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lunes, 22 de febrero de 2016

Asertividad, para una sociedad igualitaria (M. Lluïsa Fabra)




Asertividad es la capacidad e autoafirmarse, de expresar lo que sentimos y pensamos aunque las circunstancias no sean muy favorables, de no enmudecer por miedo a no gustar, de decir SÍ y de decir NO de acuerdo con nuestras convicciones y deseos. Es una conducta activa, directa y clara, tan respetuosa con las demás personas como con nosotros mismos. Las personas asertivas, cuando discuten, se orientan hacia soluciones que suponen la satisfacción de todas las personas implicadas en un problema, hacia un resultado, sin perdedores ni ganadores. Tiene una dimensión social que ni la autoestima ni la seguridad tienen, porque no se trata solo de autopercepción sino de conducta, de lo que decimos o hacemos en público.

El problema de la falta de asertividad se refiere a una gran cantidad de personan, mujeres en gran parte, pero también a algunos hombres, a aquellos que han sido educados para obedecer, para aceptar como buenas las ideas y valores que les han transmitido los padres, la escuela y los medios de comunicación, es decir, a aquellos que dan por hecho que no es necesario que se calienten la cabeza pensando porque ya hay quien piensa por ellos, o a aquellos que con facilidad adoptan posiciones conformistas.


Si lo analizamos bien, los hombres son tan poco asertivos como las mujeres, pero a diferencia de la mayoría de las mujeres, que no los son por falta de asertividad, ellos no lo son porque tienden a la agresividad. Ahora bien, como en muchos casos estas conductas les han servido para alcanzar algunos éxitos, no se reconocen como agresivos y tienden a creerse asertivos. Tanto las personas agresivas como las que no son suficientemente asertivas sufren falta de libertad: no son libres de expresarse como querrían. Por eso, llevadas por una corriente que no pueden controlar, repiten indefinidamente conductas que, en el fondo, saben que les convendría modificar.

Las personas, si queremos serlo plenamente, debemos tener la suficiente libertad como para decidir qué queremos ser, o mejor dicho, qué clase de personas queremos ser, pero la sociedad nos conduce y nos modula de tal manera que buena parte de nosotros adopta una actitud poco crítica y, a menudo, no muy responsable, y eso es así tanto para las personas que se comportan sumisamente como para las que van por el mundo pasando por encima de quienes se les pongan por delante.
   Si aceptamos la idea de que cambiando nosotros, cambiamos nuestras conductas, colaboraremos a generar cambios sociales de más alcance, veremos que tenemos, individual y colectivamente, más peso y más poder del que podríamos soñar y que, en definitiva, si nos esforzamos, nuestro paso por el mundo puede no ser del todo irrelevante.


 
La verdadera democracia va unida a la libertad y, por lo tanto, a la asertividad. La mejor manera de proteger los propios derechos es ejercitarlos. Tener confianza en nuestro juicio e intentar influir en la sociedad para conseguir que las cosas vayan en la dirección que creemos que deben ir. La democracia requiere participación en los distintos ámbitos de la vida social. A veces dudamos de nuestras capacidades y es normal, pero tengamos claro que nuestra sociedad es también responsabilidad nuestra y que, cuando callamos, “otorgamos”, cada uno tiene que proceder según sus capacidades y habilidades, pero nadie puede quedarse al margen, porque los regímenes democráticos implican participación activa en el desarrollo humano.

La asertividad es una decisión personal, y esta decisión nadie puede decir que sea fácil, ni que no comporte ningún riesgo, porque implica responsabilizarse de uno mismo y, por tanto, renunciar a buscar excusas en los otros o en las circunstancias, para justificar comportamientos nuestros de los que no podemos sentirnos satisfechos. Los comportamientos asertivos pueden ser objeto de aprendizaje y, si tenemos clara la teoría y practicamos mucho, llegaremos a conseguir que las conductas asertivas surjan sin esfuerzo.



Lo más importante es tomar la decisión de que de ahora en adelante haremos un esfuerzo para conseguir ser asertivos. La asertividad proporciona muchas satisfacciones e incrementa nuestra autoestima, nos ayuda a establecer límites, evitar malentendidos y fomentar las relaciones igualitarias.
   La sociedad actual ya no valora solo las formas ni considera que la hipocresía sea una cualidad; por eso, también puede acabar con la situaciones de subordinación de las mujeres y fomentar una modificación real de las relaciones entre hombres y mujeres, lo cual, además, puede promover un cambio cultural. Esta nueva cultura comportará una revolución de los valores dominantes, y una forma de hacer distinta, menos burocrática y más cercana a las personas.
   En esta nueva cultura, nos constituiremos en el elemento generador de nuevos vínculos interpersonales y de resolución de los problemas sociales que, hoy por hoy, nuestra sociedad es incapaz de resolver.


