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miércoles, 30 de abril de 2014

Evitemos la manipulación de los demás (Wayne Dyer)



“Toda experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a sufrir, siempre que los males sean tolerables, que a mejorar su situación aboliendo las formas a que está acostumbrada”.

(Declaración de Independencia de los EE.UU, 4/7/1776)




Virtualmente, todo el mundo padece en mayor o menor medida un dominio ejercido por los demás, que resulta desagradable y que, desde luego, bajo ningún concepto merece la pena mantener, ni mucho menos defender, como bastantes de nosotros hacemos inconscientemente. La mayoría de las personas saben lo que es verse desgarrados, manipulados y obligados a adoptar comportamientos y creencias en contra de su voluntad. El punto importante es que las personas son víctimas de desafueros, porque esperan que se abuse de ellas… y luego, cuando sucede, no se sorprenden.

A menudo debemos mostrarnos enérgicos, e incluso agresivos, para evitar convertirnos en víctimas. Con mucha frecuencia tenemos que manifestarnos irrazonables, “insubordinados”, frente a las personas dispuestas a manipularnos. Actuar de otro modo representaría permitir que abusaran de nosotros.



Una clase especial de libertad está a nuestra disposición, si deseamos aceptar los riesgos que comporta alcanzarla: la libertad de recorrer sin trabas los terrenos vitales que deseamos, de adoptar todas nuestras decisiones conforme a nuestras preferencias. El quid del asunto debe estribar en que a los individuos les asiste el derecho a determinar la forma en que quieren desarrollar su vida y en que, en tanto el ejercicio de este derecho no vulnere los mismos derechos del prójimo, cualquier persona o institución que interfiera ha de considerarse como un ente avasallador.

La vida de cada persona constituye un caso único, aislado del caso de las otras vidas. Nadie puede vivir la vida de uno mismo, experimentar lo que experimentamos, introducirse en nuestro cuerpo y tener las vivencias del mundo que nosotros tenemos y tal como las tenemos. Ésta es la única vida de que disponemos y es demasiado preciosa para permitir que los demás se aprovechen de ella. No deja de ser lógico que sea uno mismo quien determine cómo va a funcionar, y su funcionamiento debe aportarnos la alegría y la satisfacción de accionar nuestros propios mandos personales antes que el dolor y la desdicha de ser víctima de la dictadura de terceros.



Consejos para evitar ser utilizado

1.- Negarse a ser víctima. No existe lo que se dice un esclavo bien adaptado.
2.- Actuar desde posiciones de fortaleza. El miedo como tal no existe en este mundo. Solo hay pensamientos temerosos y conductas elusivas.
3.- No dejarse seducir por lo que ya es agua pasada. El progreso y el desarrollo son imposibles si uno sigue haciendo las cosas tal como siempre las ha hecho.
4.- Evitar la trampa de la comparación. En un mundo de individuos, la comparación es una actividad carente de sentido.
5.- Tornarse discretamente efectivo y no esperar que “ellos” lleguen a entenderle. Las relaciones cordiales “funcionan” porque no requieren “funciones”.
6.- Enseñar a los demás cómo deseamos que nos traten. La mayoría de las personas son más amables con los extraños que con los seres queridos y consigo mismos.
7.- Nunca coloque la lealtad a las instituciones y a los demás por encima de la lealtad a uno mismo.
8.- Distinción entre juicio y realidad. Cuanto existe en el mundo está ahí independientemente de la opinión que tengamos sobre el particular.
9.- Manifestarse creativamente vivaz en toda situación. No hay camino hacia la felicidad; la felicidad es el camino.




Es casi imposible abusar de las personas cuya predisposición a dejarse atropellar es nula y están apercibidos para protestar y oponerse a quien desee sojuzgarlos de una y otra manera. El problema de convertirse en víctima reside en uno mismo, no en todos los demás congéneres que han aprendido el modo de tocar los resortes de uno.


En nuestro interior, disponemos de los poderes y la capacidad necesaria para reducir sensiblemente nuestro índice de víctima. A nosotros nos corresponde la elección: o accionamos nuestros mandos personales y disfrutamos  llevando las riendas de nuestra existencia o dejamos que sean otros quienes lo hagan, y pasamos nuestra vida desazonados y dominados por los sojuzgadores del mundo. Si se lo permitimos, ellos se entregarán con entusiasmo y sumo gusto a tal labor, pero si nos negamos a consentírselo, la caza de la víctima de habrá terminado definitivamente en lo que a nosotros nos concierne.


Wayne W. Dyer – Evite ser utilizado

jueves, 24 de abril de 2014

Ser Uno con el Tao (Giuseppe Tucci)



El Taoísmo se preocupa no solo de indagar qué puesto ocupa el hombre en el angustiado problema del universo, sino que sobre todo dirige su atención hacia el mundo interior, inculcando que ninguna victoria tiene tanto valor como la victoria sobre sí mismo, y que todavía más que predicar a los demás, vale pensar directamente por nosotros mismos en nuestro perfeccionamiento.
   Para que el hombre pueda rebelarse contra el yugo de la tradición y la coerción de la costumbre es necesario que posea no solo dotes de espíritu fuera de la común, sino también el hábito de la reflexión que se determina, sobre todo, extrañándose de los hombres: mientras nuestra actividad esté absorbida casi por completo por preocupaciones contingentes y materiales, nunca tendremos la posibilidad y el tiempo de permitirnos el pensativo recogimiento, mediante el cual se consigue una mejor consciencia de nosotros mismos y una clara noción de nuestra propia personalidad.

El Taoísmo, en su formulación originaria, no conoce a Dios, ni el creyente debe pensar en su salud ultraterrena. Sus preocupaciones se refieren únicamente a la vida que se vive, en el breve espacio de años que el destino asigna; su doctrina no quiere ser otra cosa que una terapéutica moral, intelectual y también física que ponga a los individuos en condiciones de vivir su vida más completa y plena, verdaderamente felices, por encima de todas las pasiones.

