viernes, 31 de enero de 2014

Si Dios me ama es porque me amo a mí mismo (L. Feuerbach)

El amor es el vínculo, el principio de medición entre el ser perfecto y el imperfecto, entre el ser pecaminoso y el puro, entre la ley y el corazón, entre lo divino y lo humano.
El amor es Dios mismo y fuera del amor no hay Dios.
El amor hace del hombre un Dios y convierte a Dios en un hombre.
El amor fortifica lo débil y debilita lo fuerte, humilla lo altivo y eleva lo humilde, espiritualiza la materia y materializa el espíritu.
El amor es la unidad verdadera entre el dios y el hombre, entre el espíritu y la naturaleza.
En el amor, la naturaleza ordinaria se vuelve espíritu y el espíritu noble se vuelve naturaleza.
Amor, visto desde el punto de mira del espíritu, significa anular el espíritu; visto desde el punto de la materia significa anular la materia.




El amor es materialismo; un amor inmaterial carece de sentido. En el afán del amor hacia un objeto remoto, afirma el idealista abstracto, contra su voluntad, la realidad de la sensualidad. Pero al mismo tiempo el amor es el idealismo de la naturaleza; el amor es espíritu. Solo el amor convierte  al ruiseñor en un cantor; solo el amor adorna los órganos de reproducción de la planta con un cáliz. Pero ¡cuántos milagros produce el amor en la vida diaria! Lo que separa la fe, la confusión, la locura, lo une el amor. Lo que los antiguos místicos decían de Dios expresando que sería el ser más sublime y, sin embargo, más ordinario, esto vale en realidad del amor y no de un amor soñado e imaginario sino del amor real, del amor que consta de carne y de sangre.
Es por la conciencia del amor por la cual el hombre se reconcilia con Dios o más bien consigo mismo, o sea, con su ser que se le enfrenta en la ley, como si fuera otro ser.

¿Es Dios todavía algo fuera del amor; un ser diferente del amor? Dios, el amor, se convierte en una cualidad personal aunque sea esencial; pero en el espíritu y en el alma solo tiene el rango de un sujeto, no de la esencia; se convierte en una cosa secundaria y se esfuma de la vista como algo accidental. Dios se me presenta bajo otra forma que la del amor, se me presenta en forma de la omnipotencia, de una fuerza sombría no ligada por el amor. Mientras que el amor no sea elevado al rango de una substancia y de una esencia, existirá en el fondo del amor un sujeto que, también sin el amor, puede ser un monstruo, un ser demoníaco cuya personalidad difiere del amor.

Pero, sin embargo, el amor determina a Dios a despojarse de su divinidad. Pero no por su divinidad como tal, sino por el amor; luego es el amor una potencia y una verdad superior a la divinidad. El amor vence a Dios. Era el amor al cual Dios sacrificaba su majestad divina y ¿qué clase de amor era? ¿Acaso era otro que el amor nuestro, al cual nosotros sacrificamos nuestros bienes y nuestra sangre? ¿Era acaso el amor a sí mismo, a sí mismo como a Dios? No, era el amor hacia el hombre, ¿pero no es el amor al hombre un amor humano? ¿Puedo yo amar al hombre sin amarlo humanamente, sin amarlo así como él mismo ama si es que ama de verdad? ¿De lo contrario, no sería el amor acaso un amor diabólico? Pues hasta el diablo ama al hombre, pero no por amor al hombre, sino por amor a sí mismo, es decir, por egoísmo, para aumentar y extender su poder. Pero Dios, al amar al hombre, lo ama por amor al hombre mismo, para hacerlo bueno, feliz y santo. ¿Acaso no ama entonces al hombre de tal manera como el hombre verdadero ama al hombre?



Porque aunque exista un amor egoísta entre los hombres, el amor verdadero, humano, que solo es digno de este hombre, es aquel que sacrifica lo que tiene por amor hacia el prójimo. ¿Quién es por lo tanto nuestro redentor y reconciliador? ¿Dios o el amor? Es el amor,  porque no Dios como Dios nos ha redimido, sino el amor que está por encima de la diferencia entre la personalidad divina y la humana. Así como Dios ha renunciado a sí mismo por amor, así también nosotros por amor deberíamos renunciar a Dios; porque si no sacrificamos a Dios el amor, tendríamos, a pesar del predicado del amor, aquel Dios que es digno del fanatismo religioso. Pues toda religión que reclama para sí este nombre, supone que Dios no es indiferente frente a los seres que lo adoran, que por lo tanto lo humano no le es ajeno, que él, como objeto de la veneración humana, es un Dios humano. Cada oración es una encarnación de Dios. En la oración, yo hago descender a Dios a la miseria humana, lo hago participar de mis sufrimientos y necesidades.

