domingo, 30 de octubre de 2016

Condiciones para una vida feliz (Bertrand Russell)




Toda infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de integración; hay desintegración en el yo cuando falla la coordinación entre la mente consciente y la subconsciente; hay falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos. 

El hombre feliz es el que no sufre ninguno de estos dos fallos de unidad, aquel cuya personalidad no está escindida contra sí misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciudadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la muerte porque en realidad no se siente separado de los que vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha.
    El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que es libre en sus afectos y tiene amplios intereses, el que se asegura la felicidad por medio de estos intereses y afectos que, a su vez, le convierten a él en objeto del interés y el afecto de otros muchos. Que otros te quieran es una causa importante de felicidad; pero el cariño no se concede a quien más lo pide. Hablando en general, recibe cariño el que lo da.

Cuantas más cosas le interesen a un hombre, más oportunidades de felicidad tendrá, y menos expuesto estará a los caprichos del destino, ya que si le falla una de las cosas siempre puede recurrir a otra. La vida es demasiado corta para que podamos interesarnos por todo, pero conviene interesarse en tantas cosas como sean necesarias para llenar nuestra vida. Todos somos propensos a la enfermedad del introvertido, que al ver desplegarse ante él los múltiples espectáculos del mundo, desvía la mirada y solo se fija en su vacío interior. Pero no vayamos a imaginar que existe algo de grandeza en la infelicidad del introvertido. Así pues, el hombre cuya atención se dirige hacia dentro no encuentra nada digno de su interés, mientras que el que dirige su atención hacia fuera puede encontrar en su interior, en esos raros momentos en que uno examina su alma, los ingredientes más variados e interesantes, desmontándose y recombinándose en patrones hermosos y constructivos.



Tanto para las mujeres como para los hombres el entusiasmo es el secreto de la felicidad y el bienestar, es el rasgo más universal y distintivo de las personas felices. El auténtico entusiasmo, no el que en realidad es una búsqueda del olvido, forma parte de la naturaleza humana. A cada momento de su vida, el hombre civilizado se ve frenado por restricciones a los impulsos, esto hace que sea más difícil mantener el entusiasmo, porque las continuas restricciones tienden a provocar fastidio y aburrimiento. Para superar estos obstáculos, se necesita salud y energía en abundancia, o bien tener la buena suerte de trabajar en algo que sea interesante por sí mismo. Algunas personas mantienen el entusiasmo a pesar de los impedimentos de la vida civilizada, y muchos más podrían hacerlo si se libraran de los conflictos psicológicos internos en que gastan una gran parte de su energía.

Los que se enfrentan a la vida con sensación de serenidad son mucho más felices que los que la afrontan con sensación de inseguridad. Y en muchísimos casos la misma sensación de seguridad les ayuda a escapar de peligros en los que otros sucumbirían. Pero la confianza general en uno mismo es consecuencia, sobre todo, de estar acostumbrado a recibir todo el afecto que uno necesita.
La felicidad, esto es evidente, depende en parte de circunstancias externas y en parte de uno mismo. Todos nuestros gustos y deseos tienen que encajar en el marco general de la vida. Para que sean una fuente de felicidad tienen que ser compartidos con la salud, con el cariño de nuestros seres queridos y con el respeto de la sociedad en que vivimos. 
    Para ser feliz en este mundo es necesario sentir que uno no es solo un individuo aislado cuya vida terminará pronto, sino que forma parte del río de la vida, que fluye desde la primera célula hasta el remoto y desconocido futuro. Como sentimiento consciente está claro que esto conlleva una visión del mundo intelectual e hipercivilizada; pero como vaga emoción instintiva es algo primitivo y natural, y lo hipercivilizado es no sentirla.



Los seres humanos son muy diferentes en lo que se refiere a la tendencia a considerar sus vidas como un todo. Algunos los hacen de forma natural y consideran que para ser feliz es imprescindible hacerlo con cierta satisfacción. Para otros, la vida es una serie de incidentes inconexos, sin rumbo y sin unidad. Creo que los primeros tienen más posibilidades de alcanzar la felicidad que los segundos, porque poco a poco van acumulando circunstancias de las que pueden obtener satisfacción y autoestima, mientras que los otros son arrastrados de un lado a otro por los vientos de las circunstancias, sin llegar nunca a ninguna parte.