Consecuencia de la Concepción del Equilibrio Cósmico, el mundo es un inmenso organismo cuyas partes singulares están coaligadas por una simpática y misteriosa correspondencia, por la cual el equilibrio de las partes determina el equilibrio del todo. Todo cuanto ocurre en el mundo demuestra la existencia de algo que todo lo gobierna y por razón del cual todo es. Y este algo es el Tao, indefinible y capaz solo de atributos negativos, porque trasciende los límites de lo cognoscible. Puede ser sinónimo de Universo que, siendo el Tao en acción, se identifica con él; pero eso implica aquella ley inmanente en Él por la cual crea y reabsorbe en sí la infinita variedad de la realidad contingente, por la cual el individuo siente en sí mismo, como en toda cosa creada, la presencia inmanente del Tao, en la cual todo es y deviene.



Pues si en todo está el Tao, todo es divino, así en nosotros como fuera de nosotros. Nace de esto una íntima y profunda comprensión de la naturaleza. El mundo es un gran concierto, en el cual las más variadas notas se funden en una sublime armonía, que suscita dulzuras infinitas en el espíritu del contemplador; estado inefable en que, frente a la inmensidad de la naturaleza, en el gran templo del infinito, el alma parece dilatarse en el universo en una ascensión luminosa y, rotos los confines de la vida individual, salir mediante la contemplación a la unidad del Todo: esta facultad de poder entender el misterioso lenguaje con que nos hablan criaturas y cosas, esa trépida excitación frente al misterio del universo, la serena alegría de la virtud que se revela, el dulce naufragio en el gran mar del ser.

Todo ser está compuesto de materia atómicamente divisible y de energías y fuerzas que ningún cuchillo podrá nunca seccionar y ningún instrumento medir; materia y fuerzas por las que nace y vive el universo infinito y eterno, en el que se desarrolla el Tao y son, por ello, el Tao mismo. Todo individuo no es más que una onda en este océano sin orillas, de la misma agua de que están hechas las demás ondas infinitas, que se diferencian solo en forma y duración, impresas por el viento, que de vez en cuando las suscita y las hace desaparecer. Con la muerte la materia retorna a la materia, la energía a la energía, para emanar de nuevo nuevas existencias eternamente. Y esta transformación es el Tao, cuya fuerza arrastra a las cosas de estado en estado. Lo que los hombres llamamos muerte no es otra cosa que un retorno, una continua vicisitud de manifestaciones y reabsorciones en el Tao.



Pero en este perenne mudar de formas, en este devenir y fluctuar que no tiene fin, la vida individual no tiene mayor consistencia que un sueño. El Taoísmo habla más a la mente que al corazón, es una religión accesible solo a los espíritus cultos y educados. No quiere la fe por la que creer, sino la investigación y la iluminación. El conocimiento del Tao, que solo se alcanza con el estudio, la contemplación y el recogimiento; después nos corresponde modelar nuestra conducta según las verdades que se nos han revelado. Medio de liberación que es la ciencia del alma humana y de la real naturaleza de este mundo en que vivimos y de las causas que provocan nuestro dolor y nuestra infelicidad. El fin del hombre es la beatitud, que solo se podrá conseguir cuando la ciencia que se ha logrado llegue a trocarse en norma de vida de nuestra conducta, que se lleve a la práctica.

El verdadero tesoro que el sabio no se cansa de ambicionar está en nosotros mismos, y consiste en sentirse y ser superior a todo el enfermizo mundo de deseos y pasiones que infaliblemente engendran angustias y dolores para nosotros, vanamente ilusionados con poder llegar por ellos a una felicidad que tanto más se aleja cuanto más creemos haberla alcanzado. Que no por eso reniega de la vida; antes bien, desea el goce más pleno, ese sano y regulado desarrollo de todas nuestras actividades físicas y mentales que cuadran y coinciden con las leyes universales. De aquí esa  superioridad serena que caracteriza al sabio taoísta, que vive en este mundo, desempeña entre sus inquietos semejantes las funciones más humildes o los oficios más importantes con igual naturalidad, sin perder la calma. No conoce la absurda teoría de lugares de beatitud y pena eterna que arrojan una dudosa luz sobre la pretendida justicia del dios de las gentes.

No hay ninguna relación entre la brevedad de la vida humana y la eternidad, del premio o del castigo, la personalidad humana acaba con la muerte. El Taoísmo tiene una idea demasiado pura y profunda de lo divino como para confinar en los angostos límites de una proyección de nuestro imperfecto yo, el infinito e inefable misterio que el espíritu puede tácitamente adorar, pero que la razón no podrá nunca anatomizar.

Los presupuestos filosóficos del Taoísmo no solo sirven para satisfacer la inagotable curiosidad del intelecto humano, sino para librar a nuestra alma de todo lo que es falso y vano, y para hacer posible a nuestro espíritu la serena beatitud, que constituye la anhelada meta de todas las escuelas.



Giuseppe Tucci – Apología del Taoísmo





miércoles, 23 de abril de 2014

El peligro de jugar a ser Dios (Alan Watts)



Resulta necesario poner en cuestión el hecho de que Dios sea absolutamente serio o, dicho de otro modo, si nos hallamos en un universo en el que existe la posibilidad real de ser condenados por toda la eternidad o si, por el contrario, la verdadera cuestión no gira en torno al hecho de ser o no ser. El único nivel en el que podemos hallar una respuesta a esta cuestión es el de la experiencia personal, solo ahí podemos confiar en la palabra de Dios, dejar de formularnos preguntas impertinentes y postrarnos a sus pies o también podemos, por el contrario, desafiarle y aguardar temerosos o impertérritos su airada respuesta.

Tal vez parezca que la soberbia es la que lleva al ser humano a rebelarse contra la autoridad divina, a negarse a que el Amor entre en su corazón y a reprimir la voz interior del arrepentimiento. Pero lo cierto es que, si existiera un ser humano con el coraje espiritual como para rebelarse, su rebeldía no estaría tan dirigida  contra Dios como contra maya, porque lo que resulta inadmisible es que la Realidad Última del universo se reduzca a la agonía, la tragedia, la muerte, el infierno, el miedo y la nada. Pero, por encima de todo, lo verdaderamente inadmisible es la separatividad, la aparente distinción absoluta entre el ser humano y el cosmos, entre la criatura y su creador.
   Me parece mucho más sencillo pensar que nunca ha habido universo alguno que creer que el juego no merece la pena. Un cosmos que no fuera una expresión de gozo y alegría hace tiempo que habría encontrado ya el modo de autodestruirse, puesto que no habría tenido el menor motivo para sobrevivir a todas las adversidades.



