Páginas

lunes, 30 de diciembre de 2013

Más importantes que la reforma son el amor y el respeto (R. Tagore)


No se le puede pedir a la sociedad que contemple con los brazos cruzados cómo unos cuantos renegados tratan de abatirla haciendo lo que les venga en gana. Es natural que se desconfíe de esa gente y se considere mal hecho lo que ellos tal vez hagan de buena fe. Y si la sociedad ve un mal en lo que ellos estiman su bien, eso no es más que uno de los muchos castigos que atraen sobre sí los que la burlan a sabiendas. No pretenderán que, mientras ellos se pavonean, sus adversarios les aplaudan; eso sería pedirle mucho al mundo. Y si eso sucediera, el mundo sería un lugar poco recomendable.




¡Reforma! La reforma puede esperar. Más importantes que la reforma son el amor y el respeto. Si consideras que primero hay que destruir las malas costumbres y las creencias equívocas, cada vez que quieras cruzar el océano tendrás que empezar por achicar el agua. Desecha todo tu orgullo y todo tu desprecio y, con auténtica humildad, identifícate con todos; entonces, con amor, podrás poner remedio a millares de defectos e injusticias. Toda sociedad tiene sus faltas y sus debilidades; pero mientras sus individuos se sientan hermanados por el amor podrán neutralizar el veneno. La causa de la podredumbre está siempre en el aire, pero mientras tú sigas vivo no podrá actuar, porque solo las cosas muertas se pudren.

La diosa a la que yo adoro no es bella. La encuentro donde hay pobreza y hambre, dolor y oprobio. No se le rinde culto con honores y cánticos, sino con sangre. Sin embargo, mi mayor alegría es que no ofrezca ningún elemento de simple placer; no, hay que prepararse a luchar con todas las fuerzas y a renunciar a todo. Su imagen se nos muestra con crudo realismo y sin paliativos; es un despertar, irresistible e insoportable, cruel y terrible que pulsa con tal violencia las fibras de nuestro ser que, todas las notas de la escala se quiebran en un sonido desgarrador. Cuando pienso en ello, el corazón me salta en el pecho, la alegría que siento es una alegría de hombre. Lo que busca el hombre es la visión de lo nuevo apareciendo en toda su belleza sobre la llameante cresta de lo viejo, que es destruido. Sobre el fondo de este cielo rojo de sangre, distingo un futuro radiante, libre de ataduras, lo estoy viendo ahora, en este amanecer; escucha, en mi pecho resuena el latir de los tambores.

Aquello que es más grande que la patria solo puede revelársenos a través de ella. Dios ha manifestado su naturaleza única y eterna en distintas formas. Pero quienes dicen que la verdad es una y, por consiguiente, solo hay una religión verdadera, aceptan tan solo esta verdad, es decir: que la verdad es una, pero omiten reconocer la verdad de que la verdad es ilimitada. La unidad infinita se manifiesta en la multiplicidad infinita.

Mientras disfrutamos de las comodidades de nuestra casa, no podemos darnos cuenta del inmenso privilegio que es tener el aire y la luz del exterior y nos olvidamos de los que, con culpa o sin ella, son sometidos a insulto y a encierro y quedan privados de este don de Dios. No pensamos en esas gentes ni nos sentimos ligados a ellos. Yo quiero ahora ser marcado con el mismo estigma que ellos.

Quienes se dan por satisfechos adoptando la postura de jueces son, en su mayoría, dignos de lástima. Los que están en la cárcel pagan las culpas de quienes juzgan al prójimo, pero no a sí mismos. Muchos son los que tienen parte en la perpetración de un delito, pero solo unos pocos desgraciados lo purgan. Cuándo, cómo y dónde expiarán su culpa los que ahora viven cómodamente es algo que no sabemos. Pero, por lo que a mí respecta, yo denuncio esa falta respetabilidad y prefiero llevar en mi pecho la marca de la infamia humana.



En este mundo, las cosas no ocurren como nosotros quisiéramos. Primero te rondan sigilosamente, como el tigre en acecho, y luego, de pronto, sin que tú sepas cómo, te saltan al cuello. También las noticias, al principio, son como una hoguera apagada; pero se prende fuego y nadie puede extinguirlo. Por esta razón a veces pienso que el único medio de ser libre es mantenerse absolutamente estacionario. ¿Y dónde está la libertad si tú eres el único que permanece estacionario? Si el resto del mundo opta por mantenerse en movimiento, ¿Por qué va a permitírsete permanecer estático? Eso sería contraproducente, pues cuando la marcha hubiese comenzado y te quedases solo, no podrías por menos que considerar a tu inmovilidad como un engaño. Así, pues, has de permanecer siempre alerta; de lo contrario, cuando todo avance, tú no estarás preparado.