Acostumbrarse a ver la vida como un todo es un requisito imprescindible para la sabiduría y la auténtica moral, y es una de las cosas que deberían fomentarse en la educación. La constancia en los propósitos no basta para hacerle a uno feliz, pero es una condición casi indispensable para una vida feliz.


Bertrand Russell – La conquista de la felicidad

lunes, 24 de octubre de 2016

¿Dios ha muerto? (María Zambrano)


  
Hace muy poco tiempo que el hombre cuenta su historia, examina su presente y proyecta su futuro sin contar con los dioses, con Dios, con alguna forma de manifestación de lo divino. Lo divino eliminado como tal, borrado bajo el nombre familiar y conocido de Dios, aparece, múltiple, irreductible, ávido, hecho “ídolo”, en suma, de la historia. Pues la historia parece devorarnos con la misma insaciable avidez de los ídolos más remotos. El hombre está siendo reducido, allanado en su condición a simple humano, degradado bajo la categoría de la cantidad.

Reducir lo humano llevará consigo, inexorablemente, dejar sitio a lo divino, en esa forma en que se hace posible que lo divino se insinúe y aparezca como presencia y aún como ausencia que nos devora. La deificación que arrastra por fuerza la limitación humana –la impotencia de ser Dios– provoca, hace que lo divino se configure en ídolo insaciable, a través del cual el hombre –sin saberlo– devora su propia vida, destruye él mismo su existencia. Ante lo divino “verdadero”, el hombre se detiene, espera, inquiere, razona. Ante lo divino extraído de su propia sustancia, queda inerme. Porque es su propia impotencia de ser Dios la que se le presenta y representa, objetivamente, bajo un nombre que designa tan solo la realidad que él no puede eludir.



La ausencia, el vacío de Dios podemos sentirlo bajo la forma intelectual del ateísmo, y la angustia, la anonadadora irrealidad que envuelve al hombre cuando Dios ha muerto. Que no haya Dios, que nos dispongamos a pensar acerca de todas las cosas sin contar con Él, parece marcar la situación de la mente actual. Mas existe otra situación, y dentro de ese vivir sin Dios se distingue la simple aceptación casi inconsciente de ese ímpetu, de esa violencia, de esa otra esperanza que cifra el cumplimiento de lo humano, la promesa final de nuestra historia sobre la tierra a la desaparición total de la conciencia de Dios.
    Y aún… lo más inabordable: toda la desenfrenada provocación en que, sin conciencia o con ella, algunos hombres han apurado las posibilidades del mal, el reto a todos los temores últimos, llegando hasta la acción sin sentido ni justificación en que el hombre no es ya reconocible; desafíos realizados como un crimen que traspasa a las víctimas y que va dirigido contra esa instancia ultima de la conciencia antes ocupada por Dios, esa violencia pasiva, ese abandonarse automáticamente a cualquier instinto o “tentación”, si todo ese horror múltiple se produjera sobre un vacío y una anonadada conciencia que se dijera: “Puesto que Dios ha muerto”.



¿De dónde ha surgido tan tremenda pesadilla? Pues la religión para una conciencia irreligiosa ha de ser considerada como delirio, pesadilla sufrida en común. Que los dioses, que lo divino en sus diversas configuraciones se muera, que Dios haya muerto a manos del hombre, de los hombres. Y así, tenemos un proceso “sagrado” de destrucción de lo divino. Parece como si esta acción de negar a Dios naciera en un momento de querer volver a la situación primaria de la vida, a la situación en que el hombre no había recibido ninguna revelación, ni había él mismo descubierto a Dios; a la situación en que lo sagrado envolvía la vida humana.