Aunque yo esté dispuesto a sufrir por los seres que amo, no deseo que ellos sufran; de hecho, si estoy dispuesto a sufrir por ellos es, precisamente, porque no quiero que sufran.  Un universo en el que las personas que amo deben sufrir para que yo pueda despertar mi amor hacia ellos –o incluso el amor de Dios-, resulta ciertamente cuestionable. Desde nuestro limitado punto de vista, un universo en el que el sufrimiento es producto del error o el fruto de la maldad de un ser invisible representa un verdadero callejón sin salida. La explicación de una deuda kármica contraída por algún acto negativo cometido en una encarnación anterior, no es tanto una explicación como una manera de postergar indefinidamente la situación porque, ¿qué es lo que indujo a la primera encarnación a obrar mal? A tenor de lo poco que sabemos, no es posible atribuir al individuo la responsabilidad exclusiva de su propio sufrimiento porque, en ese nivel, el individuo parece más la víctima que el agente de su adversidad.

Podríamos representar nuestra individualidad como una esfera (el ego, la individualidad superficial…) en cuyo interior se halla inscrita otra (nuestra verdadera identidad, desconocida para el ego consciente). Desde esta perspectiva, el ego no sería más que un mero disfraz, un sueño del Yo verdadero. El objetivo final de esta supuesta religión exigiría el despertar al reconocimiento de nuestro Yo más profundo y la consiguiente transformación del ego superficial. Quizá por ello tenemos la extraña y placentera sensación, un recuerdo fugaz que evoca en nosotros la nostalgia de un paraíso olvidado. Hay veces en que el recuerdo va mucho más allá y parece retrotraernos a una dimensión mucho más profunda anterior al tiempo y al espacio. Pero, por más real que parezca se trata de una sensación difusa y desesperadamente efímera; es algo que se refiere a una dimensión de nuestra existencia que permanece oculta a nuestros ojos, y solo percibimos nuestro pequeño ego y nos olvidamos del trasfondo que lo sustenta y en el que destaca.



Nuestra imaginaria religión da por sentado el hecho de que el Yo profundo es eterno e indestructible, por la sencilla razón de que es lo único que realmente existe. Estoy convencido de que una de las mayores preocupaciones que alberga mi Yo más profundo es la de poder sumirme en el ritmo, porque la misma esencia de la existencia es la vibración, la alternancia rítmica del sí y el no, de lo sólido y lo vacío, de lo positivo y lo negativo… Abandonarse al ritmo constituye un gozo supremo, y es la interrupción de ese ritmo lo que nos proporciona las sensaciones de materia, sustancia, peso y consistencia. En este sentido, la mente parece consistir en la disolución de la actividad en mera materia. Pero el ritmo solo resulta placentero cuando la interrupción se halla subordinada a la actividad, y la materia se ve desbordada una y otra vez por la energía. De modo que, para poder cobrar conciencia del ritmo, el Yo infinito debe interrumpirse, en cierto modo, a sí mismo.
   La lección que podemos extraer de este fantástico juego en que el intento de llevar nuestros sueños hasta sus últimas consecuencias, de encontrar una explicación a este universo y de representarnos de la manera más clara posible la naturaleza de la beatitud eterna, termina llevándonos precisamente ¡a ocupar más plenamente el lugar en que nos hallamos ahora mismo! Aunque, para ello, es necesario disipar cualquier rastro de resentimiento por el sufrimiento pasado y presente y convertirlo en gozo, despertando y reconociendo que todo forma parte de un sueño deliberado de nuestro Yo más profundo que se halla inmerso en el deleite eterno.

El hecho de saber –y de saber que uno sabe- nos obliga a prestar atención y a descomponer el movimiento de la vida en distintos fragmentos, con la intención de explicarlos adecuadamente. Pero en el mismo momento en que nuestra atención consigue explicar el modo en que vivimos, nos movemos, pensamos y hablamos, esos procesos dejan de ser espontáneos y, a partir de entonces, somo sus únicos responsables y nos vemos obligados a decidir, a través de un laborioso proceso mental, el curso de acción más adecuado. Una vez aquí ya no podemos librarnos de la ansiedad porque nunca más volveremos a estar seguros de qué es lo correcto, y también nos veremos acosados por una angustiosa y continua sensación de culpabilidad, porque el hecho de tornarnos responsable de nuestras acciones va acompañado de la sensación de que, en el fondo, hay algo que no funciona adecuadamente.
   Y ello ocurre porque, en tal caso, empezamos a jugar a ser dioses y ya no nos contentamos con dejar que nuestra vida simplemente suceda, sino que empezamos a tratar de controlarla. Pero no sabemos bien qué hacer. Entonces el dolor dejó de ser extático y se convirtió en un castigo y comenzamos a sentirnos responsables de la muerte y ésta dejó de ser una transformación y renovación de la vida, y acabó convirtiéndose en la evidencia de un fracaso, el precio del pecado y la manifestación más flagrante de nuestra incompetencia en el juego de ser dioses.
   Pero el problema es que, una vez iniciado este proceso, ya no existe posible vuelta a tras, porque no se trata de que podamos cambiar el mundo, sino de que estamos obligados a cambiarlo y no sabemos cómo hacerlo.



Pero lo peor de todo es el hecho de que Dios mismo creó esta situación original, este juego del escondite en el que el Creador parece devenir la criatura. En otro nivel, implica la contracción de la atención para engendrar la conciencia del ego y la consiguiente pérdida de fe en nuestros impulsos espontáneos. Es como una espada flamígera que nos impide reconocer que cada uno de nosotros es ese mismo Dios.

