El “centro" es esa
conciencia profunda que todos tenemos y a la que nos referimos cuando decimos
yo. Este yo es el punto de identidad que mantenemos a través de todos los
cambios, de todas las fases de crecimiento. Es necesario ahondar en ese centro
para descubrir quién soy yo. Todo lo que vivo no tiene sentido si no descubro
quién es el que vive esto. El yo es el que da significado a cada una de mis
experiencias. Cada experiencia, tomada aisladamente, no tiene de por sí un
sentido. El sentido se encuentra en la fuente donde mana. El descubrimiento del
yo marca el grado de madurez de la persona. Cuanto más ahonda y se sienta a sí
mismo. Menos peligro tiene de confundirse con sus cosas y menos vulnerable
será.
Ese centro interior es mi
realidad más profunda; de ella brotan todas las demás realidades que me
constituyen: la inteligencia, la voluntad, la moral, la estética… En ese
“centro”, yo me siento yo, y me afirmo yo, y declaro y reivindico todo lo demás
que siento como mío.
En todo momento estoy tratando de descubrir
tanto que soy yo, como quién soy yo. Lo que soy yo es todo lo que registra mi
conciencia, todo lo que existe para mí, todos los contenidos de mi conciencia.
Estos contenidos son todo el mundo de sensaciones, salud, fuerza, inteligencia,
intuición. También soy la conciencia que yo tengo de todo lo demás: las
personas, la naturaleza, la sociedad. Yo, en resumen, soy todas las cosas en
tanto las conozco.
Por ello, cuando hay problemas dentro de la
conciencia, hay problemas fuera, en mis relaciones objetivas. Solo cuando
existe una perfecta unidad interna, la persona está asimismo integrada en su
exterior. Yo soy, por tanto, todo el campo de mi conciencia.
A la pregunta ¿quién soy
yo?, hemos de responder que yo soy el sujeto, el centro de este campo, el punto
alrededor del cual gira todo y del que surge todo. En la compleja experiencia
de mi interioridad percibo un solo y único centro que da sentido y coherencia a
todo lo demás.
Ese centro lo experimento
como carente de partes, no puede ser localizado en ningún lugar. Es, además,
autoconsciente; es decir, tiene conocimiento de sí mismo, y aunque se da cuenta
que en muchos aspectos es para sí un misterio se siente, en cambio, dueño e
independiente de sí mismo. La actividad o dinamismo del yo consiste en una
permanente opción, en un constante ejercicio de su autonomía, de su mismidad,
de su profunda unidad de ser. En este sentido, la libertad es el ejercicio de
la estructura más característica del sí mismo, de aquello por lo cual yo me
siento persona humana.
Pero la experiencia de mi
libertad es paradójica, contradictoria. Por una parte, quiero ejercer cada vez
más mi autonomía y mi unidad, ser más yo; pero, a la vez, experimento mis
límites y siento una cierta angustia interior. Esta conciencia de la
precariedad de mi ser me impulsa a la búsqueda de algo o de alguien en quien
pueda encontrar un punto de apoyo seguro a la debilidad de mi ser.
El yo como centro
constituye el punto de partida. “Yo soy” en el acto esencial de la existencia,
como individuo. Toda la existencia no es más que variantes de la realidad de mi
ser.
Este meterme hacia dentro, este
interiorizarme, no ha de perturbar nunca el cumplimiento de mis obligaciones
exteriores. En este repliegue sobre sí mismo se trata de descubrir el fondo de mí
mismo, la realidad de mí mismo como sujeto, yo en mi identidad profunda.
La autoconciencia requiere
una atmósfera de interioridad y un hábitat de silencio. Es muy difícil, en una
civilización del ruido, oír la vibraciones del espíritu; percibir los mensajes
transcendentes, oír las voces de la propia conciencia.
El silencio nos hace descubrir
experimentalmente la unidad profunda que hay detrás de toda la multiplicidad de
formas y manifestaciones de nuestro ser. Nos lleva a descubrir al sujeto último
de todas las manifestaciones personales. Nos conduce a la realización de
nuestra identidad profunda. El silencio profundo nos trae la paz auténtica.
Gracia a él podemos acumular fuerzas físicas, afectivas, mentales y
espirituales para llevar a cabo nuestro trabajo y todo nuestro quehacer vital.
El poder del silencio es tan grande que puede transformar profundamente
nuestras conciencias, nuestra vida; a la sociedad toda.
Para conseguir el
silencio, “mi silencio”, es necesario que yo esté libre interiormente de
problemas, de deseos, de emociones, de conflictos. La gran dificultad que
tenemos para estar en paz es nuestra guerra interior.
Para que el silencio sea un camino positivo
es necesario que la persona esté orientada; tenga como opción preferencial la
búsqueda de la verdad. En la práctica del silencio se impone que, en todo
momento, se mantenga la autoconciencia, y que haya una gran lucidez. El
silencio practicado de esta manera es siempre esencialmente transformante,
renovador y creativo, externa e internamente.
El silencio no es nada más
que el reposo de nuestra personalidad y de nuestro yo personal. El silencio que
se pide es el silencio profundo de la conciencia del yo.
José Luis Pallarés González – En torno al hombre
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