Piensa bien si obras en beneficio de una secta o en el de toda la humanidad. ¡Qué distintas necesidades, qué diferencias de carácter, qué multitud de tendencias! Todos los hombres no están en la misma etapa del camino; unos están al pie de las montañas, otros frente a los mares y otros al borde de las llanuras, pero ninguno puede mantenerse estacionario, todos deben mantenerse en movimiento. ¿Quieres imponer a todos tu secta? ¿Pretendes cerrar los ojos e imaginar que todos los hombres son iguales y que han venido al mundo para hacerse miembros de tu secta? Si ésta es tu idea, entonces dime ¿en qué te diferencias de esas naciones ladronas que, a causa de su culto a la fuerza física, se niegan a reconocer que las diferencias entre los pueblos son de un valor incalculable para toda la humanidad, y creen que la mayor ventura imaginable sería que ellos conquistaran a todas las naciones del mundo poniéndolas bajo su yugo y reduciendo a todos los hombres a la esclavitud?

Dios hizo a los hombres distintos unos de otros por sus ideas y por sus obras, con una gran variedad de credos y de costumbres, pero fundamentalmente iguales en su humanidad. En todos hay algo que ha de identificarnos a unos con otros y nos revelará la existencia de un ser grande y maravilloso en el que hallaremos la explicación del secreto que se esconde bajo la historia de las religiones.


Veremos que la llama de sacrificios pasados sigue ardiendo entre las cenizas, y vendrá un día en el que, rebasando los límites de tiempo y lugar, esta llama abarcará todo el mundo.


Rabindranath Tagore – Gora


viernes, 27 de diciembre de 2013

El hombre, ese contemplador de estrellas… (Marius Lleget)




Las estrellas representan mucho más que una realidad objetiva y material. Las estrellas invitan a soñar, a pensar en voz alta, a meditar en lo efímero de nuestras vidas y, también, en las inmensas posibilidades de nuestro espíritu… en el supuesto de que quisiéramos desarrollarlas.

En los magnos laberintos de piedra de las urbes modernas, y sumido en su ambiente ensordecedor, nace un nuevo género humano, a semblanza de las estrellas, que también nacen y mueren cada día en múltiples lugares del Universo, brota una nueva humanidad, cada día más numerosa, pero apartada de los murmullos de la fuente eterna de la Naturaleza. Y, si bien es verdad que nunca llegaremos a ser tantos como las estrellas, al paso que vamos, también es cierto que jamás estableceremos un nexo de unión entre nosotros y la armonía universal.

En efecto, a quien observe la cultura humana con ojos de filósofo, ¡cuán lento le parecerá el desarrollo de las múltiples elucubraciones político-sociales en sus intentos por superar los convencionalismos que rigen el proceso histórico!. Lenta es la aparición de las mentes que contemplan la Tierra como fértil huerto y jardín del género humano. En la mente humana hay alturas, cimas de oleaje, profundidades y tersas llanuras. Es el mar de las creaciones espirituales, cuyas olas más altaneras a veces van a perderse sin fuerza en las playas yermas de la Decadencia. El hombre del siglo XX propende a los objetivos y lo material de una manera mercantilista y fría. Y las estrellas, que científicamente se nos acercan, en realidad cada vez se hallan más lejos de nosotros.

¿Por qué? Porque lo que el homo technologicus considera grande, no es más que una ciencia llegada a un óptimo grado de desarrollo, como las maravillas de la electrónica o de la astronáutica, que circundan el mundo, y se adentran en el espacio de cuatro dimensiones, auténticas obras de arte de una joven ingeniería muy refinada, pero a las que una persona sensible encuentra a faltar alma. A pesar de sus logros, la ciencia y la técnica de nuestra época no tienen carisma, están faltas del soplo del espíritu.



Para el observador que aún atesora dentro de su piel el alma de las antiguas catedrales, la profunda melancolía de la noche estrellada es como el eco redivivo de viejas y olvidadas canciones tradicionales. Es como un sentimiento atávico que nos invita a reflexionar en no sabemos qué remotos orígenes, porque el alma se nos eleva, se nos va hacia arriba en busca de las esferas, como atraída por ellas, como si quisiera retornar a una presentida patria sin nombre.