La santidad se asemeja más a la recuperación de la inocencia y el regreso a la vida de los impulsos espontáneos, que consiste en vivir plenamente entregados al momento presente en una especie de alegre espontaneidad y abandono de sí. La persona plenamente consciente no tiene problema alguno en retornar a la vida de los impulsos espontáneos, ya que el humor le permite convertir la ansiedad en risa y transformar así completamente su significado. En última instancia, el humor sagrado se nutre de la constatación de que el yo es una broma.
   El verdadero pecado de Adán fue el de aspirar a ser Dios, es decir, a doblegar la naturaleza a su voluntad consciente para controlar su espontaneidad. ¿Seremos capaces de dejar que las cosas discurran por sí mismas, aun cuando sepamos a ciencia cierta que eso es lo mejor que podemos hacer?



Como si participase de una sola mente, el ego consciente también participa del Yo universal. El Yo universal se halla detrás de nuestro pequeño “yo” sin la menor necesidad de recordarlo de continuo porque es todo lo que hay y no existe ningún lugar exterior desde el que poder observarlo; el Yo no tiene necesidad alguna de conocerse a sí mismo. No tengo, pues, la menos necesidad de angustiarme porque, en el juego del escondite cósmico, yo soy “Eso”. Soltemos, pues, todas las apariencias, las desapariciones, las reapariciones, los olvidos, las aniquilaciones, las transformaciones y las súbitas explosiones de luz procedentes de ninguna parte. No existe ninguna necesidad de recordar porque, en cualquier caso, soy siempre “yo” quien está ahí y la misericordiosa muerte me libera una y otra vez del tedio de la inmortalidad. Tampoco existe la menor necesidad de aferrarse ni creer en este “yo” fundamental y eterno, porque eso es todo lo que hay y nada existe, ha existido ni existirá nunca fuera de él.

Es precisamente entonces cuando me doy cuenta de que yo soy el Ojo porque, como dijo Eckhart, “el ojo con el que veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve a mí”. El “juego” del Yo consiste en olvidarse, de manera cíclica y regular, de sí mismo en una creación ilusoria que da origen al mundo de los seres separados, de las cosas y eventos a los que llamamos cosmos, hasta el punto de que cada uno de ellos siente que es el único, y concluye cuando el Yo despierta finalmente a su identidad original.



Alan Watts – El arte de ser Dios


viernes, 11 de abril de 2014

Ley del karma: Reencarnación (Dalai Lama)

La conciencia no tiene principio, y el continuo de la conciencia de una persona no tiene fin, nunca cesa.




La calidad del renacimiento en la próxima vida está determinada por la calidad de la actividad mental en la vida presente. En general, carecemos del poder de elegir el modo en que vamos a renacer; depende las fuerzas kármicas. No obstante, el período cercano al momento de la muerte ejerce gran influencia en tanto puede activar un karma entre los muchos que una persona ha acumulado anteriormente; por lo tanto, existe la oportunidad de intensificar y activar un karma virtuoso.

La propia mente de la muerte puede ser virtuosa del mismo modo que puede serlo incluso el momento mismo de la concepción. En este caso, una mente virtuosa de la muerte puede actuar como condición inmediatamente precedente, provocando una mente virtuosa de la concepción de la próxima vida. En general, aquellos que han practicado enérgicamente la virtud durante su vida experimentan una muerte fácil y apacible. Si durante la mayor parte de la vida se tiene una buena motivación, tratando sinceramente de ayudar a los demás tanto como sea posible, entonces no habrá arrepentimiento cuando llegue el último día. Cualquiera sentirá que ha hecho lo que ha podido y que ha vivido su vida de un modo significativo y fructífero. Ésta es una de las mejores protecciones para evitar el temor al acercarse el momento de la muerte.
    No obstante, las personas que dedican la mayor parte de su tiempo a engañar, defraudar e insultar a los demás, tienden a desarrollar un profundo sentimiento de culpabilidad. Puede que ni siquiera sus propios amigos conozcan sus sentimientos últimos, pero cuando llegue el último día, emergerán sus propios sentimientos de desasosiego profundamente arraigados.



Durante el proceso de la muerte, el calor del cuerpo se retira de sus partes de diferente manera según los distintos tipos de personas. En aquellas que han acumulado una gran cantidad de karma virtuoso, el calor del cuerpo comienza a retirarse desde las partes inferiores del cuerpo, mientras que en las que han acumulado una gran cantidad de karma no virtuoso, el calor se retira de las partes superiores del cuerpo. Después, paso a paso cesa la respiración externa y el calor se reúne en el corazón. 
   En el proceso de la muerte, las capacidades de los elementos para servir como bases de la conciencia disminuyen gradualmente, con lo que se dan una serie de apariencias mentales. Como signo interno, cuando la capacidad del elemento tierra se deteriora, se experimenta la sensación de ver un espejismo. Cuando lo hace el elemento agua, la lengua se seca y los ojos se hunden; tenemos la sensación de ver humo. Cuando lo hace el elemento aire, la respiración cesa y tenemos la sensación de ver una lámpara de aceite ardiendo en el espacio frente a nosotros. La conciencia permanece dentro del cuerpo mientras la clara luz de la muerte se esté manifestando. Después, simultáneamente a la cesación de la mente de la clara luz de la muerte, se separan la mente y el cuerpo. ¡Éste es el adiós final!