Dios ama al hombre -esto quiere decir: Dios sufre por el hombre-. El amor no es concebible sin sentimiento, sin compasión; ¿tengo yo acaso compasión de un ser que no siente? No, solo siento para los que sienten y solo por aquello que yo siento en mí mismo, cuyo sufrimiento yo mismo puedo sentir. La compasión supone seres iguales.
La teología, que insiste en sus determinaciones metafísicas con respecto a la eternidad, niega la posibilidad de que Dios sufra, pero con ello mismo niega también la verdad de la religión. Pues el hombre religioso cree en una participación verdadera del ser divino en sus sufrimientos y necesidades, cree en una voluntad de Dios, que se deja determinar por la fuerza del corazón.
Es la inconsecuencia más grande rechazar como humano e indigno la idea de un Dios que se deja determinar por la oración, vale decir, por la fuerza del sentimiento.cuando se cree en un ser objeto de la veneración, de la oración, del sentimiento, en un ser que es amante y que tiene como causa principal de su esencia el amor, entonces se cree también que aquel ser tiene un corazón psíquico y humano.



Y el amor que atribuye a Dios por el sentimiento religioso, es un amor propio, real y verdadero, no solamente imaginado y supuesto. Dios es amado y ama a su vez, solo en el amor divino se objetiva y se afirma, pues, el amor humano. En Dios solo se ahonda el amor.
En esto reside la expresión más sublime de la encarnación: el ser supremo se humilla por amor hacia el hombre. ¿Cómo puede apreciarse el amor del hombre en una forma más sublime que cuando Dios, por amor al hombre, se convierte en el objeto final del amor divino? El amor de Dios me hace amar; el amor de Dios al hombre es la causa del amor de los hombres hacia Dios: el amor divino causa y despierta el amor humano.


¿Qué es por lo tanto lo que yo quisiera en Dios? Es el amor, el amor hacia el hombre. ¿Pero si yo amo y adoro al amor con que Dios ama a los hombres, no amo yo entonces al hombre, no es mi amor hacia Dios, indirectamente, también un amor hacia el hombre? ¿No es el amor de Dios hacia el hombre el amor del hombre hacia sí mismo?


Ludwig Feuerbach – La Esencia del Cristianismo

jueves, 30 de enero de 2014

La Libertad Interior (Krishnamurti)




Las ideologías, los principios y las creencias no solo separan a los hombres en grupos, sino que en realidad impiden la cooperación; sin embargo, lo que necesitamos en este mundo es cooperar, colaborar, actuar juntos. Uno tiene que desechar completamente estas divisiones nacionalistas y religiosas. Tenemos que construir un mundo enteramente distinto, que nada tenga que ver con el mundo de hoy, lleno de manías, conflictos y competencias, un mundo cruel, brutal y violento.

Solo la mente religiosa es verdaderamente revolucionaria, porque está más allá de la izquierda, de la derecha, del centro. Lo que es absolutamente esencial no es posible lograrlo por medio de una ideología. Lo que está pasando en el mundo muestra la división y el conflicto que crean las ideologías.

La solidaridad solo es posible cuando no hay autoridad alguna. Uno asume “autoridad” en nombre de una ideología o en nombre de Dios o de la Verdad. Y es imposible que produzcan un orden mundial el individuo o el grupo de personas que han asumido esa “autoridad”. La autoridad le da mucha satisfacción al hombre que la ejerce –no importa el nombre en que lo haga-; deriva inmenso placer de ello y por lo tanto él es el más… Tal autoridad le impide al ser humano ser una luz para sí mismo. Cuando cada uno es luz para sí mismo, solo entonces puede cooperar, amar; solo entonces hay un sentido de comunión de unos con otros. Esa autoridad, esa postura definida, impide una comunicación mutua. Solo una mente realmente libre es la que puede estar en comunión, la que puede cooperar. Una mente así es a la vez el maestro y el discípulo. Y esto únicamente es posible cuando hay un sentido de observación, de ver las cosas en uno mismo tal como son. La mayoría de nosotros somos inconscientes de nosotros mismos. No sé si habrán observado a las personas que continuamente están hablando de sí mismas, haciendo la propia valoración de su posición en la vida. “Primero yo, y en segundo lugar todo lo demás”.