Dado que se trata de nuestro futuro, del futuro de nuestros hijos e hijas y de la preservación de la belleza que aún habita en nuestro mundo, debemos trabajar codo con codo mujeres y hombres, pero en un futuro muy cercano será decisiva la participación de las mujeres, demasiado tiempo ausentes de lo público, y que pueden aportar una forma de hacer más suave, más conciliadora, más atenta, más inclusiva. Las mujeres ya no pueden seguir más tiempo actuando de espectadoras: deben trabajar conjuntamente con los hombres e incluso imponerse, si hace falta, porque la humanidad y la naturaleza las necesitan y porque una realidad diferente aún es posible.


Maria Lluïsa Fabra y Sales – Asertividad

jueves, 18 de febrero de 2016

Derribar los ídolos (F. Nietzsche)





La palabra “ideales” no significa para mí otra cosa que derribar ídolos. En esto consiste mi misión, en preparar a la humanidad un instante de autoconocimiento supremo, un gran mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se libere del dominio del azar y de los sacerdotes, y se plantee por primera vez, en conjunto, la cuestión del porqué y del para qué. Esta misión es una consecuencia necesaria de quien está convencido de que la humanidad no va por el camino recto, que no está gobernada en modo alguno por Dios, sino, más bien, por el instinto de la negación, de la corrupción y de la decadencia, que ha imperado mediante su seducción, escondiéndose precisamente bajo la capa de los conceptos valorativos más sagrados de la humanidad.

El problema del origen de los valores morales es, para mí, una cuestión de primer orden en la medida en que determina el futuro de la humanidad. La obligación de creer que, en último término, todo está en las mejores manos, que un libro, la Biblia, nos asesora proporcionándonos una paz definitiva, sobre el gobierno y la sabiduría de Dios respecto al destino de la humanidad, equivale, traduciendo nuevamente las cosas a un plano real, a la voluntad de no dejar que se manifieste la verdad en relación con el lamentable polo opuesto de lo anterior: que la humanidad ha estado hasta ahora en las peores manos, que ha estado gobernada por los fracasados, por los vengativos más astutos, los que se llaman “santos”, y calumnian el mundo y denigran al hombre. El signo definitivo de que el sacerdote (incluyendo esos sacerdotes encubiertos que son los filósofos) lo ha dominado todo, y no solo a una determinada comunidad religiosa, el signo de que la moral de la decadencia, la voluntad de muerte, es considerada como la moral en sí, viene determinado por el hecho de que en todas partes se le atribuye un valor absoluto a lo no egoísta y se combate lo egoísta.



Pues bien, nadie coincide en esta apreciación. Para un fisiólogo esta antítesis no deja lugar a dudas. Cuando el órgano más pequeño de un organismo deja de contribuir, aunque sea en muy pequeña medida, a su autoconservación, a la recuperación de sus fuerzas, a su “egoísmo”, todo el conjunto degenera. El fisiólogo exige que se extirpe la parte degenerada, aísla del resto lo degenerado y no siente ni la más mínima compasión por ello. El sacerdote, por el contrario, desea que el todo, la humanidad, degenere, y por eso mantiene lo degenerado; a este precio domina a la humanidad.

¿Qué sentido tienen esos conceptos falaces, esos conceptos auxiliares de la moral como “alma”, “espíritu”, “voluntad libre”, “dios”, de no ser el de arruinar fisiológicamente a la humanidad? ¿Qué otra cosa es sino una receta para llevarnos a la decadencia el no conceder importancia a la autoconservación, el aumento de la fuerza corporal, es decir, a la vida, cuando se hace un ideal de la anemia y se interpreta el desprecio del cuerpo en términos de “salud del alma”? hasta hoy se ha venido dando el nombre de moral a la pérdida del centro de gravedad, a la resistencia contra los instintos naturales, en una palabra, al desinterés… He sido el primero en emprender una lucha contra la moral que predica la renuncia a nosotros mismos.