Siempre que se renace, existe un estado intermedio entre la vida presente y la próxima. Un ser del estado intermedio no posee un cuerpo físico burdo como el nuestro, tiene un cuerpo sutil formado por los aires internos y la mente, por lo cual el cuerpo de ese ser aparece instantáneamente allí donde el ser del estado intermedio desea ir. Según ciertos textos mántricos, el cuerpo sutil se parece al del ser en quien renacerá. Respecto a su tiempo de duración, una sola vida en él dura un máximo de siete días, al término de los cuales ocurre una pequeña muerte, y el período máximo de permanencia en esta serie de estados intermedios es de siete semanas. Se calcula la duración de un día en términos del tipo de vida en la que se renacerá. 
   ¿Qué tipo de percepciones tiene un ser en el estado intermedio? Ocurren varias apariencias favorables o desfavorables, según el karma (acciones) positivo o negativo de la persona. También puede ver a otros seres que se encuentran en su mismo nivel. Justo después de abandonar el viejo cuerpo y surgir en el estado intermedio podemos ver realmente nuestro antiguo cuerpo; sin embargo, en general no tenemos el deseo de volver a él. Durante el estado intermedio ocurren muchas apariencias distintas; por ello existen prácticas para que las personas puedan reconocer que se encuentran en dicho estado, un estado donde puede lograrse un avance en el camino (el Libro Tibetano de los Muertos las expone, la mayoría de ellas provenientes del Yoga Mantra Superior).



El ser del estado intermedio entra en conexión con un nuevo nacimiento. En general, se describen cuatro tipos de nacimiento: nacimiento espontáneo, nacimiento del vientre de una madre, nacimiento de un huevo y nacimiento por calor y humedad. El nacimiento de un ser en el estado intermedio es espontáneo. Si uno va a renacer por medio del calor y la humedad, percibe un lugar cálido y agradable al que se aferra de tal manera que genera el deseo de permanecer allí. Si debe renacer a través del vientre materno, percibe al padre y a la madre en unión sexual. Los que deben renacer como hombres se sienten atraídos por la madre y la desean; los que deben renacer como mujeres se sienten atraídos por el padre y lo desean. Con este deseo, cesa el estado intermedio y comienza el estado de nacimiento.

La cesación del estado intermedio y la concepción en el vientre materno ocurren simultáneamente. Durante el proceso de cesación del estado intermedio se experimentan varios signos, empezando con la visión de espejismos, al término de los cuales emerge la mente de la luz clara. Dado que el cuerpo del ser del estado intermedio es sutil, estos signos no se perciben con claridad y se suceden rápidamente, en tanto que, como nuestro cuerpo es burdo, los signos aparecen claros y permanecen un período de tiempo más prolongado.

Esta es la manera en que, de un modo aparentemente infinito, viajamos por la existencia cíclica. Mientras que permanezcamos en la existencia cíclica, tendremos que soportar numerosos tipos de sufrimientos distintos, que pueden resumirse en: el propio dolor, el sufrimiento del cambio y el sufrimiento del condicionamiento penetrante. Así pues, decimos que, mientras permanezcamos en la existencia cíclica, estamos atrapados en alguna forma de sufrimiento.
    Es importante tener en cuenta que estos sufrimientos se deben básicamente a nuestros propios errores del pasado. Igualmente es preferible afrontar estas pequeñas cantidades de tragedia durante la vida humana, ya que en ella disponemos de un mejor equipamiento para afrontar los problemas. Si nos ocurriera lo mismo durante un tipo de vida distinto (por ejemplo, como animal) sería más bien desconsolador. Ayudará el pensar que, por mi propia experiencia sé que tengo enfados, deseos, celos, orgullo; todo ello se encuentra en la mente. Desde un tiempo inmemorial, he permanecido demasiado acostumbrado a estas actitudes. Ahora, puesto que ciertamente las causas se encuentran en la mente, tienen que aparecer los resultados negativos. Por esta razón debo afrontar este sufrimiento. Que el sufrimiento que estoy experimentando sirva de actualización de muchos karmas negativos que he acumulado en el pasado.


También nos ayudará considerar el modo de pensar de un Bodhisattva, que busca el bienestar de los demás seres por encima de su propio beneficio, tomar el sufrimiento de los demás y darles la felicidad propia. Con ello, obtenemos una determinación interior, la de un Bodhisattva, firme como el acero. La determinación mental y el poder de la voluntad se encuentran entre los mejores métodos para superar el sufrimiento.


Dalai Lama – Hacia la Paz interior

martes, 8 de abril de 2014

La más Alta Ciencia: Recordar existencias anteriores (Reencarnación) (Mircea Eliade)



Entre las Altas Ciencias figura siempre la capacidad de recordar las existencias pasadas. Esta ciencia mística forma parte de la tradición oculta pan-india. Patanjali la incluye entre las “perfecciones” y Buda mismo reconoce en repetidas ocasiones que los samanas y los brahmanes son capaces de recordar hasta un número considerable de existencias anteriores. “Sucede, monjes, que tal o cual religioso, samana o brahmán, merced a su ardor, gracias a su energía, a una perfecta atención de espíritu, alcance una absorción de pensamiento tal, que una vez absorbido su pensamiento (completamente puro, completamente limpio, sin manchas, exento de impurezas) recuerda sus diversas residencias en la vida anterior – a saber, una existencia, dos existencias, tres…, cuatro…, cinco…, diez…, veinte…, cincuenta…, mil…, cien mil existencias…– en tal forma que dirá: en aquella época yo tenía tal nombre, tal familia, tal casta, tal régimen de comidas, experimentaba tal placer y tal sufrimiento, llegué a tal edad. Cuando perdí esa existencia, entré en esta otra… Al perder esa existencia llegué a mi actual existencia. Así es como recuerda sus diversas residencias en la vida anterior con sus características, con el detalle de los hechos. Entonces dice: el Yo y el mundo son eternos, estériles, erguidos como una montaña, se mantienen estables como un pilar…”

Pero el Buda rehúsa aceptar las conclusiones filosóficas sacadas por los brahmanes del recuerdo de sus anteriores existencias; a saber: la eternidad del Yo y del mundo. Más exactamente, se niega a extraer conclusión alguna: “Ahora bien, monjes, esos puntos de doctrina, así tomados, así tratados, tienen tal o cual salida, encierran tal o cual destino. Esto lo sabe el Tathagata, y sabe más aún, pero no habla de ese saber, y no hablando de él, conoce la paz merced a sí mismo”. El negarse Buda a discurrir sobre las consecuencias metafísicas que podrían deducirse forma parte de su enseñanza, pues los brahmanes encontraban siempre una existencia en el tiempo, y el problema del Buda, el problema del Yoga, eran justamente la “salida del Tiempo”, el acceso a lo incondicionado. De las observaciones hechas en el interior del cielo infinito de las transmigraciones, nada podía deducirse en cuanto a la “realidad”, que comenzaba más allá del ciclo kármico.