Pero lo material, la lucha de todos contra todos, propia de una absurda sociedad competitiva se ha convertido en la bandera del mundo. Ajenas le son al hombre las estrellas como nunca lo habían sido. Frías, distantes y mudas. Antaño la noche era viva. Todo, en este mundo y en el de las estrellas, era vivo. Existía como un invisible lazo, un nexo de unión entre el hombre y los relucientes astros. Hoy, millones de mundos, enjambres de soles quedan eclipsados por la luz eléctrica de las populosas ciudades. El hombre de nuestro tiempo, que vive y que plasma en esas urbes su carácter, ya no conoce las estrellas. Cedieron su valimiento y el espacio de su idilio a los formidables rascacielos de hierro y de cemento, de cristal y de acero. Un nuevo espíritu dotado de otra inteligencia y de otro corazón se ha ido forjando, alejado de la fuente clara y original de la naturaleza.

Nunca han estado las estrellas más distantes de los hombres, y ellos tan cerca de ellas. Poderosos telescopios, aparatos de la mayor precisión, obras portentosas de la técnica fotográfica… es de ese modo que nos acercamos a las estrellas. Pero, ¿es una cercanía real? ¿Llegamos a la esencia verdadera de lo real? ¿O bien solo logramos hilaciones aparentes, producidas por nuestra limitada comprensión? Finalmente, ¿acaso de lo inasequible e inconmensurable sacamos una estructura formal, para edificar algo tangible a semblanza de nuestra facultad creadora?

Desde que el hombre se cree otro, y todo porque domina la Naturaleza con su técnica, algo importante ha cambiado en este mundo. No es que la técnica sea mala en sí misma: es la exhaustiva aplicación que de ella hace el hombre lo que es –o resulta– malo. Recordemos aquel infausto día de Agosto de 1945 en Hiroshima. Comenzó una nueva era bajo el signo de la adoración a la máquina, el combinado electrónico-cibernético que elevaría a la falsa diosa computadora a categoría de oráculo. A partir de entonces es como si la humanidad, enloquecida, se hubiera apoderado del fuego sagrado de los dioses. Quien dice “humanidad”, ya se entiende, dice los líderes del nuevo mundo político-tecnológico industrial.



Y ante la usurpación idólatra, ante el nuevo fetiche de oro, diríase que las estrellas tiemblan perdidas en la noche, horrorizadas por la traición del hombre a su hermano hombre. A pesar de todo, el hombre no ha perdido su conexión cósmica, porque cuando hay grandeza en la obra humana, muchas veces está en función de lo que comprenda del alma o armonía del universo. Una corriente vital fluye a través de las venas del tiempo y nos hace perennes, si no inmortales, a través de la relatividad de nuestro mundo, contrastada con la presencia eternamente renovada de las estrellas en la huida incesante de las estaciones y las edades. Diríase que las creaciones espirituales del hombre se reflejan en la luz de los astros y nos son devueltas a su debido tiempo por esos ojos y oídos de la noche que son los luceros.

En el firmamento aprendemos dos cosas muy importantes: modestia y dignidad. Modestia, porque la contemplación del Universo nos hace ver que no somos más que simples avecillas temblorosas en el árbol de la Tierra. Y la dignidad que se funda en nuestro código genético, esa especie de abecedario universal capaz de ayudarnos a pensar cósmicamente. Reconocer que somos simples parásitos inteligentes sobre un móvil grano de arena. Hermanos somos, a quienes la madre Naturaleza presta un arado en el inmenso imperio del ser. Cuando los hombres de todas las naciones aprendan a sentirse hijos del Cosmos y a considerarse hermanos de todos sus habitantes, el Libro de la Historia será considerado por la humanidad como el testimonio de un bárbaro pasado en trance de definitiva liquidación.


La dignidad humana corre paralela con la adquisición de una conciencia cósmica. Iniciémonos en la razón cósmica; aprendamos a ser así; sumémonos en la magnitud del Universo y veremos cómo las lejanas estrellas se nos acercan. Y no nos avergüence soñar un poco. ¿Hemos pensado acaso que las estrellas pudieran no ser, en última instancia, más que un sueño divino: el sueño de Dios?


Marius Lleget – El Enigma del Quinto Planeta


viernes, 20 de diciembre de 2013

Es preciso que el hombre se haga él mismo obra de Dios (Eloi Leclerc)

“Francisco me abrió el alma a la sintonía profunda de las cosas y a la armonía de todo lo que vive. En un universo desencantado, él ha sido para mí el encantador. Me ha mostrado el camino de una humanidad verdadera...” “Estaba condenado a escribir caóticos recuerdos infernales. Pero he aquí que el encuentro con el Pobre de Asís hizo brillar en mi camino una claridad divina. Y mi "amarga amargura" se trocó, más allá del horror, en un dulcísimo canto”




(Dedicado con cariño a las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones de Madre Carmen; su labor con los ancianos es digna de elogio y admiración. Diariamente se hacen "obra de Dios")


La palabra más terrible que haya sido pronunciada contra nuestro tiempo es quizá ésta: “Hemos perdido la ingenuidad.” Decir eso no es condenar necesariamente el progreso de las ciencias y de las técnicas de que está tan orgulloso nuestro mundo. El progreso es en sí admirable. Pero es reconocer que este progreso no se ha realizado sin una pérdida considerable en el plano humano. El hombre, enorgullecido de su ciencia y de sus técnicas, ha perdido algo de su simplicidad.

