que ha de reunirse con el Todo, los dos términos de la Unión son desmesuradamente desiguales. Él, siendo el más pequeño, ha de recibir más que dar. Y es así que se halla preso por lo pensó apresar.

Si nos fijamos, vemos, en efecto, con cierto estremecimiento, que no ascendemos a la reflexión  y a la libertad más que por la finísima punta de nosotros mismos. Inmediatamente, más allá empieza una noche impenetrable y, no obstante, saturado de presencias: la noche de todo cuanto está en nosotros y en torno a nosotros, sin nosotros y a pesar de nosotros. En verdad, a partir de cierta distancia, todo es negrura y, sin embargo, todo está lleno de ser en torno a nosotros. He aquí las tinieblas cargadas de promesas y amenazas que habrá de iluminar y de animar con la Presencia Divina.



¿Qué ciencia podrá revelar al hombre el origen, la naturaleza, el régimen de la potencia consciente de su voluntad y de amor de que está hecha su vida? Sin duda no es ni nuestro esfuerzo, ni el esfuerzo de nadie en torno a nosotros, el que ha desencadenado esta corriente. No intentemos, pues, evadirnos del Mundo antes de tiempo. Sepamos orientar nuestro ser en el flujo de las cosas; y entonces, en lugar del lastre que nos llevaba  al abismo del placer y del egoísmo, sentiremos que de las criaturas surge un “componente” saludable, que siguiendo un proceso saludable nos dilatará, nos arrancará a nuestras mezquindades, nos impelirá imperiosamente hacia el acrecentamiento de nuestras perspectivas, hacia la renuncia de los sabrosos goces, hacia el gusto por bellezas cada vez más espirituales. La propia Materia, que parecía aconsejarnos el mayor placer y el menos trabajo, se habrá convertido para nosotros en un principio de menor goce y mayor esfuerzo.

Materia fascinante y fuerte, materia que acaricias y virilizas, ,materia que enriqueces y que destruyes –confiando en las influencias celestes que han perfumado y purificado tus aguas-, me abandono a tus poderosas capas. Arrástrame a tus encantos, nútreme con tu savia. Enduréceme con tu resistencia. Líbrame de tus amarguras. Y, en fin, por toda tú misma, divinízame.

Por el Medio Divino el contacto con la Materia purifica y la castidad florece como sublimación del amor. En el Medio Divino, el desarrollo lleva a la renuncia. El asimiento a las cosas nos aparta de cuanto tienen de caduco. La Muerte se convierte en una Resurrección.
    Ahora bien, si buscamos de dónde pueden venirle al Medio Divino tantas perfecciones sorprendentemente unidas entre sí, descubrimos que todas ellas derivan de una sola perfección “fontanal”, que podemos expresar de esta manera: Dios se descubre en todas partes, cuando le buscamos en nuestros tanteos, como un medio universal, en cuanto es el punto último en el que convergen todas las realidades. Cada elemento del mundo no subsiste sino a manera de un cono cuyas generatrices se enlazaran en Dios que la atrae. Por tanto, todas las criaturas no pueden ser consideradas sin que en lo más íntimo y más real de ellas no se descubra la misma realidad, una bajo la multiplicidad, inasible en su proximidad, espiritual bajo la materialidad.



Este foco, esta Fuente, están en todas partes. La Omnipresencia divina no es más que el efecto de su extrema espiritualidad. Y a la luz de este descubrimiento podemos reemprender nuestra marcha a través de las maravillosas sorpresas que nos reserva inagotablemente el medio Divino.


Establezcámonos en el Medio Divino. Nos encontraremos en lo más íntimo de las almas y en lo más consistente de la materia. Descubriremos, con la confluencia de todas las bellezas, el punto ultravivo, el punto ultrasensible, el punto ultraatractivo del Universo. Y, al mismo tiempo, sentiremos que se ordena sin esfuerzo, en el fondo de nosotros mismos, la plenitud de nuestras fuerzas.


Pierre Teilhard de Chardin – El Medio Divino

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