Tal como los samana y los brahmanes, los monjes budistas se esforzaban por recordar sus existencias anteriores, se trata de la misma Alta Ciencia. ¿En qué consiste esta ciencia? Parece que en los sutras de los antiguos, la memoria de las existencias anteriores queda concebida en el espíritu del yoga, como un “simple conocimiento sobrenatural”; posteriormente, se especifica que el provecho que un monje budista puede sacar de esta Alta Ciencia es la repugnancia de la intermitencia (no-permanencia). Pero esta justificación tardía no parece ser correcta; revela el triunfo de los “teóricos” contra los “experimentadores”, de la teoría contra la mística yogui. El Buda otorgaba gran importancia a la memoria en función de tal: los dioses pierden su condición divina y caen de los cielos cuando “su memoria se confunde”. Más aún: la incapacidad de recordar todas las existencias anteriores equivale a la ignorancia metafísica. Algunos de ellos, una vez hechos hombres, se retiraron del mundo, practicaron la ascesis y la meditación y han obtenido, gracias a su disciplina yogui, la capacidad de recordar sus existencias anteriores, pero no todas, de tal forma que no recuerdan el principio de la serie de existencias, y a causa de este “olvido”, tienen una idea errónea de la eternidad del mundo y de los dioses. Así pues, el Buda colocaba en un lugar privilegiado la capacidad de reconocer las existencias anteriores. Merced a esta capacidad mística, se podía tener acceso al “comienzo del Tiempo”, lo que implicaba la “salida del Tiempo”.



Ananda u otros discípulos eran de “los que recordaban los nacimientos (jatissara)”, que recuerda el epíteto de Agni, pues también Agni “conoce todos los nacimientos y es omnisciente”. Vamadeva decía refiriéndose a sí mismo: “encontrándome en la matriz he conocido todos los nacimientos de los dioses”. También Krisna conoce todas las existencias. Así pues, la memoria (en resumen, el conocimiento) era una facultad “divina y sumamente valiosa”: “el que sabe”, “el que recuerda, prueba que está concentrado; distracción, olvido, ignorancia, caída, son comportamientos y situaciones en cadena”. En los textos budistas escolásticos se nos ofrecen datos más precisos sobre la técnica utilizada. “Es la facultad consistente en remontar (a contrapelo) por medio del recuerdo, el curso de los días, de los meses y de los años para llegar hasta la permanencia en la matriz y, finalmente, a las pasadas existencias. Según Abhidharna “el asceta que quiere recordar sus antiguas existencias comienza por estudiar el carácter del pensamiento que acaba de fenecer, y partiendo de ese pensamiento, remonta su curso considerando los estados que se suceden uno tras otro hasta el pensamiento de la concepción.

Se trata, pues, de partir en un momento dado, el más próximo al momento presente, y de recorrer el tiempo desandando camino, para llegar a los orígenes, cuando la primera existencia “estalló” en el mundo desatando el Tiempo, y acercarse a ese instante paradójico más allá del cual el Tiempo no existía, porque nada se había manifestado aún. Se obtiene así la verdadera Alta Ciencia, pues se consigue no solamente re-conocer a todas las existencias anteriores, sino que se llega al “comienzo del mundo”; el que vuelve atrás debe necesariamente encontrar el punto de partida que, en última instancia, coincide con la Cosmogonía, con la primera manifestación cósmica. Revivir las vidas anteriores propias equivale a comprenderlas, y hasta cierto punto, a “quemar” sus “pecados”, es decir, la suma de los actos efectuados bajo el dominio de la ignorancia y trasmitida de una existencia a otra por la ley del Karma. Pero hay algo más importante aún: se llega al comienzo del Tiempo y se reúne uno con el No-Tiempo, el eterno presente que precediera la existencia temporal, fundado por la primera existencia humana caída. En otras palabras, se “llega” al estado no condicionado que precedió a la Caída del Tiempo y a la rueda de las existencias. Lo cual quiere decir que, partiendo de un momento cualquiera de la duración temporal se puede llegar a agotar esta duración recorriéndola al revés, y desembocar finalmente en el No-Tiempo, en la eternidad. Pero esto es ya trascender la condición humana y penetrar en el Nirvana.



Podemos darnos cuenta de la importancia que el recuerdo de las existencias anteriores tiene en la práctica yogui, la que perseguía “la evasión del Tiempo”. Pero Buda no pretendía que ése fuera el único medio. Según él, se podía muy bien Sobrepasar al Tiempo, es decir, abolir la condición profana, aprovechando el “momento propicio”, obteniendo la “iluminación instantánea” que “quemaba el Tiempo” y permitía “salir de él” merced a una ruptura de niveles.

Textos consultados por el autor para estos fragmentos: Dighanikaya; Digha; Rig-Veda; Upanishads (Bhagavad Gita).


Mircea Eliade – Yoga, inmortalidad y libertad




(Hemos de reconocer, por tanto, la revelación y verdad de esta Alta Ciencia como algo indiscutible. Nadie está en condiciones de poder refutar este Conocimiento trascendental expresado por el Buda, que implica la “persistencia de la Mente” de una existencia a otra. En otras palabras, la realidad de la reencarnación en la existencia cíclica, que sucede casi infinitamente, mientras no se consiga la “liberación” y purga del karma acumulado. Este hecho, más allá de restar valor a cada una de las existencias, las pone en su justa medida, como un proceso de regresar al Uno, la Mente universal, de donde surgimos al comienzo del Tiempo).