Los impulsos de la fe, como las fidelidades humanas, se apoyan sobre adhesiones vitales e instintivas particularmente fuertes. Y no estaban de ningún modo sacudidas o enervadas. El hombre participaba del mundo, ingenuamente.
Al perder esta “ingenuidad”, el hombre ha perdido también el secreto de la felicidad. Toda su ciencia y todas sus técnicas le dejan inquieto y solo. Solo ante la muerte. Solo ante sus infidelidades y las de los otros, en medio del gran rebaño humano. Solo en los encuentros con sus demonios, que no le han desertado. En algunas horas de lucidez el hombre comprende que nada, absolutamente nada, podrá darle una alegre y profunda confianza en la vida, a menos que recurra a una fuente que sea al mismo tiempo una vuelta al espíritu de infancia.

Hay un tiempo para todos los seres. Pero ese tiempo no es el mismo para todos. El tiempo de las cosas no es el de los animales. Y el de los animales no es el de los hombres. Y, sobre todo y diferente a todo, está el tiempo de Dios que encierra todos los otros y les sobrepasa. El corazón de Dios no late al mismo ritmo que el nuestro. Tiene su movimiento propio. El de su eterna misericordia, que se extiende de edad en edad y no envejece nunca. No es muy difícil entrar en este tiempo divino. Y, sin embargo, solamente en él podemos encontrar la paz. ¿Quién se atrevería a pretender que vive en el tiempo de Dios? Sería preciso para eso tener el corazón mismo de Dios.
Aprender a vivir en el tiempo de Dios; ahí está seguramente el secreto de la Sabiduría.



La tierra con su vida secreta no se había separado de este tiempo, lo mismo que las estrellas del cielo. Las grandes árboles en el bosque dilataban sus ramas al soplo de Dios, igual que en los primeros días de la creación. Con el mismo temblor. Solo, el hombre había salido de ese tiempo del principio. Había querido trazar su camino y vivir en su propio tiempo. Y desde entonces no conocía descanso, sino la solamente el cansancio, la turbación y la precipitación hacia la muerte.

Un hombre a quien invade la turbación deja ver que la fuente de inspiración de sus actos no es pura, está mezclada. Mientras que un hombre tiene todo lo que desea, no puede saber si es verdaderamente el espíritu de Dios el que le conduce. Es tan fácil elevar sus vicios a la altura de virtudes, y buscarse a sí mismo bajo apariencia de fines nobles y desinteresados. Y eso con la mayor inconsciencia. Pero cuando llega la ocasión en que el hombre que así se miente a sí mismo se ve contradicho y contrariado, entonces cae la máscara. Se turba y se irrita. Detrás del hombre “espiritual”, que no era más que un personaje prestado, aparece el hombre “carnal”. Vivo, con todas sus uñas, defendiéndose. Esa turbación y esa agresividad revelan que el hombre es llevado por otros fondos que los del espíritu.

Dios coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria. Dios se hace entonces el azul de su alma. Contemplar la gloria de Dios, descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser, gozarse totalmente de lo que Él es. Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por Sí mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu de Dios no deja de derramar en nuestros corazones, y es eso tener un corazón puro. Pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y poniéndose en tensión.

Es preciso simplemente no guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo, aun esa percepción aguda de nuestra miseria; dejar sitio libre; aceptar el ser pobre; renunciar a todo lo que pesa, aun el peso de nuestras faltas; no ver más que la gloria de Dios y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se hace entonces ligero, no se siente ya el mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha abandonado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en un simple y puro querer a Dios. Dios es como el sol. Se le vea o no se le vea, que aparezca o se oculte, Él brilla. ¡Vaya usted a impedir al sol que brille! Pues menos se puede todavía impedir a Dios que derrame su misericordia. Hay en eso algo de maravilloso y también de temible. Depende de cada uno de nosotros, por nuestra parte, que los hombres sientan o no la misericordia de Dios. Por eso la bondad es una cosa tan grande.