Si ha de haber solidaridad entre nosotros, comunicación y comunión entre uno y otro, es evidente que tiene que desaparecer esa barrera de “primero yo y todo lo demás en segundo lugar”. El yo asume una importancia enorme, ¡se expresa de tantas maneras! Por eso llegan a ser un peligro las organizaciones. Los que están a la cabeza de una organización o que asumen el poder de ella, se convierten poco a poco en la fuente de la “autoridad”. Y con estas personas uno no puede cooperar, no puede estar en comunión.

Tenemos que crear un mundo nuevo, en el que, como seres humanos, no estemos combatiendo unos con otros, destruyéndonos mutuamente; en que uno no domine al otro con sus ideas ni con sus conocimientos; en que cada ser humano sea libre en realidad, no en teoría. Y solo en esta libertad es posible aportar orden al mundo. Responsables lo somos todos por la división que continúa en el mundo, no solo en lo ideológico, sino también en lo religioso. Si es posible, vamos a poner en esto nuestra mente y nuestro corazón.

¿Cuál es, pues, la respuesta como ser humano que vive en este mundo, con toda la confusión, los disturbios, las revoluciones; con esta terrible división entre hombre y hombre; con una sociedad inmoral…? ¿Cuál es la cuestión esencial en la vida? El reto es nuevo, y al enfrentarnos a él en términos de pensamiento, lo hacemos partiendo de los recuerdos acumulados y su respuesta vendrá de lo viejo, y lo viejo no es el camino hacia el descubrimiento. De modo que desecho completamente el uso del pensamiento para investigar. El pensamiento no trae claridad, no es el camino para descubrir lo esencial. Hay que hallar una nueva manera de vivir, de actuar, para poder descubrir lo que significa el amor.



El intelecto, las emociones, la tradición, el conocimiento acumulado: ésos son los viejos instrumentos. Los hemos utilizado de manera interminable sin que hayan producido un mundo diferente, un estado mental distinto; son completamente inútiles. Tienen su valor en ciertos niveles de la existencia, pero carecen de valor cuando tratamos de descubrir una manera de vivir que sea del todo nueva. Para decirlo de otro modo: nuestra crisis no está en el mundo, sino en nuestra conciencia. La crisis está en la mente misma.

La cuestión esencial en la vida es crear armonía interior. Tenemos que descubrir si de alguna manera es posible vivir en este mundo en libertad psicológica. Si no hay libertad interior, entonces empieza el caos y surgen los innumerables conflictos psicológicos, las oposiciones e indecisiones, la falta de claridad y de penetración profunda que se expresan en lo exterior. Uno tiene que acatar las leyes, pero la decisión de obedecer, de consentir, viene de la libertad interna.

Estamos fuertemente condicionados por la cultura en que vivimos, por el ambiente social, la religión, los intereses creados del ejército o de la política, o por el compromiso ideológico al que nos hemos entregado. Así condicionados, somos agresivos, convierte a cada uno en un ser humano egocéntrico, que lucha por “su yo”, por “su familia”, por “su nación”, por “su creencia”. Además, en ese egocentrismo está el proceso de aislamiento, de separación, de división, y esto hace que nos sea imposible cooperar del todo.



¿Es posible que como seres condicionados vivamos en este mundo completamente libres, no solo de manera consciente, sino en las raíces mismas de nuestro ser? Ese es el reto, el único problema. Porque si no se es libre, no hay amor; hay celos, ansiedad, miedo, predominio. Si no se es libre, no se puede ver claramente y no hay sentido de la belleza. Si ésa es la cuestión básica, el principal reto de la vida, entonces hay un completo sentido interno de libertad; entonces no hay miedo a la muerte, estamos en comunión, podemos comunicarnos, es posible ser libre. El ser libre da a la vida un sentido totalmente distinto.


Y esta libertad no está al final, no es una cuestión de liberarse con el tiempo, “llegar a ser” libre mediante una disciplina, una fórmula. Si uno se da cuenta, sin elección alguna, de que la mente está totalmente condicionada, entonces conocerá, o empezará a sentir o captar el aroma o el gusto de ese extraordinario sentido de libertad. Empezará, pero aún no lo tiene, no se escape con solo el aroma de un perfume.


