jueves, 21 de abril de 2016

Religión para el siglo XXI: que el mundo viva en su unidad (Roger Garaudy)



La espiritualidad es el esfuerzo por hallar el sentido y la finalidad última a nuestras vidas. Esta espiritualidad se puede vivir en el marco de las sabidurías sin Dios. Desde el Tao en China hasta los Upanishads en India, todas son un llamamiento al dominio e incluso a la extinción del “yo pequeño individual” y de sus deseos parciales, lo que supone una toma de conciencia de que el centro más íntimo del yo es el centro de la vida total del universo, una llamada a ser uno con el Todo.




Todas las grandes mutaciones humanas comienzan en la mente y en el corazón de los hombres cuando éstos se preguntan sobre el sentido de su vida y de su historia común. Las religiones instituidas no responden hoy día a los problemas vitales de nuestro tiempo. Es el caso, por ejemplo, de las tres religiones reveladas, que se fueron degradando muy pronto hasta convertirse en teologías de dominación.
    La defensa de lo sagrado es asunto de todos: el Reino de Dios está dentro de nosotros y no fuera del mundo y de la historia; cada uno de nosotros es responsable de su advenimiento. No se trata ya de las religiones del porvenir ni del porvenir de las religiones, sino del porvenir de la vida, de la realización plena del hombre, de su fe en el porvenir de la vida.

Hay, pues, una necesidad de “reformular” en nuestras nuevas circunstancias históricas lo que podría ser un orden social para el siglo XXI, a partir de los principios esenciales de nuestra fe común. Semejante reformulación exige una relectura de textos sagrados, hecha a la luz de las exigencias de los pueblos y, en primer lugar, de los más desamparados de nuestra época.

Si un hombre o una mujer va a la sinagoga, a la iglesia o a la mezquita, lo importante es que su rezo sea el momento en que cada uno se concentre para tomar conciencia de su relación con Dios, o con el Todo, pues el centro más íntimo y más preciado de uno mismo es el centro de toda vida, y solo hay existencia por esta relación, no simplemente concebida, sino vivida, y vivida en el amor. Su religión o su sabiduría le hacen encontrar a Dios o al Uno en cada acto cotidiano, fuera de cualquier sectarismo religioso, de todo espíritu particularista de partido o de nación. Su única lealtad es en relación con el Todo y con la comunidad universal de los hombres.



La sabiduría consiste en reconocer que nuestros conocimientos siempre nos dejan a la orilla de un abismo, de un vacío poblado de una infinidad de posibles. Esta conciencia de los límites y de los postulados de nuestro conocimiento y esta apertura al infinito de los posibles, es la experiencia primera de la fe en lo que las religiones reveladas llaman Dios, y las sabidurías sin Dios la marcha hacia el Uno y el todo. La fe es una razón sin fronteras. Es el acceso a la realidad en su plenitud: ser para los demás es la única experiencia de la trascendencia. El amor es la salida de sí mismo, fundamental y primera: la unión del “yo” con un “tú” que le trae el mensaje. Un mensaje por el cual el hombre se vuelve humano y divino.

El reinado de Dios se hace presente ahí donde un hombre realiza esta total desposesión. Si no se hace “todavía” presente, es porque esta relación con el mundo no se ha realizado aún en todos. Esta tensión entre el “ya aquí” del despertar personal a la vida del Todo, y el “aún no” del despertar de todos a la vida del Todo es la tragedia optimista del despertar, pues cada uno de nosotros es responsable del despertar de todos.




La fe es el motor inagotable de la búsqueda que, sin ella, degeneraría en supersticiones sugeridas por formas infantiles de la ciencia. La fe es, antes que nada, fe en la razón, fe en el hombre al que insta a proseguir la búsqueda hasta sus límites extremos, hasta alcanzar el silencio de la sabiduría y de la ciencia, disponiéndose a acoger nuevas dimensiones de lo real. Esta sabiduría, como la ciencia, toma conciencia durante  la lucha de sus límites y postulados, de su apertura, sin excluir ninguna, a todas las experiencias, de lo radicalmente nuevo, apertura fundada sobre milenios de errores y de victorias, siempre posibles, de lo nuevo, de lo inesperado, de lo inédito.