El hombre no es grande hasta que se eleva por encima de su obra para no ver más que a Dios. Solamente entonces alcanza toda su talla. Pero esto es muy difícil. Ese renunciamiento está por encima de las fuerzas humanas. Solo el entusiasmo es creador; pero crear algo es también marcarlo con su sello, hacerlo suyo inevitablemente. Esta obra que ha hecho, en la medida en que él se apega, se hace para él el centro del mundo; le pone en un estado de indisponibilidad radical. Será preciso romperse para arrancarle de ella. Esta crisis inevitable se presenta más pronto o más tarde en todos los estados de vida. El hombre se ha consagrado a fondo a su obra y ha creído darle gloria a Dios por su generosidad, y he aquí que, de repente, Dios parece abandonarle a sí mismo, parece pedirle que renuncie a su obra. El hombre no es salvado por sus obras, por muy buenas que sean. Es preciso que se haga él mismo obra de Dios. Debe hacerse más maleable y más humilde en las manos de su Creador que la arcilla en manos del alfarero. Solamente a partir de este estado de abandono el hombre puede abrir a Dios un crédito ilimitado. Se hace niño y juega el juego divino de la creación. Más allá del dolor y del gozo, llega al conocimiento de la alegría y el poder. Puede mirar con un corazón igual al sol y a la muerte. Con la misma gravedad y con la misma alegría.

El hombre no sabe verdaderamente más que lo que experimenta.
El hombre que sigue su idea permanece cerrado en sí mismo. No comunica verdaderamente con los otros seres. No llega a conocer nunca el universo. Le falta el silencio, la profundidad y la paz. La profundidad de un hombre está en su poder de acogimiento. La mayor parte de los hombres permanecen aislados en sí mismos, a pesar de todas las apariencias. Se agitan desesperadamente en el interior de sus límites. A fin de cuentas, se encuentran como al principio. Creen haber cambiado algo, pero mueren sin haber visto ni siquiera la luz. No se han despertado nunca a la realidad. Han vivido en sueños.

Basta que Dios sea Dios. Solo el hombre que acepta a Dios de esta manera es capaz de aceptarse verdaderamente a sí mismo. Se hace libre de todo querer particular. Ninguna otra cosa viene a turbar en él el juego divino de la creación. Su querer se ha simplificado y al mismo tiempo se hace vasto y hondo como el mundo. Ya nada le separa del acto creador. Ve claro en el interior del mundo. Descubre esa soberana bondad que está en el origen de todos los seres. Participa él mismo en la gran forma de la bondad.

Es preciso ir hacia los hombres. La tarea es delicada. El mundo de los hombres es un inmenso campo de lucha por la riqueza y el poder, y demasiados sufrimientos y atrocidades les ocultan el rostro de Dios. Es preciso que al ir hacia ellos no les aparezcamos como una nueva especie de competidores. Debemos ser en medio de ellos testigos pacíficos de Dios, hombres sin avaricias y sin desprecios, capaces de hacerse realmente sus amigos.


Eloi Leclerc – Sabiduría de un pobre

martes, 17 de diciembre de 2013

Lo importante sería conocer el pensamiento de Dios (Stephen Hawking)

Nos hallamos en un mundo desconcertante. Queremos darle sentido a lo que vemos a nuestro alrededor, y nos preguntamos: ¿cuál es la naturaleza del universo? ¿Cuál es nuestro lugar en él y de donde surgimos él y nosotros? ¿Por qué es como es?




Para tratar de responder a estas preguntas adoptamos una cierta “imagen del mundo”. Del mismo modo que una torre infinita de tortugas sosteniendo a una tierra plana es una imagen mental, lo es la teoría de las supercuerdas. Ambas son teorías del universo, aunque la última es mucho más matemática que la primera. A ambas teorías les falta comprobación experimental.

Los primeros intentos teóricos de descubrir y explicar el universo involucraban la idea de que los sucesos y los fenómenos eran controlados por espíritus con emociones humanas, que actuaban de una manera muy humana e impredecible. Tenían que ser aplacados y había que solicitar sus favores para asegurar la fertilidad del suelo y la sucesión de las estaciones. Gradualmente, sin embargo, tuvo que observarse que había algunas regularidades. El Sol, la Luna y los planetas seguían caminos precisos a través del cielo, que podían predecirse con antelación y con precisión considerables.

A medida que la civilización evolucionaba y, particularmente en los últimos trescientos años, fueron descubiertas más y más regularidades y leyes. En el determinismo científico de LaPlace Dios elegiría cómo comenzó el universo y qué leyes obedecería, pero no intervendría en el universo una vez que éste se hubiese puesto en marcha. El determinismo era incompleto en dos sentidos. No decía cómo deben elegirse las leyes y no especificaba la configuración inicial del universo.