Krishnamurti – La Libertad Interior

martes, 21 de enero de 2014

Nada te ocurre sin tu consentimiento (Marta Ligioiz)




Nada te ocurre sin tu consentimiento, sin tu aprobación. No existe un cielo y una tierra, un sueño y una realidad; ambas son la misma cosa, tú le das vida, creas. Has de crecer, elegir tu propia libertad o esclavitud, y después… no seguir protestando. Elegir es una palabra y una acción mágica que detona toda una cadena de acontecimientos, un destino diferente. Hay miles de caminos, de ramificaciones, miles de destinos elegidos cada día. Hay que ser valiente para soñar… y si decides hacerlo, ten las agallas suficientes para mirar de frente a tu sueño y hacerlo realidad.

Supon que elegiste venir y que eras feliz en tu elección porque entendías el sentido de ello, un juego de aprendizaje. Elegiste el lugar, la familia adecuada para cuanto querías aprender y llevar a cabo. Confiabas en ti, en realizar algo que te haría evolucionar y crecer.
Tú elegiste venir, materializar sueños que te harían evolucionar y ayudar a cambiar este mundo. A ese amor a la vida, a ese propósito elegido antes de nacer, a menudo se le llama instinto de supervivencia, como si fuese algo mecánico, sin razón o lógica excepto la de permanecer vivos sea como sea. La poderosa fuerza que te ancla a la vida aquí y ahora, es tu necesidad de llevar a cabo aquello para lo que viniste y que tanto amas, tu propia evolución. Si ya hubiese concluido el proceso, sentirías una profunda paz y sabrías que ya puedes morir; el miedo habría desaparecido.

Cuando te das cuenta de lo mal que estás, ya has dado el primer paso para cambiar. Crea situaciones hermosas, rodéate de ellas, vívelas despierto. Dependiendo en qué piensas e imaginas, envías la orden que detona toda una cadena inmediata de reacciones químicas, físicas, emocionales y energéticas. Tu pensamiento es una herramienta poderosísima. Siempre desencadena rápidamente una orden cerebral que libera sustancias químicas que circulan llevando la información. Todo lo que hayas repetido en tu vida el tiempo suficiente se hará circuito. Tu realidad estará impregnada de ello. Quien justifica su inmovilidad, su cobardía, es tan deplorable como la miseria en la que habita y de la que se queja.

Tu pasado ha de ir sanando o seguirá vigente en tu presente. Nadie te hace daño salvo que tú lo permitas. Todo cuanto acontece en tu vida ocurre con tu consentimiento, inconsciente quizás y proveniente de tu falta de capacidad en esos momentos para ver que tu actitud lo genera. Reconocer los errores ante quienes se han cometido produce una energía y humanidad poderosas, mucho más importantes y valiosas que el simple orgullo.



Celebrar el “darte cuenta” te ayudará a cambiar; castigarte solo te hundirá más y no querrás actuar, te sentirás tan culpable que crearás un círculo vicioso de apatía y tristeza. Quien es capaz de celebrar la consciencia de sus errores posee toda la fuerza para cambiar. El hecho de que no sea el mundo y la vida como la mayoría dice que quiere, es porque sus deseos son castillos de papel. Un deseo sin acción es una mentira. Cuando eres consciente de tu camino surge un sentimiento profundo de plenitud, de estar donde quieres estar, de hacer lo que quieres hacer. Entonces tu vida adquiere sentido, el gran secreto por descubrir se despliega ante ti, porque no solo llevas una dirección sino también, con ella, la energía, la fuerza y la ayuda para recorrerla. Aparecen “casualidades mágicas” de las que empiezas a ser consciente, el cielo y la tierra se unen.

Formas parte de una masa crítica que afecta al resto del mundo. ¿A qué tipo de masa perteneces? ¿A la que apoya un mundo mejor? ¿A la que actúa y piensa para hacer más justa y feliz la existencia? ¿O acaso formas parte de ese otro colectivo deprimente que critica sin mover el culo para cambiar? Tus acciones se unen a las acciones de otros, provocando un mensaje silencioso al resto de la humanidad, y facilitando ese camino a otras personas.

Hay personas que decidieron vivir la aventura de adentrarse en sus sueños y materializarlos. Su curiosidad por la vida, su inquietud y búsqueda, les guió hacia esas utopías que otros también soñaban pero que destruían al no darse la oportunidad siquiera de la duda, de intentarlo. Los “imposibles” no son más que retos esperando a ser descubiertos; muchas quimeras de ayer son hoy posibilidades, las de ahora lo serán mañana gracias a quienes se lancen en pro de ellas.