El ateísmo niega matemáticamente la existencia de Dios, mas se refiere al Dios-idea, mientras que la destrucción de lo divino solamente se verifica en el abismo del Dios desconocido, atentando a lo que de irrevelado, de no descubierto hay bajo la idea de Dios. Y es, así, la acción sagrada y trágica entre todas, pues la tragedia solo tiene lugar bajo el dominio del Dios desconocido. La acción destructora de lo divino nace de una desesperación, de la necesidad.
   El vacío de Dios que deja sentir el ateísmo formalmente expresado, no es todavía la muerte de Dios. Mas la muerte de Dios no es su negación. Solo se entiende plenamente el “Dios ha muerto” cuando es el Dios del amor quien muere, pues solo muere en verdad lo que se ama. Y solo cuando Dios se hizo Dios del amor pudo morir por y entre los hombres de verdad. Y Dios no puede morir si no es a manos humanas.



Y es que el hombre necesita proyectar en lo divino, en una acción absoluta, el fondo oculto de sus acciones más secretas. La necesidad que exige matar a lo que se ama, y aún más, lo que se adora, es un afán de poderío con la avidez de absorber lo que oculta dentro. Se quiere heredar lo que se adora, liberándose al par de ello.
    Y así la destrucción de los dioses es una etapa cumplida en toda religión, que no la muerte de Dios. El hombre se ha alimentado de la destrucción de sus dioses, de cada uno de ellos gana en su medio o en su sustancia.

“Dios ha muerto” es la frase que Nietzsche enuncia y profetiza al par la tragedia de nuestra época. Para sentirlo así, es preciso creer en Él y aún más, amarlo. Pues solo el amor descubre la muerte; solo por el amor sabemos lo poco que sabemos de ella. Y en cuanto a Dios, el amor ha sido una fase tardía. Los primeros sentimientos que señalan la relación del hombre con un Dios revelado son el temor y aun el espanto.



“Dios ha muerto”, el grito de Nietzsche no es sino el grito de una conciencia cristiana. Aún para el no cristiano, este grito tendrá que ser aceptado como un momento límite de la condición humana.
   El crimen contra Dios es el crimen contra el amor. Quien dice “Dios ha muerto” participa al menos en su muerte, en el crimen. ¿No lo hará acaso movido por la esperanza de hundirse en Él, de identificarse abismándose, llevado por esa locura de amor que llega hasta el crimen cuando ya no se soporta más la diferencia con el amado, el abismo que aun en los amores entre iguales permanece siempre? Y profiere su grito “Dios ha muerto” esperando, quizá, absorber a Dios dentro de sí, comulgar en la muerte de un modo absoluto, que no haya más esa diferencia entre la vida divina y la nuestra. Desesperación de seguir soportando la inaccesibilidad de lo divino.


Dios puede morir; podemos matarlo… mas solo en nosotros, haciéndolo descender a nuestro infierno, a esas entrañas donde el amor germina; donde toda destrucción se vuelve en ansia de creación. Donde el amor padece la necesidad de engendrar y toda la sustancia acumulada se convierte en semilla. Nuestro infierno creador.


María Zambrano – El hombre y lo divino

lunes, 10 de octubre de 2016

Plena-Mente Consciente (Andrés Martín Asuero)



Tengo un curioso trabajo, trata sobre cómo enseñar a “traer de vuelta de forma voluntaria una atención errante”. Se llama Mindfulness, una palabra que podría traducirse como “conciencia plena” o “atención consciente”, y cuya práctica resulta en una mayor serenidad, mejor atención y mayor armonía en las relaciones interpersonales. También reduce el estrés y genera resiliencia, que es la capacidad de crecer en la adversidad. Estamos redescubriendo el Mindfulness, un fenómeno moderno con raíces muy antiguas, gracias a una coincidencia de intereses que comparten la medicina, la psicología y las tradiciones contemplativas. No solamente resulta útil para la educación, sino que también es una forma de vivir más plena.

