miércoles, 15 de octubre de 2014

¿Su licencia de enseñar, señor maestro? (Edmond Gilliard)



Si la escuela fuera verdaderamente el lugar de donde surge el hombre, no habría más insurrecciones tumultuosamente populares. El “insurgido” por naturaleza sería el iniciador del orden. Solo son buenos profesores aquellos en los que subsiste la revuelta del alumno. Se trata de adivinar el ardor en la recalcitrancia. En la indocilidad se encuentra el fermento de toda disciplina viva. El maestro que recurre al reglamento para hacer respetar el orden, reconoce su incapacidad para hacerse respetar por sí mismo. No está íntegramente consagrado a su tarea. No se atreve a jugarse el pellejo.

Por el momento, la escuela, imperturbable, continúa sus disertaciones sobre momias. Su propia satisfacción la hace totalmente indiferente a la naturaleza del objeto que sirve de pretexto para su charlatanería. La escuela es, por excelencia, un taller de esterilización. Se le dan niños normales, y ella se esfuerza por convertirlos en hombres retrasados. Con el niño no hay que aplicar fórmulas preestablecidas; hay que inventarlo todo. El niño es el que “ve las cosas por primera vez”. El niño deber ser mantenido en estado de admiración; debe permanecer constantemente asombrado. Debe vivir en el mundo de la revelación, estar continuamente en estado de alerta, expuesto siempre a la “sorpresa de ser”.

La escuela le cierra la boca al que valientemente dijera las cosas; hace abrir la boca al que babea las lecciones. Indignada, cierra la boca que bosteza; engrasa, encantada, la boca que grazna. Es escandaloso decir: “Me aburro”. Lo que el niño sí sabe es que se aburre. Esa es su ciencia al respecto. Desgraciadamente, se produce el aburrimiento desde que ya no hay amor. El verdadero amor crea la irresistible evidencia del placer. El amor deja de ser legítimo en cuanto se hace aburrido.



El aburrimiento es más perjudicial, más inmoral que cualquier otra cosa. Arruina cualquier educación debilitando la naturaleza al mismo tiempo, enerva toda disciplina, empobrece toda doctrina, le quita todo sabor a la conciencia, diluye el alma. Los aburridos son inmutablemente parecidos a sí mismos, incurablemente inoperantes, irremediablemente “desocupados”. Así es como la escuela, mediante el fastidio, intenta suprimir todos los asombros de la vida, todas las sorpresas del entendimiento; así es como intenta matar todos los gérmenes de la fermentación que contienen los jugos del lenguaje, enseña a hablar para no decir nada.

En la amabilidad es donde se reconoce al maestro “obligado”, al maestro creador. Los niños no se equivocan en esto. Sienten inmediatamente a los que hay que amar, a los que hay que amar por ley natural: los verdaderos productos del placer vital, los iluminadores de la razón de vivir. Los intérpretes del amor. Existe amor a partir del momento en que “agrada”, y no existe pena, ni sufrimiento que no pueda convertirse en placer de amor. No se hace nada útil sino por placer. Nada leal, nada abnegado, nada desinteresado, nada noble sino por placer. Nunca se aceptaría ni se “cumpliría” verdaderamente un deber si no se encontrara en él una materia de amor, una sustancia de placer.

Porque la escuela no le proporciona placer es por lo que el alumno se escapa en la distracción. Pero no, la lección nunca se encadena con la distracción, y se penaliza a los distraídos. No existen niños naturalmente perezosos. Solo hay niños a los que la “inautenticidad” ha hecho perezosos. Se podrá obtener la obediencia por la fuerza, pero no se habrá vencido a la pereza, solo se habrá impuesto la esclavitud. Únicamente el placer puede vencer radicalmente a la pereza. Los dóciles no son sino perezosos “mecanizados”.



La enseñanza es obra masculina; la educación, obra femenina. El que enseña, anuncia, expone los signos y los propone (o impone). El –la- que educa, se remite al hombre, remueve en lo más profundo de él y, desde lo más profundo de él, por una atracción exultante, seduce, promueve la manifestación de los potenciales e individuales facultades del Espíritu-Alma, según las capacidades y las expresivas aptitudes del cuerpo. La instrucción es la edificación del yo por desarrollo de la iniciativa, de la “voluntad de sí”; es el establecimiento de un orden íntimo por justa autoridad de la “propiedad de sí”. Nunca he aceptado tener discípulos. Mi fe no puede engendrar sino hijos que sabrán prescindir de mí.

Es demasiado fácil callar a un niño.
Es demasiado fácil disponer, en contra del niño, de argumentos de fuerza, del puño de los reglamentos y de la maza de los preceptos.
Es demasiado fácil deshacer con trucos de régimen policíaco las inocentes empresas de su “indisciplina”.
Es, en verdad, demasiado fácil, cometer abusos de poder contra el niño, arrastrarlo al terreno de lo arbitrario en nombre del orden y de los artificios en nombre de la virtud.
Es demasiado fácil imponerle respetos imbéciles.
Es demasiado fácil tenderle todas las trampas de la impostura y la hipocresía social.
Es demasiado fácil el que, so pretexto de autoridad escolar, unos hombres débiles puedan jugar al déspota, el que hombres sin juicio puedan juzgar las razones, el que unos marrulleros falseen valores, el que unos ineptos contraríen las aptitudes, el que unos decepcionados se venguen, que unos maníacos se regodeen.



No se derribará la escuela si no se derriba y se le da la vuelta al mundo. Únicamente una sacudida universal arrancaría sus manos grasientas de la piel de los niños; únicamente el desencadenamiento del huracán cósmico de las resurrecciones podrá luchar contra el viento del estupor que, desde hace siglos, mantienen tantas alas de vampiros sobre la frente de alumnos comatosos.


Lo que quiero no es una reforma. Es una revuelta lo que quiero. No se trata de discutir en los despachos; es en las escuelas donde hay que hacer estallar el tumulto de la naturaleza viva; hay que hacer surgir, desde el abismo de la infancia submarina, en el estanque de las lecciones, una ola de fondo que eche a pique la mugrienta flotilla de barcos de papel. Hay que entregar de nuevo al maestro al peligro real de la tempestad de los orígenes. Es preciso restaurar el juego franco de las fuerzas libres entre el maestro y el alumno; es preciso restablecer la “pureza” del riesgo, la única que puede garantizar la honestidad de los compromisos. Se debería de dejar libre a la clase para “ejecutar” al maestro incapaz o indigno. Reclamo el derecho de la clase al follón. ¿Su licencia de enseñar, señor maestro? Pero, ¿y la verdadera libertad de enseñar? Solo están realmente autorizados para concedérsela los alumnos.


Edmond Gilliard – La Escuela contra la Vida

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