Nada de lo que piensas es indiferente a la humanidad, desconoces los efectos porque no los ves con tus propios ojos, porque eres egoísta; si te abrieras, los sentirías claramente. El día que ames realmente la diversidad, que veas lo hermoso de cada ser vivo y lo valores… ese día serás libre, entenderás la palabra “plenitud”, estarás colaborando en la construcción de una sociedad mejor, tus acciones serán acordes con lo que dices defender.

La realidad es relativa y podemos jugar con ella, cambiarla. Agradece la complicidad de la vida, las oportunidades para aprender, romper fronteras y esquemas. Recuerda celebrar cada paso, cada avance, cada mejora. Date siempre la enhorabuena por estar en el proceso de cambio. Otra forma de llegar al objetivo es la determinación, esa decisión firme que pone en marcha los mecanismos de acción, te irán apareciendo las ayudas hasta lograrlo. Deja que fluya la energía con confianza, permitiéndote recorrer los caminos necesarios. Si hay amor en lo que haces, habrá alquimia, habrá transformación.

Siempre estás muriendo y naciendo, cada paso de tu vida, cada aprendizaje, lo es. Avanzas a una nueva vida, tus células cambian, están en un proceso de continua transformación. Cuando comprendes que la muerte forma parte del viaje humano, entonces el miedo desaparece y puedes vivir plenamente, disfrutar de una existencia cuyos segundos son únicos, irrepetibles y fugaces. El máximo reto es si al final de tus días, podrás decir honestamente que tu vida ha estado bien vivida. Lo realmente importante es la rica textura y color que le agregues a tu vida, las notas musicales que compones a diario y sea cual sea el tiempo que dure. La calidad es lo que tiene verdadero valor, no la cantidad.



Quien materializa un sueño lo consigue no solo para sí, sino también para el resto de la humanidad. Quien necesita a un líder para actuar, aún no ha entrado en la auténtica revolución ni ha reconocido su poder personal y su valor único. Necesitar a un líder es no coger las riendas de la propia vida. Puedes pasarte la vida buscando a quienes decidan por ti, piensen por ti, te digan lo que tienes que hacer y en qué creer.

Ser responsable es ser una persona que siempre desea superar las limitaciones y avanzar hacia nuevos horizontes. Pase lo que pase, nunca pierdas la visión de tus sueños, sigue creyendo en ellos. Si quieres cambiar el mundo, comienza por cambiar tú y ya habrás comenzado a hacerlo. Tus cambios te llevarán a una creatividad que sale de tus límites para sentirte parte de la humanidad. Existe una revolución profunda que empieza por un progresivo cambio personal, materializando la paz con consciencia y responsabilidad. Si estás despierto serás un elemento conciliador. Si cada persona responde a la llamada de su corazón, todo funcionará.


Marta Ligioiz - Curso de vuelo para constructores de sueños

martes, 14 de enero de 2014

Sed de eternidad (M. Unamuno)

Ni a un hombre ni a un pueblo se le puede exigir un cambio que rompa la unidad y la continuidad de su persona. Se le puede cambiar mucho, hasta por completo casi; pero dentro de la continuidad. Todo lo que en mí conspire a romper la unidad y la continuidad de mi vida, conspira a destruirme y, por lo tanto, a destruirse. Porque para mí, el hacerme otro, rompiendo la unidad y la continuidad de mi vida, es dejar de ser el que soy; es decir, es sencillamente dejar de ser. Y esto no: ¡todo antes que esto!


¿Que otro llenaría tan bien o mejor que yo el papel que lleno? ¿Que otro cumpliera mi función social? Sí, pero no yo. Un alma humana vale por todo el universo. Un alma humana, ¡eh! No una vida. La vida esta no. Y sucede que a medida que se cree menos en el alma, es decir, en su inmortalidad consciente, personal y concreta, se exagerará más el valor de la pobre vida pasajera.

Y toda esta trágica batalla del hombre por salvarse, ese inmortal anhelo de inmortalidad no es más que una batalla por la conciencia. Si la conciencia no es más que un relámpago entre dos eternidades de tinieblas, entonces no hay nada más execrable que la existencia. Por lo que a mí hace, jamás me entregaré de buen grado, y otorgándole mi confianza, a conductor alguno de pueblos que no esté penetrado de que, para conducir un pueblo, conduce hombres, hombres de carne y hueso, hombres que nacen, sufren, y aunque no quieren morir, mueren; hombres que son fines en sí mismos, no solo medios; hombres que han de ser lo que son y no otros; hombres, en fin, que buscan eso que llamamos felicidad. Es inhumano, por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la generación que le sigue, cuando no se tiene sentimiento del destino de los sacrificados. No de su memoria, no de sus nombres, sino de ellos mismos.