El Mindfulness es una habilidad eminentemente práctica y que nace al conectar de manera directa con la experiencia personal. Expresa la calidad de la presencia, el grado de conexión que tenemos con lo que está pasando, mientras está pasando, es decir, en el momento del aquí-y-ahora. Es la conciencia que surge cuando se presta atención a un propósito, atendiendo a lo que ocurre en el momento presente y suspendiendo los juicios. Es una definición que tiene tres componentes.



Primero está el proceso atencional que es algo que se puede entrenar. Orientar la atención es el resultado de una intención determinada, la intención de estar presente en lo que ocurre. La intención es responsable de sostener la atención en aquello que es más importante en ese momento, reconociendo la distracción, pero sin dejarse arrastrar por ella. Es “apagar el piloto automático” realizando una actividad rutinaria. Parece sencillo, pero no es fácil, estamos muy habituados a realizar tareas sencillas mientras la mente está ocupada en fantasías, recuerdos, planes o preocupaciones.

El segundo componente es la conexión con la experiencia, cuando se está presente realmente se vive la vida; por el contrario, si se está desconectado, pensando en el futuro o en el pasado, la atención se encuentra dislocada y no hay presencia. Orientarse a la experiencia es sintonizar con las sensaciones corporales, como la postura o la respiración, conectando con las emociones de cada momento. En realidad, la mejor forma de saber si se está presente es verificando la conexión con el cuerpo y notando la presencia a nivel físico. Una mayor sensibilidad hacia el cuerpo nos ayuda a desarrollar posturas más saludables y evitar lesiones, notar cuando el cuerpo necesita hidratarse, descansar o alimentarse, y así poder funcionar de forma efectiva sin desgastar la salud.

El tercer componente es la amabilidad, una actitud necesaria para suspender el juicio y aceptar la realidad de ese momento tal y como es, no como a mí me gustaría que fuera, sino como es en realidad. La práctica de Mindfulness es una cualidad del corazón, y ello requiere una actitud amorosa que acoge, abraza y acepta lo que está pasando. Cuando una situación está ocurriendo, la única opción inteligente es aceptarla. De la aceptación de la realidad surgen nuevas posibilidades que llevan al siguiente momento, aparecerán nuevas opciones o surgirá algo nuevo. Así fluye la vida cuando se está abierto a ella.
    La bondad se practica con la suspensión del juicio, que es un acto de amabilidad hacia las otras personas o hacia sí mismo. Gran parte de los problemas interpersonales están basados en juicios y suposiciones que tomamos como la única verdad posible; suspender el juicio permite abrirse a otras posibilidades, activa la empatía y facilita las relaciones.
    Suspender el juicio significa aceptar lo que está pasando sin querer encontrar una solución inmediata. Implica compensar el yo narrativo con el yo experiencia, superando ideas previas y entrando en contacto con la novedad, ver la realidad con profundidad, sobre todo cuando hay emociones intensas en juego.



La meditación en la práctica de Mindfulness se conoce como conciencia abierta o atención plena, donde se entrena la capacidad de reconocer pensamientos, emociones o sensaciones como algo que surge y desaparece sin activar reacciones emocionales. Los obstáculos son la mente crítica, las agitaciones y distracciones desagradables, el sueño o la falta de energía, la irritación y los deseos o fantasías.

Los tres ámbitos donde sería de gran ayuda aplicar los fundamentos del Mindfulness son: la educación, donde impera un modelo heredado de la Edad Media, que cada vez resulta más frustrante. Incluir la inteligencia emocional, aprovechar la curiosidad humana, respetar los talentos naturales y, sobre todo, facilitar que los niños desarrollen una mente sana y feliz. El sistema sobrevalora el conocimiento, cuando lo que hace falta en el mundo son personas con una mente sana, con ética y felicidad; la naturaleza, con la que nos relacionamos como si el ser humano fuera una especie distinta de las demás, que dispone de toda la naturaleza para su uso y disfrute. Si no integramos rápido la sostenibilidad en nuestras decisiones, nuestros hijos sufrirán por esta inconsciencia; la igualdad, el beneficio de uno no puede estar aislado del beneficio de otros. Es importante poner límite a la codicia y entender que la vida, la cultura, la salud y la felicidad son mucho más valiosas que variables económicos.
    Si tomamos conciencia de lo realmente precioso que es la vida y conectamos con las verdaderas necesidades del planeta, nuestras decisiones empezarán a ser más éticas.