La mecánica cuántica se ocupa de esta situación, en la que las partículas no tienen posiciones ni velocidades bien definidas, sino que están representadas por una onda. Pero quizás ése es nuestro error: tal vez no existan posiciones ni velocidades de partículas, sino solo ondas. El hecho de que la gravedad sea siempre atractiva implica que el universo tiene que estar expandiéndose o contrayéndose. De acuerdo con la teoría general de la relatividad, tuvo que haber un estado de densidad infinita en el pasado, el big bang, que habría constituido un verdadero principio del tiempo. De forma análoga, si el universo entero se colapsase de nuevo tendría que haber otro estado de densidad infinita en el futuro, el big crunch, que constituiría un final del tiempo. Incluso si no se colapsase de nuevo, habría singularidades en algunas regiones localizadas que se colapsarían para formar agujeros negros. En el big bang y las otras singularidades todas las leyes habrían fallado, de modo que Dios aún habría tenido completa libertad para decidir lo que sucedió y cómo comenzó el universo.




Parece haber una nueva posibilidad que no surgió antes: el espacio y el tiempo juntos podrían formar un espacio de cuatro dimensiones finito, sin singularidades ni fronteras. Pero si el universo es totalmente autosostenido, sin singularidades ni fronteras y es descrito completamente por una teoría unificada, todo ello tiene profundas implicaciones sobre el papel de Dios como Creador.

Einstein una vez se hizo la pregunta: ¿cuántas posibilidades de elección tenía Dios al construir el universo? Si la propuesta de la no existencia de frontera es correcta, no tuvo ninguna libertad en absoluto para escoger las condiciones iniciales. Habría tenido todavía, por supuesto, la libertad de escoger las leyes que el universo obedecería. Incluso si hay solo una teoría unificada posible, se trata únicamente de un conjunto de reglas y ecuaciones. ¿Qué es lo que insufla fuego en las ecuaciones y crea un universo que puede ser descrito por ellas? ¿Por qué atraviesa el universo por todas las dificultades de la existencia? ¿Es la teoría unificada tan convincente que ocasiona su propia existencia? O necesita un Creador y, si es así, ¿tiene éste algún otro efecto sobre el universo? ¿Y quién lo creó a él?

Hasta ahora, la mayoría de los científicos han estado demasiado ocupados con el desarrollo de nuevas teorías que describen cómo es el universo para hacerse la pregunta de por qué. Por otro lado, los filósofos no han podido avanzar al paso de las teorías científicas.




No obstante, si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras, comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces, todos, filósofos, científicos y la gente corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si encontramos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios.


Stephen H. Hawking – Historia del Tiempo

lunes, 16 de diciembre de 2013

Presenciar al observador (Osho)

La meditación no es algo nuevo, llegaste al mundo con ella; lo nuevo es la mente, la meditación es tu naturaleza, es tu mismo ser. ¿Cómo puede ser difícil? Lo hacemos difícil al luchar contra aquello que pensamos que nos está impidiendo ser libres o al buscar algo que presumimos nos va a dar libertad. Realmente se la encuentra al relajarnos en eso que somos, viviendo la vida momento a momento.
La meditación es nada más que un artificio para que tomes conciencia de tu verdadero ser, que no creaste, ni necesita que lo crees… el que ya eres. Naces con él… ¡lo eres! Necesita que lo descubras.



No hay que hacer nada; solamente sé un espectador, un observador mirando el tráfico de la mente –pensamientos que pasan, deseos, recuerdos, sueños, fantasías…–. Simplemente mantente distanciado, sereno, presenciando, observando, viendo sin juicios, sin condenas, sin decir: “esto es bueno o esto es malo”.
Ése es todo el secreto de la meditación, que te conviertas en el espectador. El núcleo esencial, el espíritu de la meditación es aprender a presenciar. Presenciar significa una observación desapegada, desprejuiciada.

Tu ser íntimo no es otra cosa que el cielo interno. Las nubes van y vienen, los planetas nacen y desaparecen, las estrellas surgen y mueren. Y el cielo interno se mantiene igual, intocable, inmaculado, sin huellas. A ese cielo interno le llamamos el espectador, y esa es toda la meta de la meditación.
Entra, disfruta del cielo interno. Y recuerda: cualquier cosa que puedas ver, cualquier cosa que surja, eso no eres. Puedes ver pensamientos y no eres los pensamientos; puedes ver tus sentimientos y no eres tus sentimientos; puedes ver tus sueños, tus deseos, tus recuerdos, tus imaginaciones, tus proyecciones… y no eres nada de eso.

Sigue eliminando todo lo que puedas ver; entonces, un día, surge un momento tremendo, el momento más significativo de nuestras vidas, cuando ya no queda más nada por eliminar. Todo lo que viste desapareció y solamente queda el que ve. Ese que ve es el cielo claro. Saberlo es no tener miedo y estar lleno de amor. Saberlo es ser Dios, es ser inmortal.



Meditación es aventura, la aventura más grande que pueda emprender la mente humana. Meditación es ser, simplemente, sin hacer nada –sin acción, sin pensamiento, sin emoción–. Simplemente, eres, y es un deleite puro. ¿De dónde viene este deleite cuando no estás haciendo nada? No viene de ninguna parte, o viene de todas partes. Es sin causa, porque la existencia está hecha de una sustancia llamada deleite. Cuando no estás haciendo nada en absoluto –corporalmente, mentalmente, ni a ningún nivel, cuando para toda actividad y solamente eres–, eso es meditación. No puedes hacerlo, no puedes practicarlo, solamente tienes que entenderlo.
La meditación va a ayudarte a desarrollar la propia facultad intuitiva. Va a ser algo diferente para cada individuo. Cada uno es único, y buscar y explorar tu unicidad es una gran emoción, una gran aventura.

Siempre que puedas encontrar un tiempo para ser, simplemente, deja el hacer. Pensar también es hacer, concentrarse también es hacer. Incluso si por un momento dejas de hacer y solamente te quedas en tu centro, totalmente relajado, eso es meditación. Una vez que te das cuenta de la forma en que tu ser puede quedarse imperturbable, más adelante puedes empezar a hacer cosas, manteniéndote alerta de que tu ser no se agite.
Meditación significa conciencia, y cualquier cosa que hagas con conciencia es meditación. No importa la acción sino la cualidad que traes a tu acción. Caminar, sentarte, escuchar a los pájaros, el ruido interno de tu mente… pueden ser meditación si permaneces alerta y vigilante.

Cualquiera que sea el método, la meditación tiene unos ingredientes esenciales. El primer punto es un estado relajado, no pelear con la mente, no concentrarse. Segundo, observa lo que pase a tu alrededor, sin ninguna interferencia, silenciosamente. Por último, ningún juicio, sin evaluación. Estando relajado, observando, sin juicios, desciende sobre uno un gran silencio. Para todo tu movimiento interior; eres, pero no está el sentimiento de “yo soy”. Solamente hay espacio puro.



El primer paso es ser muy consciente de tu cuerpo; después empieza a tomar conciencia de tus pensamientos. Cuando tu mente y tu cuerpo están en paz, por primera vez hay armonía, y esa armonía te ayuda inmensamente a trabajar en lo siguiente, que es tomar conciencia de tus sentimientos, emociones y estado de ánimo. Se necesita una conciencia un poco más intensa para poder reflejarlos. Cuando estos tres aspectos son uno –funcionando juntos perfectamente, en armonía, puedes sentir la música de los tres, se convierten en una orquesta–, entonces se da el cuarto estado de conciencia, que nos hace iluminados. Uno se hace consciente de su propia conciencia. El camino hacia el goce supremo, de ser un buscador de la verdad, es la Conciencia.

Lo más importante es que estés alerta, que no te olvides de mirar, que estés observando, observando, y un tiempo después, el observador se hace más sólido, estable, concreto y sin distracción, viene una transformación. Las cosas que estabas observando desaparecen; por primera vez, el observador mismo llega a ser el observado. Ya llegaste a casa.



La meditación va a darte sensibilidad, una gran sensación de pertenecer al mundo. Y esta sensibilidad va a crearte nuevas amistades: amistad con los árboles, con los animales, con las montañas, con los ríos, con los océanos y con las estrellas. La vida se enriquece a medida que crece el amor, a medida que crece la amistad. Si meditas, tarde o temprano vas a encontrarte con el amor; vas a empezar a sentir un amor tremendo que emana de ti, que jamás habías conocido, una nueva cualidad de tu ser, una nueva puerta que se abre. Te conviertes en una nueva llama, y ahora lo quieres compartir.
El amor te hace meditativo si está en la dirección justa. La meditación te hace amoroso si está en la dirección justa. Porque el amor va a surgir de la meditación, es una cierta clase de amor totalmente diferente, cualitativamente diferente.

De repente te sientes feliz, sin motivo alguno. No hay una razón… simplemente es así. Esta alegría es imposible perturbarla. Cuando encontraste una alegría permanente, las circunstancias cambian, pero ella persiste. Entonces, de verdad, te estás acercando al estado búdico.


El observador y lo observado son solamente dos aspectos del testigo. Muchas personas creen que el espectador es el observador. El observador no es el espectador, sino solamente una parte de él. No puedes practicar ser el espectador, si lo intentas, vas a ser solo el observador. ¿Qué hay que hacer? Tienes que disolverte, fusionarte. Cuando surge el espectador, no hay nadie que esté presenciando, y no hay nada que sea presenciado. Es un reflejar continuo, un proceso dinámico de disolución y fusión. Es un compartir del Ser.