La razón, lo que llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el que distingue al hombre, es un  producto social. La sociedad humana, como tal sociedad, tiene sentidos de que el individuo, a no ser por ella, carecería. Un individuo suelto puede soportar la vida y vivirla buena, y hasta heroica, sin creer en manera alguna ni en la inmortalidad del alma ni en Dios, pero es que vive vida de parásito espiritual. Si se da en un hombre la fe en Dios unida a una vida de pureza y elevación moral, no es tanto que el creer en Dios le haga bueno, cuanto que el ser bueno, gracias a Dios, le hace creer en él. La bondad es la mejor fuente de clarividencia espiritual.

Y es que ese sentido social, hijo del amor, padre del lenguaje y de la razón y del mundo ideal de que él surge, no es en el fondo otra cosa que lo que llamamos fantasía e imaginación. Esa facultad íntima social, la imaginación que lo personaliza todo, es la que, puesta al servicio del instinto de perpetuación, nos revela la inmortalidad del alma y a Dios, siendo así Dios un producto social. Si un día ha de acabarse toda conciencia personal sobre la tierra; si un día ha de volver a la nada, es decir, a la absoluta inconsciencia de que brotara el espíritu humano, y no ha de haber espíritu que se aproveche de toda nuestra ciencia acumulada, ¿para qué esta? Porque no se debe perder de vista que el problema de la inmortalidad personal del alma implica el porvenir de la especie humana toda.



¿De dónde vengo yo y de dónde viene el mundo en que vivo? ¿Adónde voy y adónde va cuanto me rodea? ¿Qué significa esto? Debajo de esas preguntas no hay tanto el deseo de conocer un por qué como el de conocer el para qué, no de la causa, sino de la finalidad. Solo nos interesa el por qué en vista del para qué; solo queremos saber de dónde venimos para poder averiguar adónde vamos.
    ¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adónde voy, de dónde viene y adónde va lo que me rodea y que significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber, si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido. Y hay tres soluciones: a) o sé que me muero del todo y entonces la desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y entonces la resignación, o c) no puedo saber ni una cosa ni otra, y entonces la resignación en la desesperación.
    ¿Pero  podemos contener a ese instinto que lleva al hombre a querer conocer y, sobre todo, a querer conocer aquello que a vivir, a vivir siempre, conduzca? A vivir siempre, no a conocer siempre. Porque vivir es una cosa y conocer otra y acaso hay entre ellas una tal oposición que podemos decir que todo lo vital es antirracional, no ya solo irracional, y todo lo racional, antivital. Y ésta es la base del sentimiento trágico de la vida.

El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en él el aire que respirar. Más, más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo ahora para siempre jamás. Y ser yo es ser todos los demás. ¡O todo o nada! ¡Eternidad!, ¡eternidad! Este es el anhelo: la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real.



¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser, sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amor eternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!
Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, y al que llamo mío para distinguirme de mí mismo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta inconsciencia de que brotara, y como a la mía les acaece a las de mis hermanos todos en la humanidad, entonces no es nuestro trabajado linaje humano mas que una fatídica procesión de fantasmas, que van de la nada a la nada, y el humanitarismo lo más inhumano que se conoce. Si del todo morimos todos, ¿para qué todo? ¿Para qué? Es el ¿para qué? que nos corroe el meollo del alma, es el padre de la congoja, la que nos da el amor de esperanza.

El hambre de Dios, la sed de eternidad, de sobrevivir, nos ahogará siempre ese pobre goce de la vida que pasa y no queda. Es el desenfrenado amor a la vida, el amor que la quiere inacabable, lo que más suele empujar al ansia de la muerte. Anonadado ya, si es que del todo me muero, se me acabó el mundo, ¿y por qué no ha de acabarse cuanto antes para que no vengan nuevas conciencias a padecer el pesadumbroso engaño de una existencia pasajera y apariencial? Si deshecha la ilusión de vivir, el vivir por el vivir mismo o para otros que han de morirse también no nos llena el alma, ¿para qué vivir? La muerte es nuestro remedio.