El problema de la “defensa de lo sagrado” no es, pues, el de una rivalidad de las religiones ni el de una mezcla ecléctica de sus enseñanzas, sino la conciencia de lo que, en su búsqueda sobre el sentido de la vida, es no solo común a todos, sino también accesible, además, a un mundo irreligioso. Cuando un hombre que detesta el nombre (de Dios) y se cree ateo, empieza por dedicarse por entero al diálogo con el “tú” de su ser, como un “tú” que no puede estar limitado por otro, ya se está dirigiendo a Dios.




“Lo sagrado” no es sino la plenitud de lo real en todas sus dimensiones, es decir, más allá de los sentidos y de la razón, con su significado y su trascendencia. No se puede hallar a Dios si no es en todas partes. Esta es nuestra defensa de lo sagrado: descubrir en cada persona lo que le falta para ser más humana. La realidad central y el drama de nuestro tiempo es que estamos viviendo la más cruel de las guerras de religión. Se trata de la guerra declarada por una religión que no se atreve a proclamar abiertamente su nombre todavía, pero que, de hecho, rige hoy tanto las relaciones sociales como las internacionales: lo que llamo el “monoteísmo” del mercado, que abarca todas las idolatrías. En realidad, nuestra época no es atea, sino más bien politeísta, pues el monoteísmo del mercado engendra el culto de numerosos ídolos, como el dinero, el poder, los nacionalismos o los integrismos.


La tarea más urgente es congregar a todos aquellos para los que la vida tiene un sentido y que son conscientes de ser personalmente responsables de descubrirlo y ponerlo en práctica. Estamos viviendo un momento histórico de crisis, de cuestionamiento y de inevitable toma de decisiones. La condición primordial de cualquier solución a este problema único y vital es que el mundo viva en su unidad.


Roger Garaudy – El Diálogo entre Oriente y Occidente. La religión y la fe en el Siglo XXI

miércoles, 6 de abril de 2016

El Fundamentalismo religioso (Juan José Tamayo)




“Fundamentalismo” es una palabra erudita del ámbito del cristianismo, usada primero por los expertos para designar un fenómeno religioso muy concreto del protestantismo evangélico en Estados Unidos a principios del siglo XX. El término “fundamentalista” se aplica a personas creyentes de las distintas religiones, sobre todo a judíos ultra-ortodoxos, a musulmanes integristas y a cristianos tradicionalistas.

La característica que mejor define la actitud fundamentalista es su negativa a recurrir a la mediación hermenéutica en la lectura de los textos fundantes de las religiones. Se cree que éstos han sido revelados directamente –o mejor, dictados– por Dios, tienen un solo sentido, el literal, y una única interpretación, la que emana de su lectura directa. El fundamentalismo propende a aislar el texto de su contexto socio-histórico hasta convertirlo en objeto devocional, a quien se considera intocable y se rinde culto. Tal concepción conduce inevitablemente al dogmatismo en las creencias, al sobrenaturalismo en la comprensión de la realidad, a la uniformidad en el actuar y al providencialismo en torno al futuro. El lenguaje religioso se convierte en fórmula fija, inmutable, toma la forma de dogma y funge al interior de la comunidad creyente como ortodoxia. El pluralismo es visto, por ende, como una amenaza contra la unidad de la fe.

El fundamentalismo cristiano defiende el carácter infalibilista de las escrituras sagradas. Por eso, al referirse a éstas, lo hace afirmando: “dice la Biblia” y no “la Biblia significa”. La verdad de la Biblia se extiende a la doctrina y a la moral, a los aspectos históricos y a la práctica. Su autoridad es definitiva y completa en todos los campos. Parte de una posición dogmática que impone a la Biblia. De esta forma la secuestra y le impide el poder expresarse libremente, cuando si algo caracteriza a la palabra de Dios es no estar encadenada.



El fundamentalismo adopta una actitud de sospecha y desdén permanentes ante los que defendemos la necesidad de la mediación hermenéutica en la lectura de los textos sagrados, y nos pregunta entre la ingenuidad y la indignación: “¿Cómo puede usted leer el mismo texto que yo leo, y no llegar a la misma interpretación que yo le doy? Sin duda usted actúa de mala fe, que es lo que caracteriza a toda interpretación liberal y pone en entredicho, o incluso desvirtúa, la palabra de Dios”. Al reaccionar así, el fundamentalista se niega a aceptar que la interpretación admite múltiples opciones.