El concepto de “Dios” ha sido inventado como una idea antitética de la vida; él es el compendio, en terrible unidad, de todo lo nocivo, envenenador, calumniador, de toda guerra a muerte contra la vida. El concepto de “más allá”, de “mundo verdadero” ha sido inventado para desprestigiar el único mundo que existe; para arrebatarle a nuestra realidad terrenal toda meta, toda razón de ser, toda misión. El concepto de “alma”, de “espíritu”, y, en último término, también el de “alma inmortal” han sido inventados para despreciar el cuerpo, para hacer que enferme, para hacerlo “santo”, para contraponer una horrible frivolidad a todo lo que merece ser tomado en serio en la vida: lo relativo a la alimentación, la vivienda, la dieta espiritual, el tratamiento de los enfermos, la limpieza, el clima…

En lugar de predicar la salud, se ha predicado la “salvación del alma”, es decir, una locura circular que se manifiesta en las convulsiones de la penitencia y en las histerias de la redención. El concepto de “pecado” ha sido inventado, junto con ese correspondiente instrumento de tortura que es el concepto de “voluntad libre”, para hacer que los instintos se extravíen y para conseguir que la desconfianza con respecto a ellos se convierta en una segunda naturaleza. El concepto de “desinteresado”, de “negador de sí mismo”, constituye la auténtica señal de decadencia. La seducción por lo nocivo, la incapacidad de saber ya qué es lo que nos conviene, la destrucción de uno mismo han sido convertidos en el signo del valor en cuanto tal, en el “deber”, en la “santidad”, en lo que hay de “divino” en el hombre.




Por último, y esto es lo más horrible, en el concepto de hombre bueno se ha incluido la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, de todo lo que sufre a causa de sí mismo, de todo lo que debe perecer. Se ha invertido la ley de la selección, convirtiendo en ideal lo que va en contra del hombre orgulloso y bien constituido, del que afirma la vida, del que está seguro del futuro y lo garantiza; y a ese hombre se le ha considerado malo por definición. Pues bien, a todo eso se le ha prestado fe, interpretándolo como la moral. “!Aplastad a la infame!”.


Friedrich Nietzsche – Ecce Homo

lunes, 15 de febrero de 2016

Los ancianos tienen derecho a participar en la sociedad (Ramón Bayés)



La visión que tiene nuestra sociedad de los jubilados los reduce a personas que se encuentran al margen de los intereses dominantes, a individuos poco competentes que han entrado ya en una vía muerta esperando, fatigados e incluso exhaustos, el previsible final de la película y que, en todo caso, no participan en la sociedad como sujetos activos sino pasivos, susceptibles tan solo de recibir las atenciones y buena voluntad de familiares, médicos, enfermeros, psicólogos, filósofos o sacerdotes, o de constituirse en un auténtico filón de oro para la industria farmacéutica.

Un gran número de personas llega a la edad de jubilación en unas condiciones de salud excelentes, y este fenómeno se va a acentuar en los próximos años, cuando comience a llegar a esta edad una generación numerosa nacida entre finales de la década de los cuarenta y principios de los setenta, con pautas de salud mucho mejores de las que pudieron disfrutar sus padres y abuelos. ¿Qué va a hacer la sociedad con esta multitud de jubilados que ya no responden ni al estereotipo del viejecito adormilado en un sillón orejero ante el televisor ni al de aquel que, en temporada baja, dedica su tiempo a trasladarse de un lugar a otro de España en las excursiones del Inserso? ¿Qué van a hacer estas personas con su tiempo? Se trata de personas muchas de las cuales desean permanecer activas –aunque, en gran parte, no sepan cómo, con un acervo de conocimientos, habilidades y experiencia, que no debería menospreciarse y que han llegado a la jubilación sin manual de instrucciones para su uso.



Muchas personas mayores, después de la jubilación, queremos seguir viviendo. Y vivir significa hacer, vivir significa actuar. Existen, ciertamente, jóvenes con alma de viejo que tienen miedo a la vida por lo que supone de cambio e inseguridad; existen también viejos que, cada año con menor éxito, se empeñan en engañarse a sí mismos e intentar vivir como jóvenes tratando de disfrazar su cuerpo, en el salón de belleza, en el gimnasio, la farmacia o el quirófano. Pero cada vez somos más los que, sin maquillar las cicatrices de la edad, creemos que existe un futuro no solo después de los sesenta y cinco años, sino también después de los ochenta. Queremos participar en la sociedad; como seres humanos conscientes y con experiencia, los ancianos tenemos derecho a participar.