Osho – Meditación. La primera y la última libertad

jueves, 5 de diciembre de 2013

!Salvemos nuestro planeta!... aún estamos a tiempo


La acumulación de los cambios introducidos por la revolución científica y tecnológica es potencialmente contraria a nuestro sentido de quiénes somos y de cuál es nuestro objetivo en la vida. Puede que haya llegado el momento de fomentar un nuevo “medioambientalismo del espíritu”. Éste depende del equilibrio entre el respeto por el pasado y la confianza en el futuro, entre la fe en el individuo y el compromiso con la comunidad, entre nuestro amor por el mundo y nuestro miedo de perderlo.




Estamos aturdidos por una omnipresente cultura tecnológica que parece tener vida propia y que exige nuestra plena atención, que nos seduce continuamente y nos priva de la oportunidad de experimentar de manera directa el verdadero sentido de la existencia.

En el mundo actual, los vínculos entre la injusticia social y la degradación del medio ambiente pueden verse en todas partes: la ubicación de vertederos de residuos tóxicos en las zonas pobres, la devastación de los pueblos indígenas y la extinción de sus culturas cuando los bosques pluviales son destruidos, el desproporcionado nivel de plomo y la contaminación del aire en las ciudades y la corrupción de muchos funcionarios ante las ofertas de individuos cuyo único objetivo es beneficiarse de la insostenible explotación de recursos.

No estamos habituados a ver a Dios en el mundo, porque damos por sentado, debido a las reglas científicas y filosóficas que nos rigen, que el mundo físico se compone de materia inanimada que gira conforme a las leyes matemáticas y no tiene ninguna relación con la vida.

La imagen de Dios puede verse en cualquier rincón de la creación, incluso en nosotros, aunque solo sea vagamente. Reuniendo en nuestra mente toda la creación en su conjunto, percibimos nítidamente la imagen del Creador. Cómo se manifiesta Dios en el mundo se expresa mejor mediante la metáfora del holograma. Cada pequeña porción del holograma contiene una diminuta representación de la imagen tridimensional entera. Análogamente, la imagen del Creador, que a veces se muestra tan vagamente en los rincones de la creación, está sin embargo presente en su totalidad y lo está asimismo en nosotros. Si estamos hechos a imagen de Dios, acaso sea la miriada de ligeras hebras del tejido de la vida lo que constituye el patrón que refleja la imagen de Dios. Al experimentar con nuestros sentidos y con nuestra imaginación espiritual la naturaleza en toda su plenitud –la nuestra y la de la creación-, podemos vislumbrar, “resplandeciente como el sol”, la imagen infinita de Dios.



El equilibrio ecológico del planeta no depende tan solo de nuestra capacidad para restaurar el equilibrio entre nosotros como individuos y la civilización que aspiramos a crear y mantener, sino de que seamos capaces de restablecer el equilibrio interno entre lo que somos y lo que hacemos. Cada uno de nosotros debe asumir una mayor responsabilidad personal respecto al deterioro del medio ambiente general, debemos reflexionar con seriedad acerca de los hábitos de pensamiento y actuación que reflejan –y han generado– esta grave crisis. Es la manifestación externa de una crisis interna, espiritual.

El calentamiento planetario artificial del que somos responsables representa un peligro mucho mayor que unos cuantos grados de más en las temperaturas medias, ya que amenaza con destruir el equilibrio climático que conocemos desde los orígenes de la civilización humana.

Tal como estás organizada hoy en día, la moderna sociedad industrial entra violentamente en conflicto con el sistema ecológico del planeta. La ferocidad de su agresión contra la Tierra es sobrecogedora y las consecuencias se suceden a a tal velocidad que apenas somos capaces de reconocerlas.



Debemos emprender una acción audaz e inequívoca: tenemos que convertir la salvación del medio ambiente en el principio organizativo central de la civilización. Estamos metidos en una batalla épica para devolverle el equilibrio a nuestra Tierra, y la suerte de la batalla cambiará cuando la sensación de peligro inminente despierte en la mayoría de las personas interés suficiente para unirse en un esfuerzo supremo. Ha llegado la hora de ponerse de acuerdo en cuanto a cómo llevarlo a cabo. Es fundamental que nos neguemos a esperar las señales obvias de la catástrofe inminente, que empecemos inmediatamente a catalizar el consenso respecto de este nuevo principio organizativo.


Para la civilización en conjunto, la fe para restablecer el equilibrio, ahora ausente, de nuestra relación con la Tierra, es la fe en un futuro nuestro. Podemos creer en ese futuro y esforzarnos por alcanzarlo y conservarlo, o bien girar ciegamente, comportándonos como si un día no fuera a haber niños que hereden nuestro legado. La elección es nuestra: la Tierra está en juego.


Al Gore – La Tierra en juego. Ecología y conciencia humana