No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo, quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí, y por esto me tortura el problema de la duración de mi alma, de la mía propia.

Cuando las dudas invaden y nublan la fe en la inmortalidad del alma, cobra brío y doloroso empuje el ansia de perpetuar el nombre y la fama. Y de aquí esta tremenda lucha por singularizarse y por sobrevivir de algún modo en la memoria de los otros y los venideros, esa lucha mil veces más terrible que la lucha por la vida, y que da tono, color y carácter a esta nuestra sociedad, en que la fe medieval en el alma inmortal se desvanece. Cada cual quiere afirmarse siquiera en apariencia. Nuestra lucha a brazo partido por la sobrevivencia del nombre. Se retrae al pasado, así como aspira a conquistar el porvenir, ¿qué significa esta irritación cuando creemos que nos roban una frase, o un pensamiento, o una imagen que creíamos nuestra; cuando nos plagian? ¿Robar? ¿Es que acaso es nuestra, una vez que al público se la dimos? Tremenda pasión esa de que nuestra memoria sobreviva por encima del olvido de los demás si es posible. La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual.


¿Orgullo querer dejar nombre imborrable? Ni esto es orgullo, sino temor a la nada. Tendemos a serlo todo por ver en ello el único remedio para no reducirnos a nada. Queremos salvar nuestra memoria, siquiera nuestra memoria. ¿Y si salváramos nuestra memoria en Dios?

Miguel de Unamuno – Del Sentimiento Trágico de la Vida


Tal vez no fue todo evolución (A. y S. Landsburg)




Los descubrimientos realizados durante los últimos años han demostrado que la simplificada versión darviniana de una evolución humana en un solo sentido está, probablemente, muy alejada de la verdad. La mayoría de los antropólogos actuales piensan que el hombre de Neandertal representa una rama “interrumpida” del árbol genealógico de la humanidad. Sin embargo, nos dejó los primeros indicios de la sensibilidad social y religiosa del hombre. Largo tiempo ridiculizado y desdeñado como símbolo de brutalidad subhumana, ahora parece digno de ser considerado, al menos, como nuestro primo. Pues ¿quién de nosotros se negaría a reconocer a un pariente que enterraba a sus muertos con ofrendas y flores?
    En cuanto a si su pesada frente cambió por sí sola o s su estirpe se mezcló en algún momento con una raza inconstante que se multiplicó a sus expensas, o si se extinguió o fue eliminada, no tenemos manera de saberlo. Solo sabemos que se desvaneció… y que una raza acusadamente distinta, a la que llamamos Homo sapiens o de Cro-Magnon apareció en escena, entre 35.000 y 25.000 A.C.
    Esta raza fue la progenitora del hombre moderno. Sentó las bases de todas las civilizaciones que heredamos. Abundantes restos revelan unos hombres altos y vigorosos, tenían la cara estrecha y angulosa, alta la frente y un cerebro sumamente desarrollado, pues su capacidad craneana era de 1.590  a 1.715 cm3, mientras que la nuestra es solo de 1.400. ¿Acaso provenían de otro planeta?