Las cosas están cambiando, ciertamente, pero no con la suficiente rapidez. Los que envejecen no son los cuerpos, son las personas. Y muchas de ellas están acercándose a la muerte en el seno de una sociedad llena de prejuicios que las condena prematuramente a una pasividad repetitiva sin posibilidad de cambio, a formar un todo permanente con la mesa camilla, a una especie de electroencefalograma plano.
    En lugar de limitarnos a aceptar pasivamente los achaques y deterioros de la vejez, o de sufrir en silencio como tantas personas mayores, ¿por qué no tratamos de abordarla como una especie de problema que es preciso resolver, incrementando así las probabilidades de explorar, descubrir, seleccionar, aceptar y aprovechar lo que nos ofrece?



Es importante que las instituciones faciliten y no dificulten en todos los ciudadanos que se encuentran motivados y capacitados para ello, una jubilación activa que, por una parte, ayude a preservar su salud y, por otra, les permita continuar enriqueciendo a la sociedad con la experiencia y conocimientos adquiridos a lo largo de toda una única e insustituible vida.

Algunos consejos prácticos para alcanzar el bienestar y, tal vez, algo parecido a la felicidad en las últimas etapas de la vida, son:

-         Simplifique su entorno.
-         Explore, busque, insista, encuentre y practique una actividad que consiga absorberle completamente y en la que la vivencia del tiempo que transcurre desaparezca.
-         Enriquezca su vida a través de contactos con colegas, amigos, jóvenes, niños, viajes, lecturas, nuevos aprendizajes, cambios, etc., que le hagan sentirse vivo e incrementar el número y calidad de sus interacciones y de sus recuerdos.
-         Introduzca en su vida momentos de lentitud e intente saborear el ahora.
-         Regálese momentos de distanciamiento en los que vea transcurrir su vida, sin sentirse implicado en ella, como si fuera la de otra persona.
-         Tenga siempre proyectos o sueños realistas pendientes. Salidas con amigos, vacaciones, escribir, aprender idiomas, etc.
-         Permitir, si le gustan, momentos de distracción superficial, pero sepa que el tiempo consumido de esta forma se convertirá, una vez terminado, en un tiempo vacío, sin nada tangible que recordar.
-         Haga ejercicio regularmente, aunque sea solo andar. Excepto en ocasiones especiales, como frugalmente.
-         Sea generoso y trate de amar a sus semejantes. Comparta, regale su tiempo, regale su vida, sea compasivo, trate de hacer felices a los demás. El que se enriquecerá es usted.

Y, sobre todo, intente encontrarle un sentido. Aunque sea viejo, aunque se sienta débil, su vida sigue siendo única, valiosa, insustituible. En cualquier momento, puede surgir el milagro. Tal vez lo difícil sea comprender que el sentido de la vida no se aprende: cada uno tiene que descubrirlo. Haga un esfuerzo, apasionadamente.

    Siempre debemos aprestarnos a luchar por la vida, la nuestra y la de los demás, aunque a veces, en el fondo, creamos que todo es una gran mentira… El mundo de las hadas está, tal vez, a la vuelta de la esquina.


Ramón Bayés – Vivir. Guía para una jubilación activa

miércoles, 10 de febrero de 2016

El orden social es un derecho sagrado (Rousseau)



El hombre ha nacido libre, y en todas partes se halla prisionero. Creyéndose dueño de los demás, no deja de ser aún más esclavo que ellos. Mientras que un pueblo es obligado a obedecer y obedece, procede bien; mas inmediatamente que puede sacudir el yugo y lo sacude, procede bastante mejor, pues recobrando la libertad por él mismo derecho que le fue arrebatada, o tiene razón para recobrarla o se carece de ella para arrebatársela.

El orden social es un derecho sagrado que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, este derecho no tiene su origen en la naturaleza; se funda sobre convenios. El más fuerte no lo es nunca lo suficiente para ser siempre el dueño si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. De ahí el derecho del más fuerte, derecho tomado irónicamente por una apariencia, pero establecido realmente en principio. ¿En qué sentido puede la fuerza ser un deber? ¿Qué es un derecho que perece cuando la fuerza cesa? Si hay que obedecer por fuerza no existe la necesidad de obedecer por deber.