El lenguaje simbólico, metafórico, imaginativo es suplantado por el lenguaje realista. Solo les reconoce un solo sentido, lo que implica un empobrecimiento semántico del rico mundo simbólico. No hay ni puede haber lenguaje literal sobre Dios y lo divino; la afirmación del realismo bíblico es una consecuencia de la interpretación fundamentalista de la Biblia.

La tendencia fundamentalista se opone al ecumenismo y se muestra intolerante con otras concepciones y experiencias que no coinciden con la suya. No se encierra en una burbuja. Suele asociarse con otros fundamentalismos de carácter político, económico, cultural y social, con quien establece alianzas para defender con más eficacia el etnocentrismo cultural, una moral regresiva, la tendencia a las exclusiones por razones de etnia o raza y una concepción religiosa restauracionista. Utiliza la religión de manera instrumental para sus fines expansionistas y para sus intereses hegemónicos.



La actitud fundamentalista se caracteriza por imponer sus creencias, incluso por la fuerza, a toda la comunidad humana en la que está implantada la religión profesada, sin distinguir entre creyentes y no creyentes. De ahí la confusión de lo público y lo privado y la ausencia de distinción entre comunidad política y comunidad religiosa, entre ética pública y ética privada. El fundamentalismo religioso ha desembocado con frecuencia en choques, enfrentamientos y guerras de religiones. La historia universal es la mejor prueba de ello. Incluso hay quienes consideran que la violencia se encuentra en el principio de las religiones y que éstas son fuente de aquéllas. La violencia estaría ya presente en los mismos textos tenidos por revelados.

Y así es de hecho. No pocos textos fundantes del judaísmo, el cristianismo y el Islam presentan a un Dios violento y sanguinario, a quien se apela para vengarse de los enemigos, declararles la guerra y decretar castigos eternos contra ellos. Con estos ingredientes, se construye la trama perversa de la violencia y lo sagrado, que da lugar a la “sacralización de la violencia” o “violencia de lo sagrado”.

El Antiguo Testamento es uno de los libros más llenos de sangre de la literatura mundial. Hasta mil son los textos que se refieren a la ira de Yahvé que se enciende, juzga como un fuego destructor, amenaza con la aniquilación y castiga con la muerte. El poder de Dios se hace realidad en la guerra, batallando del lado del “pueblo elegido”, y su gloria se manifiesta en la victoria sobre los enemigos. En el Nuevo Testamento aparece también el Dios sanguinario, al menos de manera indirecta, en la interpretación que algunos textos ofrecen de la muerte de Cristo como voluntad de Dios para expiar los pecados de la humanidad. Según esta teoría, Dios reclamaría el derramamiento de la sangre de su “Hijo” para aplacar su ira.



Algunas imágenes del Corán sobre Alá no son menos violentas que las de la Biblia judía y cristiana. El Alá de Mahoma, como el Yahvé de los profetas, se muestra implacable con los que no creen en Él. “!Que mueran los traficantes de mentiras!”, dice el libro sagrado del Islam. Dios puede hacer que los descreídos se los trague la tierra o caiga sobre ellos un pedazo de cielo; para ellos solo hay “el fuego del infierno”. El simple pensar mal de Alá comporta la maldición. En el Corán se hace referencia a la lucha “por la causa de Dios”, incluso hasta la muerte, contra quienes combaten a los seguidores de Alá.

Las tradiciones religiosas que incitan a la violencia o la justifican, y más si lo hacen en nombre de Dios, no pueden considerarse reveladas, ni ser tenidas por palabra de Dios, y menos aún imponerse como normativas a sus seguidores. En cuanto “textos de terror” deben ser excluidos  de las creencias y las prácticas religiosas, así como del imaginario colectivo de la humanidad.


El fundamentalismo, en fin, adopta una actitud hostil frente a los fenómenos socioculturales de la modernidad que, a su juicio, socavan los fundamentos del sistema de creencias: la secularización, la teoría evolucionista, el progresismo, el diálogo con la cultura moderna y posmoderna, las opciones políticas revolucionarias de las personas y los grupos creyentes, la emancipación de la mujer, la apertura a los descubrimientos científicos, los avances en la genética, los movimientos sociales, los métodos histórico-críticos, etc. Todos ellos son  considerados enemigos de la religión y en esa medida son combatidos frontalmente.


Juan José Tamayo – Fundamentalismo y Cristianismo