La felicidad se puede conquistar (B. Russell)


La felicidad fundamental depende, sobre todo, de lo que pudiéramos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas. El interés amistoso por las personas es una variante del cariño, pero no del cariño que quiere poseer y busca siempre una correspondencia categórica. Lo que contribuye a la felicidad es observar a la gente y encontrar placer en sus rasgos individuales, procurar ayudar a las personas con quienes nos ponemos en contacto, sin el deseo de influir en ellas ni de asegurarnos su entusiasta admiración. 
   La persona cuya actitud hacia las demás sea genuinamente de este tipo será una fuente de felicidad y un recipiente de recíproca simpatía. Sus relaciones con los demás, serias o ligeras, satisfarán sus conveniencias y sus afectos, no le amargará la ingratitud, porque apenas sufre de ella, y no se entera cuando existe. La misma idiosincrasia que desesperaría a otro es para él motivo de alegre diversión. Al ser feliz, será un compañero agradable, y esto, a su vez, aumentará su felicidad. Pero todo esto debe ser sincero, no debe proceder de la idea de sacrificio inspirado por el sentido del deber. La gente desea que la quieran, no que la soporten con resignación paciente. El querer espontáneamente a muchas personas y sin esfuerzo es, tal vez, la mayor fuente de felicidad personal.

El interés hacia las cosas, aunque quizá menos valioso como elemento de nuestra felicidad cotidiana que una actitud amistosa hacia nuestros conocidos es, sin embargo, muy importante. El mundo es amplio y nuestros poderes limitados. Si toda nuestra felicidad ha de depender exclusivamente de las circunstancias personales, es probable que pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el mejor camino para obtener lo menos posible. 
   El que pueda olvidar sus preocupaciones  interesándose sinceramente en algo, notará que al volver de su excursión a ese mundo impersonal, ha adquirido un reposo y una calma que le capacitan para afrontar de buen humor toda molestia, y al mismo tiempo habrá gozado de una felicidad genuina, aunque sea temporal. El secreto de la felicidad es éste: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones hacia cosas y personas interesantes sean amistosas en vez de ser hostiles.
   Es completamente imposible predecir lo que ha de interesar a un hombre, pero la mayor parte son susceptibles de interesarse vivamente en algo, y en cuanto este interés surge, desaparece el fastidio de la vida. Sin embargo, nada produce tanta satisfacción como un interés general por la vida misma, pues aunque otras ocupaciones tengan atractivos, no pueden llenar por completo la vida de un hombre, y existe el peligro de agotar el tema que absorbe nuestra atención.



El afecto, en el sentido de un genuino interés recíproco de dos personas, no solo persiguiendo cada una de ellas su propia felicidad, sino aspirando al bien común, es uno de los elementos más importantes de la felicidad real, y el hombre cuyo ego encerrado en muros de acero, no puede expansionarse, pierde lo mejor que puede ofrecer la vida, aunque tenga los mayores éxitos en su profesión. El ego desmesurado es una posición de la que el hombre debe huir si quiere gozar del mundo plenamente. La capacidad para los afectos genuinos es una de las señales de que el hombre ha escapado de esta prisión de sí mismo.

Quien haya comprendido, aunque sea temporal y pasajeramente, lo que constituye la grandeza del alma, no puede ser feliz preocupándose egoístamente de cosas triviales y temeroso de lo que el destino le reserve. El hombre capaz de esta grandeza de alma tendrá abiertas las ventanas de su mente, para airearla a los vientos más apartados del universo. Comprendiendo la brevedad e insignificancia de la vida humana, entenderá a sí mismo que en el cerebro del hombre se concentra todo lo que encierra el mundo de valioso. Al emanciparse de los miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, experimentará una profunda alegría y, a través de todas las vicisitudes de su vida exterior, será profundamente feliz interiormente.



El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que tiene afectos libres y se interesa en cosas de importancia, el que asegura su felicidad gracias a estos afectos e intereses, y por el hecho de que le han de convertir, a su vez, en objeto de interés, de cariño para muchas otras personas. El cariño recibido es una causa importante de felicidad, pero no es precisamente la persona que lo pide aquella a quien se lo dan. De una manera general, puede decirse que el que recibe cariño es quien a su vez lo da.
   No cabe duda de que deseamos la felicidad de aquellos a quienes amamos, pero no como una alternativa para nuestra propia felicidad. De hecho, toda la antítesis entre el yo y el resto del mundo desaparece tan pronto como tengamos un interés verdadero por personas o cosas ajenas a nosotros mismos. Gracias a tales intereses, el hombre llega a sentirse como una parte de la corriente de la vida, y no una entidad fríamente separada como una bola de billar que no tiene más relación que la del choque con las otras bolas. Toda desgracia depende de alguna clase de desintegración o falta de integración; hay desintegración entre el individuo y la sociedad, hay desintegración dentro del yo por falta de coordinación entre lo consciente y lo inconsciente; hay falta de integración entre el individuo y la sociedad cuando no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos.

El hombre de vitalidad y entusiasmo adecuado vencerá todos los infortunios con un nuevo interés por la vida y por el mundo, que no puede limitarse hasta el punto de que una desgracia sea fatal. El declararnos vencidos por una o varias desgracias no es una prueba admirable de sensibilidad, sino algo deplorable como un fracaso vital. Todos nuestros afectos están a merced del destino que en cualquier momento puede acabar con las personas que amamos. Es, pues, necesario, que nuestras vidas superen con su intensidad los accidentes del destino.


El hombre feliz es el que no siente el fracaso, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera.


Bertrand Russell – La conquista de la felicidad


martes, 1 de abril de 2014

La muerte, el lento tren de la eternidad (Kierkegaard)

“La vida es como un tren de alta velocidad. La muerte, una parada obligatoria para reponer fuerzas en una estación desconocida, donde cogeremos el lento tren de la eternidad”.



La enfermedad mortal es la desesperación. Enfermedad del espíritu, del yo, la desesperación puede adquirir tres figuras: el desesperado inconsciente de tener un yo (en este caso no es verdadera desesperación); el desesperado que no quiere ser él mismo; y aquel que quiere serlo.
   El hombre es una síntesis de infinito y finito, de temporal y eterno, de libertad y necesidad. Desde este punto de vista el yo todavía no existe, es la relación de dos términos. El yo del hombre es una relación que se refiere a sí misma, y haciéndolo, a otra. De aquí surge que haya dos formas de verdadera desesperación. Si nuestro yo se hubiese planteado él mismo, no existirá más que una: no querer ser uno mismo, querer desembarazarse de su yo, y no se trataría de esta otra: la voluntad desesperada de ser uno mismo. Lo que en efecto traduce esta fórmula es la incapacidad del yo de alcanzar por sus solas fuerzas el equilibrio y el reposo.

¿Es la desesperación una ventaja o un defecto? No reteniendo más que la idea abstracta de ella, debería tomársela como una ventaja enorme. Ser pasible de este mal, nos coloca por encima de la bestia, progreso que nos diferencia mucho mejor que la marcha vertical o de lo sublime de nuestra espiritualidad. De este modo, es una ventaja infinita y, sin embargo, la desesperación no es solo la peor de las miserias, sino, también, nuestra perdición. Si es una ventaja poder ser lo que se desea, es una ventaja todavía mayor serlo, es decir, que el pasaje de lo visible a lo real es un progreso, una elevación. Por el contrario, con la desesperación, se cae de lo virtual a lo real, y el margen infinito entre lo virtual y lo real mide aquí la caída. Por lo tanto, es elevarse no estar desesperado. Aquí, lo real no es estar desesperado, es lo virtual impotente y destruido.

Esta idea de enfermedad mortal significa un mal cuyo término, cuya salida es la muerte, sin nada más después de ella. Y esto genera la desesperación. Lejos de que ese mal termine con la muerte física, su tortura, por el contrario, consiste en no poder morir. Así, estar enfermo de muerte es no poder morir. La desesperación es la ausencia de la última esperanza, la falta de muerte. La desesperación es la desesperación de no poder, incluso, morir.


 
Así pues, es la desesperación la enfermedad mortal, ese suplicio contradictorio, ese mal del yo: morir eternamente, morir sin poder morir sin embargo, morir la muerte. Pues morir quiere decir que todo ha terminado. Pero morir la muerte significa vivir la propia muerte; y vivirla un solo instante, es vivirla eternamente. Para que se muera de desesperación como de una enfermedad, lo que hay de eterno en nosotros, en el yo, debería poder morir, como hace el cuerpo, de enfermedad. 
   ¡Quimera! En la desesperación, el morir se transforma continuamente en vivir. Quien desespera no puede morir; como un puñal no sirve de nada para matar pensamientos; nunca la desesperación, gusano inmortal, inextinguible fuego, devora la eternidad del yo, que es su propio soporte, pero esta destrucción de sí misma que es la desesperación, es impotente y no llega a sus fines. Su voluntad propia está en destruirse, pero no puede hacerlo, y esta impotencia misma es una segunda forma de destrucción de sí misma, en la cual la desesperación no logra por segunda vez su finalidad, la destrucción del yo. Por el contrario, es ella el ácido, la gangrena de la desesperación, el suplicio cuya punta, dirigida hacia el interior, nos hunde cada vez más en una autodestrucción impotente. El fracaso de su desesperación para destruirse es una tortura que reaviva su rencor, pues acumulando incesantemente en la actualidad desesperación pasada, desespera de no poder devorarse ni de deshacerse de su yo, ni de aniquilarse.

Desesperar de algo no es pues, todavía, la verdadera desesperación; es su comienzo, se incuba como una enfermedad. Quien desespera, ¿no quiere desprenderse de su yo? Ese yo, que ese desesperado quiere ser, es un yo que no es él, lo que desea es separar su yo de su autor. Pero aquí fracasa, ese autor sigue siendo el más fuerte y le obliga a ser el yo que no quiere ser: no puede desembarazarse de sí mismo.
   Se puede demostrar la eternidad del hombre por la impotencia de la desesperación para destruir al yo, por esa atroz contradicción en la desesperación. Sin eternidad en nosotros mismos, no podríamos desesperar; pero si se pudiera destruir el yo, entonces tampoco habría desesperación.



Tal es la desesperación, ese mal del yo, la enfermedad mortal. El desesperado es un enfermo de muerte. Más que en cualquier otro mal, se ataca aquí a la parte más noble del ser; pero el hombre no puede morir por ello. La muerte no es aquí un término interminable del mal, es aquí un término interminable. La muerte misma no puede salvarnos de ese mal, pues aquí el mal con su sufrimiento y… la muerte consiste en no poder morir. Allí se encuentra el estado de desesperación: la eternidad, a pesar de todo pondrá luz a la desesperación de su estado y le clavará a su yo, así el suplicio continúa siendo siempre no poder desprenderse de sí mismo, y entonces el hombre descubre toda la ilusión que había en su creencia de haberse desprendido de su yo.

¿Y por qué asombrarse de este rigor?, puesto que ese yo, nuestro haber, nuestro yo, es la suprema concesión infinita de la Eternidad al hombre y su garantía. No existe un hombre exento de desesperación, en cuyo fondo no habite una inquietud, una perturbación, una desarmonía, un temor a algo desconocido o a algo que no se atreve a conocer, un temor a sí mismo. La concepción corriente de la desesperación pretende que cada uno de nosotros sea el primero en saber si está o no desesperado. Basta que uno se sienta tal, para que ya no pase por desesperado. De este modo se ratifica la desesperación cuando, en realidad, es universal. Lo raro no es estar desesperado, sino, por el contrario, lo raro, lo rarísimo es, verdaderamente, no estarlo.

La desesperación es fácil de imitar y uno se puede engañar, y por desesperación tomar toda clase de abatimientos sin consecuencias, todos los desgarramientos pasajeros, sin llegar a ella. Pero esta misma imitación es también desesperación, su insignificancia misma ya es desesperación. Estar confortado y sereno puede significar que se está desesperado; pues esa serenidad misma, esa seguridad puedan ser desesperación; e igualmente destacar que se la ha superado, que se ha conquistado la paz.

   La desesperación es precisamente la inconsciencia en que se encuentran los hombres sobre su destino espiritual. Incluso lo más bello y adorable, toda paz, armonía y gozo es, a pesar de todo, desesperación. Así, esa inocencia de algún modo es suficiente pata atravesar la vida.


Soren Kierkegaard - La enfermedad mortal