Si ningún hombre tiene autoridad natural sobre sus semejantes, y si la fuerza no produce ningún derecho, quedan las convenciones como base de toda autoridad legítima entre los hombres. Renunciar a su libertad equivale a renunciar a su cualidad de hombre, a los derechos de la humanidad, incluso a sus deberes. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre, y arrebatar toda libertad a su libertad es privar a sus acciones de toda moralidad.



Es una convención vana y contradictoria estipular, de una parte, una autoridad absoluta, y de la otra, una obediencia sin límites. ¿No es evidente que no existe compromiso hacia aquel que tiene el derecho de exigirlo todo? Sea de hombre a hombre o entre hombre y pueblo, siempre será igualmente insensato el siguiente raciocinio: Hago contigo un convenio, todo él a costa tuya y a mi provecho exclusivo, y el cual yo cumpliré mientras me plazca y tú acatarás en tanto que yo quiera.

Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y bienes de cada asociado, y por la que cada cual, uniéndose a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como anteriormente. Tal es el problema fundamental al cual da solución el Contrato Social: la enajenación completa de cada asociado, con todos sus derechos, a la comunidad entera, ya que, dándose íntegramente cada uno, la condición es igual para todos y, siendo igual para todos, nadie tiene interés en hacerla onerosa a los otros. Cada uno de nosotros pone en común su persona y toda su potencia bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibimos a cada miembro como parte indivisible del todo. Inmediatamente, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo.



Cada individuo puede, como hombre, tener una voluntad particular contraria o distinta a la voluntad general que tiene como ciudadano. Su interés particular puede hablarle de distinta manera que el interés común, su existencia absoluta y naturalmente independiente hacerle comprender lo que debe a la causa común como una contribución gratuita, cuya pérdida sería menos perjudicial a los demás que oneroso para él sería su pago y, examinando la persona moral que constituye el Estado, gozaría de los derechos de ciudadano sin querer cumplir los deberes de súbdito; injusticia cuyo progreso causaría la ruina del cuerpo político.

Para que el pacto social no sea, por tanto, una fórmula vana, contiene tácitamente este compromiso, único que puede dar fuerza a los demás: que quien se niegue a acatar la voluntad general será obligado por todo el cuerpo, lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre. Puesto que tal es la condición que dándose cada individuo a la patria le asegura de toda dependencia personal, condición que forma el artificio del funcionamiento de la máquina política y única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales, sin esto, serían absurdos, tiránicos y sujetos a los más enormes abusos.



Lo que el hombre pierde por el Contrato Social es la libertad natural y un derecho ilimitado a todo lo que le atrae y puede obtener; lo que gana es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee. Para no engañarse en estas compensaciones, conviene distinguir entre la libertad natural, cuyos únicos límites son las fuerzas del individuo, de la libertad civil, que se halla limitada por la libertad general y la posesión, que no es sino el producto de la fuerza en el derecho del primer ocupante, de la propiedad, que no puede ser fundada más que sobre un título positivo.

Pudiera agregarse a lo que precede la adquisición del estado civil, la libertad moral única que hace al hombre verdaderamente dueño de sí mismo, pues el impulso exclusivo de su apetito es la esclavitud, y la obediencia a la ley prescrita es la libertad.
   Una observación que debe servir de base a todo el sistema social es que, en lugar de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye, por el contrario, con una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza pudiera haber puesto de desigualdad física entre los hombres, y que, pudiendo ser desiguales en fuerza o genio, devienen todos iguales por convención y de derecho.


J.J. Rousseau – El Contrato Social



jueves, 4 de febrero de 2016

Lo que tú piensas se manifiesta (Conny Méndez)



El ser humano es lanzado a la tarea de vivir, sin saber qué cosa siquiera es la vida, sin saber por qué algunas vidas transcurren en medio de la opulencia y las satisfacciones mientras otras lo hacen por la miseria y el sufrimiento. Unas se inician con todas las ventajas que pueda idear el afecto y, sin embargo, las persigue un atajo de calamidades, y el ser humano se debate en conjeturas, todas erradas, y llega el día de su muerte sin haber adivinado la verdad respecto a todo eso.