Según cree desde hace mucho tiempo la Ciencia y, en particular, la Biología evolucionista, la Naturaleza no da grandes saltos y sus criaturas pasan lentamente de una forma a otra. Según esta teoría, el hombre de Cro-Magnon debió de emplear cientos de siglos en adquirir la habilidad cerebral y manual que poseía cuando llegó a nuestro conocimiento. Pero no hay el menor indicio –ni en su cráneo ni en sus artefactos- de este largo y teórico período de transición. Parece como si el hombre de Cro-Magnon se hubiese presentado sin previo aviso.
    Y no cambiaron mucho después de su aparición. El hombre actual, el manipulador de la energía atómica, el astronauta que vuela a velocidades supersónicas, no tiene un cerebro ni un cuerpo mejores que sus antepasados, que sustituyeron a los neandertalenses en las cavernas de Europa. La evolución, en todos sus aspectos, se detuvo en los tiempos del hombre de Cro-Magnon. Esto sugiere elocuentemente que fue fruto de otra infusión de gérmenes, o que vino realmente a nuestro mundo, para establecerse en él y colonizarlo. Consideremos las sorprendentes pruebas de sus logros, sin que las acompañe el menor indicio de que lo consiguieran gradualmente.
    Empleando los mismos y toscos materiales de que disponían sus predecesores, crearon una serie de utensilios absolutamente nuevos. Empleando huesos, madera, marfil, además de piedras, confeccionó pulidores, morteros, hachas, cepillos, barrenos, cuchillos, cinceles, lanzas, yunques, anzuelos, lámparas para alumbrarse…; tenían una habilidad sin precedentes para registrar los acontecimientos y recordar cuándo debía esperar su repetición.  ¿Por qué y cómo empezó el hombre a vivir una extraña y rica vida mental, con aspectos artísticos que de poco servían para la lucha supuestamente brutal por la existencia? ¿Dónde se inició la evolución de su talento?
    Poco sabemos sobre la causa de que el hombre llegase a la hominización. Nunca se había producido una novedad de evolución comparable a la suya. El hombre –el hombre imperfecto y transitorio– lleva en su interior una misteriosa chispa del primer rayo que dividió el vacío. Solo él puede caminar erguido hacia su propia muerte y determinar la suerte del mundo impulsado por cosas tan intangibles como la verdad y el amor. No se ha dado ninguna explicación adecuada de la existencia de un cerebro tan grande como el del hombre. El cerebro humano tiene que aprender por experiencia, debe llegar a dominar el mágico instrumento del lenguaje, y los lazos familiares tuvieron que fortalecerse para sostener algo más que los apareamientos periódicos.


El hombre existe gracias a un amor más continuado que en cualquier otra forma de vida. ¿Qué otra cosa, sino el amor, el altruismo y la sabiduría nos ha sostenido durante al aún breve trayecto del viaje humano? Sin embargo, el hombre tiene también malas cualidades únicas. La crueldad fríamente calculada, la avaricia, la soberbia, el afán de poder, ¿se encuentran acaso en otros animales? El cerebro humano, por magnífico que sea, aún lleva dentro otro cerebro más viejo y más ruin –podríamos llamarlo un resto fósil– encaminado a ayudar a la criatura en su lucha por alcanzar la hominización, y que el hombre sigue arrastrando desde las sombras del pasado, gracias a cuyas características conservamos antaño la vida. Rasgos como el miedo a lo desconocido, como la agresión, agudizada por la Naturaleza tras dos millones de años de vagar por el mundo sometidos a toda clase de peligros; o como las chispas de una ira irracional, de frustraciones, de ocasionales absurdos, que todavía son como ecos de una vieja máquina bestial.
    Ciertamente se ha sugerido que el desarrollo del cerebro humano se produjo tan de prisa y llegó tan lejos, que ha desembocado en un resultado patológico. Cabía esperar un desarrollo evolutivo que transformase gradualmente el primitivo y viejo cerebro en un instrumento más perfeccionado. En vez de esto, la evolución superpuso una estructura nueva y superior a la antigua, duplicando en parte sus funciones y sin dar a la nueva un claro control sobre la antigua.
    Pero tal vez no fue todo evolución. Tal vez este fenómeno de superposición de un cerebro sobre otro fue el resultado del cruzamiento de criaturas subhumanas con seres mucho más refinados de otro planeta. La mejor faceta de nuestra naturaleza humana podía ser un don de aquéllos. Los neurólogos dicen que las zonas del cerebro más recientemente adquiridas y menos especializadas, las “zonas silenciosas”, son las últimas en madurar. Tal vez aún no han madurado todas. Con buenas razones, algunos especialistas del cerebro creen que éste puede tener otras facultades en potencia, que solo se revelarán en razas futuras. Tal vez albergamos en nuestro interior maravillas más grandes que todas las que conocemos.
    Además, si la ayuda vino del exterior en tiempos pasados, puede volver. Tanto si pensamos en un dios bajado a la Tierra, como en un hombre que tiende a divinizarse, el fenómeno en sí supone un espléndido sueño. Tal vez nuestra percepción mejorará a medida que vamos evolucionando. Tal vez desarrollemos esa facultad desconocida que permite a unos cuantos niños prodigio y otras personas peculiarmente dotadas realizar cosas fenomenales sin gran adiestramiento. Telepatía y telequinesia, ¿pueden ser otras capacidades innatas, desarrolladas en nuestros amigos del espacio exterior?

    El hombre es incompleto, dijeron los sabios. Tal vez es la sombra tridimensional de su ser total de cinco dimensiones. Entonces, lo mejor estaría aún en el futuro. Algún día estaremos más vivos, más despiertos que cualquier criatura conocida hasta la fecha. