Si la escuela fuera
verdaderamente el lugar de donde surge el hombre, no habría más
insurrecciones tumultuosamente populares. El “insurgido” por naturaleza sería
el iniciador del orden. Solo son buenos profesores aquellos en los que subsiste
la revuelta del alumno. Se trata de adivinar el ardor en la recalcitrancia. En
la indocilidad se encuentra el fermento de toda disciplina viva. El maestro que
recurre al reglamento para hacer respetar el orden, reconoce su incapacidad
para hacerse respetar por sí mismo. No está íntegramente consagrado a su tarea.
No se atreve a jugarse el pellejo.
Por el momento, la
escuela, imperturbable, continúa sus disertaciones sobre momias. Su propia
satisfacción la hace totalmente indiferente a la naturaleza del objeto que
sirve de pretexto para su charlatanería. La escuela es, por excelencia, un
taller de esterilización. Se le dan niños normales, y ella se esfuerza por
convertirlos en hombres retrasados. Con el niño no hay que aplicar fórmulas
preestablecidas; hay que inventarlo todo. El niño es el que “ve las cosas por
primera vez”. El niño deber ser mantenido en estado de admiración; debe
permanecer constantemente asombrado. Debe vivir en el mundo de la revelación,
estar continuamente en estado de alerta, expuesto siempre a la “sorpresa de
ser”.
La escuela le cierra la
boca al que valientemente dijera las cosas; hace abrir la boca al que babea las
lecciones. Indignada, cierra la boca que bosteza; engrasa, encantada, la boca
que grazna. Es escandaloso decir: “Me aburro”. Lo que el niño sí sabe es
que se aburre. Esa es su ciencia al respecto. Desgraciadamente, se
produce el aburrimiento desde que ya no hay amor. El verdadero amor crea la
irresistible evidencia del placer. El amor deja de ser legítimo en cuanto se
hace aburrido.
El aburrimiento es más
perjudicial, más inmoral que cualquier otra cosa. Arruina cualquier educación
debilitando la naturaleza al mismo tiempo, enerva toda disciplina, empobrece
toda doctrina, le quita todo sabor a la conciencia, diluye el alma. Los
aburridos son inmutablemente parecidos a sí mismos, incurablemente inoperantes,
irremediablemente “desocupados”. Así es como la escuela, mediante el fastidio,
intenta suprimir todos los asombros de la vida, todas las sorpresas del
entendimiento; así es como intenta matar todos los gérmenes de la fermentación
que contienen los jugos del lenguaje, enseña a hablar para no decir nada.
En la amabilidad es donde
se reconoce al maestro “obligado”, al maestro creador. Los niños no se
equivocan en esto. Sienten inmediatamente a los que hay que amar, a los
que hay que amar por ley natural: los verdaderos productos del placer
vital, los iluminadores de la razón de vivir. Los intérpretes del amor. Existe
amor a partir del momento en que “agrada”, y no existe pena, ni sufrimiento que
no pueda convertirse en placer de amor. No se hace nada útil sino por placer.
Nada leal, nada abnegado, nada desinteresado, nada noble sino por placer. Nunca
se aceptaría ni se “cumpliría” verdaderamente un deber si no se
encontrara en él una materia de amor, una sustancia de placer.
Porque la escuela no le
proporciona placer es por lo que el alumno se escapa en la distracción. Pero
no, la lección nunca se encadena con la distracción, y se penaliza a los
distraídos. No existen niños naturalmente perezosos. Solo hay niños a los que
la “inautenticidad” ha hecho perezosos. Se podrá obtener la obediencia por la
fuerza, pero no se habrá vencido a la pereza, solo se habrá impuesto la
esclavitud. Únicamente el placer puede vencer radicalmente a la pereza. Los
dóciles no son sino perezosos “mecanizados”.
La enseñanza es obra
masculina; la educación, obra femenina. El que enseña, anuncia, expone los
signos y los propone (o impone). El –la- que educa, se remite al hombre,
remueve en lo más profundo de él y, desde lo más profundo de él, por una
atracción exultante, seduce, promueve la manifestación de los potenciales e
individuales facultades del Espíritu-Alma, según las capacidades y las
expresivas aptitudes del cuerpo. La instrucción es la edificación del yo por
desarrollo de la iniciativa, de la “voluntad de sí”; es el establecimiento de
un orden íntimo por justa autoridad de la “propiedad de sí”. Nunca he aceptado
tener discípulos. Mi fe no puede engendrar sino hijos que sabrán prescindir de
mí.
Es demasiado fácil callar
a un niño.
Es demasiado fácil
disponer, en contra del niño, de argumentos de fuerza, del puño de los
reglamentos y de la maza de los preceptos.
Es demasiado fácil
deshacer con trucos de régimen policíaco las inocentes empresas de su
“indisciplina”.
Es, en verdad, demasiado
fácil, cometer abusos de poder contra el niño, arrastrarlo al terreno de lo
arbitrario en nombre del orden y de los artificios en nombre de la virtud.
Es demasiado fácil
imponerle respetos imbéciles.
Es demasiado fácil
tenderle todas las trampas de la impostura y la hipocresía social.
Es demasiado fácil el que,
so pretexto de autoridad escolar, unos hombres débiles puedan jugar al déspota,
el que hombres sin juicio puedan juzgar las razones, el que unos marrulleros
falseen valores, el que unos ineptos contraríen las aptitudes, el que unos
decepcionados se venguen, que unos maníacos se regodeen.
No se derribará la escuela
si no se derriba y se le da la vuelta al mundo. Únicamente una sacudida
universal arrancaría sus manos grasientas de la piel de los niños; únicamente
el desencadenamiento del huracán cósmico de las resurrecciones podrá luchar
contra el viento del estupor que, desde hace siglos, mantienen tantas alas de
vampiros sobre la frente de alumnos comatosos.
Lo que quiero no es una
reforma. Es una revuelta lo que quiero. No se trata de discutir en los
despachos; es en las escuelas donde hay que hacer estallar el tumulto de la
naturaleza viva; hay que hacer surgir, desde el abismo de la infancia
submarina, en el estanque de las lecciones, una ola de fondo que eche a pique
la mugrienta flotilla de barcos de papel. Hay que entregar de nuevo al maestro
al peligro real de la tempestad de los orígenes. Es preciso restaurar el juego
franco de las fuerzas libres entre el maestro y el alumno; es preciso
restablecer la “pureza” del riesgo, la única que puede garantizar la honestidad
de los compromisos. Se debería de dejar libre a la clase para “ejecutar” al
maestro incapaz o indigno. Reclamo el derecho de la clase al follón. ¿Su
licencia de enseñar, señor maestro? Pero, ¿y la verdadera libertad de enseñar?
Solo están realmente autorizados para concedérsela los alumnos.
Edmond Gilliard – La Escuela contra la Vida
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