Aprende la gran verdad: lo que tú piensas se manifiesta. “Los pensamientos son cosas”. Es tu actitud la que determina todo lo que sucede. Tu propio concepto es lo que tú ves, no solamente en tu cuerpo y en tu carácter, sino en lo exterior, en tus condiciones de vida. Los pensamientos son cosas. Tu vida, lo que te ocurre, obedece a tus creencias y a lo que expresas en palabras. Es una ley, un principio: el principio del mentalismo.
   Si en tu mente está radicada la idea de que los accidentes nos acechan a cada paso; si crees que “los achaques de la vejez” son inevitables; si estás convencido de tu mala o buena suerte; lo que quiera que tú esperes normalmente, en bien o en mal. Ésa es la condición que verás manifestarte en tu vida y en todo lo que haces. Ése es el porqué de lo que te ocurre.



No se está jamás consciente de las ideas que llenan nuestra mente. Ellas se van formando de acuerdo con lo que nos enseñan, o lo que oímos decir. Como casi todo el mundo está ignorante de las leyes que gobiernan la vida, casi todos pasamos nuestra vida fabricándonos condiciones contrarias; viendo tornarse malo aquello que prometía ser tan bueno; tanteando, como dicen, a ciegas, sin brújula, timón, ni compás; achacándole nuestros males a la vida misma, y aprendiendo a fuerza de golpes y porrazos; o atribuyéndoselos a “la voluntad de Dios”.
   El ser humano no es lo que te han hecho creer: un corcho en medio de la tempestad, batido aquí y allá según las olas. !Nada de eso! Su vida, su mundo, sus circunstancias, todo lo que él es, todo lo que le ocurre son creaciones de él mismo y de nadie más. Él es el rey de su imperio y si su opinión es precisamente que él no es sino un corcho en medio de la tempestad, pues así será. Él lo ha creído y permitido. Nacer con libre albedrío significa haber sido creado con el derecho individual de escoger… ¿escoger qué? El pensar negativa o positivamente; pesimista u optimista.



La metafísica siempre ha enseñado que lo que pensamos a menudo pasa al subconsciente y se establece allí, actuando como reflejo. Cuando el ser humano se ve envuelto en los efectos de su ignorancia, o sea, que se ha producido él mismo una calamidad, se vuelve hacia Dios y le suplica que lo libre del sufrimiento. El hombre ve que Dios le atiende a veces, y que otras veces, inexplicablemente, no atiende. Sin que nos demos cuenta clara de ello, le estamos atribuyendo a Dios una naturaleza de magnate caprichoso, vengativo. Es natural pensar así cuando nacimos, vivimos ignorando las reglas y las leyes básicas de la vida. Ya dijimos la razón de nuestras calamidades: las producimos con el pensamiento. En este es que somos “imagen y semejanza” del creador, somos creadores, cada cual, de su propia manifestación.

La verdad es que la Creación funciona en todo y siempre con siete principios. No descansan un solo minuto, se encargan de mantener el orden y la armonía: Vida, Amor, Verdad, Inteligencia, Unidad, Espíritu y Principio. No se necesitan policías en el espíritu. Aquel que no marcha con la ley se castiga él mismo. Lo que piensas se manifiesta; de manera que aprende a pensar correctamente. No hagas lo que has hecho hasta ahora: aceptar todo lo que oyes y todo lo que ves sin darte la oportunidad de juzgar entre el bien y el mal.



El cuerpo material no tiene voluntad propia. No puede oponerse ni mandar. La vida está en el espíritu, en el alma, en el Yo Superior. Es una chispa de la Divinidad; es el agente, el representante plenipotenciario. Así eres tú, un microcosmos, un diminuto sistema solar repitiendo el mismo diseño universal. Ese arco iris completo es tu gloria, tu Verdad innata. Eso jamás lo perderás. Es “tuyo por derecho de conciencia. Por el hecho de poseer este cuerpo causal tienes el derecho de afirmar “Yo Soy Perfecto”. Cada vez que lo piensas y lo practicas se acercan más tus dos sistemas: tu Yo Superior y tu Yo Inferior. Son dos entidades vivientes, aunque separadas, pero que forman junto con la Conciencia terrena un solo ser.


Tú puedes y debes dirigirte a esas dos entidades, hablarlas, amarlas, invocar la protección divina en ellas, pues son perfectas, y juntas formas ese “YO” que tú nombras constantemente y de quien debes hablar en los más altos y bellos términos. Estás hablando la Verdad porque te estás refiriendo a Tu verdad, a tu Llama triple.


Conny Méndez – Metafísica 4 en 1

miércoles, 3 de febrero de 2016

La justicia de la impunidad (F. Nietzsche)




Cuando el poder de la comunidad aumenta, ésta deja de conceder tanta importancia a los transgresores del individuo, pues ya no puede considerar que son tan peligrosos y subversivos como antes para la supervivencia del conjunto. Ya no se expulsa al malhechor, ni se le “priva de paz”. La ira general no puede seguir descargándose en él con tanto furor como antes, sino que, más bien, se defiende y protege cuidadosamente al malhechor desde ahora contra dicha ira y, en particular, contra la de los individuos que han sido perjudicados de una manera directa.

Entre los rasgos que va perfilando el desarrollo del código penal cabe señalar el compromiso con los individuos encolerizados por haber resultado perjudicados con la mala acción: un esfuerzo por aislar el caso e impedir que se amplíe o incluso se generalice la participación y la inquietud; los intentos de hallar equivalentes, y de solucionar la cuestión en términos generales (el arreglo), y, sobre todo, la voluntad cada vez más decidida de pensar que todo delito se puede pagar de algún modo, esto es, la voluntad de separar, en cierto grado, al delincuente de su acción.



Si crecen el  poder y la autoconciencia de una comunidad, el derecho penal se suaviza también; pero cuando la comunidad se debilita o corre algún peligro un tanto grave, el derecho penal vuelve a revestir formas más duras. El “acreedor” se ha vuelto siempre más humano en la medida en que se ha ido enriqueciendo; hasta el punto de que cabe decir incluso que la medida de su riqueza viene determinada por la cantidad de daños que es capaz de soportar sin padecer por ello. Cabe la posibilidad de concebir una conciencia de poder tal por parte de la sociedad en la que ésta pueda permitirse el lujo más noble: el de dejar impunes a quienes le han perjudicado. “¿Qué me importan mis parásitos? -podría decir entonces-, que vivan y prosperen, ¡sigo siendo lo bastante fuerte para ello!...”
    La justicia, que empezó diciendo: “Todo se puede y se tiene que pagar”, acaba cerrando los ojos y dejando escapar al insolvente. Como todo lo bueno de la tierra, termina autodestruyéndose. Es sabido que esta autodestrucción de la justicia recibe el bello nombre de perdón, el cual sigue siendo, como se desprende, el privilegio del más poderoso, mejor aún, su superación de la justicia.



En todas partes donde se ha ejercido y mantenido la justicia, observamos que un poder más fuerte busca el medio de poner fin al loco furor del resentimiento, entre personas más débiles y situadas por debajo de él (ya sean grupos o individuos), bien sustrayendo de la venganza el objeto del resentimiento, bien situando en lugar de la venganza la lucha contra los enemigos de la paz y del orden, bien creando, proponiendo y a veces imponiendo acuerdos, o bien elevando a la categoría de norma cosas que equivalieran a los daños, para que, desde ese momento y para siempre, el resentimiento recurriese a ella.
   Ahora bien, lo decisivo, lo que hace e impone la potestad suprema, en cuanto tiene fuerza para ello, contra la supremacía de los sentimientos contrarios y reactivos, es establecer la ley y declarar imperativo todo lo que a sus ojos ha de aparecer como permitido y justo, y lo que ha de aparecer como prohibido e injusto. En la medida en que, una vez establecida la ley, esta potestad suprema considera toda transgresión y arbitrariedad de los individuos o de grupos enteros como delito contra la ley y rebelión contra la propia potestad suprema, aleja del sentir de sus súbditos el daño inmediato, provocado por esos delitos. De este modo, acaba logrando a la larga lo contrario de lo que pretende toda forma de venganza, que lo único que ve y que hace valer es el punto de vista del perjudicado. A partir de este momento, los ojos, incluso los del propio perjudicado, se ejercitan a acercarse a una apreciación del acto cada vez más impersonal. Según esto, lo “justo y lo injusto” solo aparecen cuando se ha establecido la ley.




Concebir un orden de derecho como algo soberano y general, no como un medio en la lucha de conjuntos de poder, sino como un medio contra toda lucha en general, según una regla que considera iguales a todas las voluntades, constituiría un principio enemigo de la vida, un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado contra el futuro de éste, una muestra de cansancio, una sinuosa vía que llevaría a la nada.


Friedrich Nietzsche – Genealogía de la Moral