Espero que la práctica del Mindfulness te permita experimentar momentos de simplicidad absoluta y sentir así esa felicidad que siempre está ahí, ese estado de confianza en la vida donde se siente que “todo irá bien”. El valor de la meditación Mindfulness se manifiesta en calmar la mente y hacerla excelente, desarrollando ecuanimidad, amor, compasión y alegría. A medida que una mente se vuelve excelente se va desprendiendo de la codicia o la aversión y entonces la felicidad surge gradualmente. Esto es vivir “Plena Mente”.

Si de verdad cultivamos este potencial de excelencia de la mente humana, podremos decir orgullosos que somos miembros de la especie Homo sapiens sapiens, los homínidos que llegaron a darse cuenta del valor de ser conscientes y así aprendieron a vivir con armonía, de forma beneficiosa para todos los seres.


Andrés Martín Asuero – Plenamente (Mindfulness o el arte de estar presente)



jueves, 6 de octubre de 2016

Felicidad es la ética de la compasión (Dalai Lama)




Hemos creado una sociedad en la que las personas cada vez tienen mayores dificultades para darse muestras de afecto. A pesar de que millones de personas viven en muy estrecha proximidad, parece que muchísimas de ellas no tienen a nadie con quien hablar. La moderna sociedad industrial parece una especie de inmensa máquina autopropulsada. En vez de tener a seres humanos al frente de esa máquina, cada individuo no pasa de ser un minúsculo e insignificante elemento, una pieza más de la máquina, sin otra opción que la de moverse cuando se mueve la máquina.

Y así, encontramos enfermedades relacionadas con el estrés. Existe un vínculo entre el énfasis desproporcionado que ponemos en el progreso externo y la infelicidad, la ansiedad y la falta de contento que se da en la sociedad moderna.
    Esta entrega al progreso material nos lleva a suponer que las claves de la felicidad son el bienestar material y, por otra parte, el poder que nos confiere el conocimiento. Y si bien para cualquiera que lo piense con un poco de madurez es evidente que el bienestar material no puede aportarnos por sí mismo la felicidad, tal vez no lo sea tanto que el conocimiento tampoco pueda dárnosla. Lejos de aportarnos felicidad, puede llevarnos a perder el contacto con la realidad más amplia de la experiencia humana y, en particular, con nuestra dependencia de los demás.

El reto ante el cual nos encontramos es el de encontrar un medio para disfrutar de la armonía y la tranquilidad como lo hacen las comunidades más tradicionales, al tiempo que nos beneficiamos plenamente del desarrollo material.
    Nuestros problemas –tanto los que experimentamos externamente, como las guerras, el crimen o la violencia, como los que experimentamos internamente, esto es, nuestros sufrimientos emocionales y psicológicos- no podrán resolverse hasta que abordemos nuestra dimensión interior. No cabe duda de que es necesaria una revolución, pero no será una revolución política, económica, ni siquiera técnica. Lo que yo propongo es una revolución espiritual.



Cuando abogo por una revolución espiritual no pretendo hacer un llamamiento a una revolución religiosa. Tampoco quiero hacer referencia a una manera de vivir que de algún modo sea propia del más allá y, menos aún, a algo mágico o misterioso. Más bien se trata de una invocación o un llamamiento a una radical reorientación que nos aleje de nuestras habituales preocupaciones por el propio yo. Se trata de un llamamiento para centrarnos más en la amplia comunidad de seres con los que mantenemos una estrecha relación, y en un comportamiento que reconozca los intereses de los demás junto con los nuestros. Si las personas optasen más por el amor y la compasión mutua, los problemas son susceptibles de una solución espiritual.

¿Qué relación existe entre la espiritualidad y la práctica ética? Es imposible que amemos y que seamos compasivos si al mismo tiempo no sabemos dominar nuestros impulsos y deseos más perjudiciales. Establecer principios éticos vinculantes es posible siempre y cuando tomemos como punto de partida la observación de que todos deseamos la felicidad y aspiramos a evitar el sufrimiento; todos tienen derecho a tratar de alcanzar esa meta.
    Como nuestros intereses están interrelacionados de manera inextricable, nos vemos impulsados a aceptar la ética como la superficie de contacto indispensable entre mi deseo de ser feliz y el deseo de ser felices que anima a los demás.

La característica principal de la felicidad genuina es la paz, la paz interior. Esta paz está hondamente arraigada en la preocupación por los demás, e implica un alto grado de sensibilidad y sentimiento. ¿Dónde hemos de hallar la paz interior? En nuestra actitud mental básica y las acciones que emprendamos en nuestra búsqueda de la felicidad. En primer lugar, como todos nuestros actos tienen una dimensión universal, una repercusión potencial sobre la felicidad de los demás, la ética es necesaria en cuanto medio para asegurarnos de que no les causemos perjuicios. En segundo lugar, la felicidad genuina consiste en esas cualidades espirituales como son el amor, la compasión, la paciencia, la tolerancia, el perdón, la humildad, etc. estas cualidades son las que proporcionan la felicidad a nosotros y a los demás.



¿Habrá algo más sublime que aquello que aporta paz y felicidad a todos? La mera capacidad que tenemos como seres humanos de cantar las alabanzas del amor y la compasión es sin duda nuestro don más preciado. A la inversa, ni siquiera el más escéptico podría suponer que la paz puede llegarle a resultas de un comportamiento agresivo y desconsiderado, esto es, contrario a la ética. El fundamento de la conducta ética consistente en no perjudicar a los demás es nuestra capacidad de empatía innata. Y a medida que transformemos esta capacidad en amor y compasión, nuestra práctica de la ética tiende a mejorar de forma natural. Esto es algo que nos acerca a la felicidad, tanto propia como ajena.

Por tanto, lo primero será cultivar un hábito de disciplina interior. Las emociones aflictivas son del todo inservibles. Cuanto más cedamos a su empuje, menos espacio tendremos para desarrollar nuestras cualidades positivas y menos capaces seremos de resolver nuestros problemas. De hecho, resulta totalmente contrario a la lógica buscar la felicidad si no hacemos nada para controlar la ira, el rencor y los pensamientos y emociones maliciosas.



A fin de transformarnos, de cambiar nuestros hábitos y disposiciones de modo que nuestros actos sean acordes con la compasión, es necesario que desarrollemos lo que podríamos denominar una “ética de la virtud”. Esta tarea de la transformación ética, que dura la vida entera, supone convertir en un hábito la preocupación por los demás y su bienestar, es lo que nos aporta mayor alegría y satisfacción. Después, siempre será posible dar otro paso adelante, como los interrogantes fundamentales de la existencia humana, como son el porqué estamos aquí, adónde vamos, el principio del universo, etc., pero es evidente que la generosidad de corazón y la integridad de nuestros actos nos conducen a una mayor paz espiritual.


La felicidad brota de diversas causas, todas ellas relacionadas con la virtud. Si verdaderamente deseamos ser felices, no hay otro proceder que no sea el de la virtud: ése es el método para alcanzar la felicidad. Y la base de la virtud, su fundamento, es la disciplina ética. Cuando llegamos más allá de los estrechos confines del interés propio, nuestros corazones de colman de fuerza. La paz y la alegría pasan a ser nuestros compañeros inseparables; rompen toda clase de barreras y a la postre destruyen la idea de que mis intereses son independientes de los intereses de los demás. Más importante aún, en lo que a la ética se refiere, allí donde viven el amor al prójimo, el afecto, la amabilidad y la compasión, descubrimos que la conducta ética es algo automático. Las acciones éticamente íntegras surgen con toda naturalidad en el contexto de la compasión.


Dalai Lama – El arte de vivir en el nuevo milenio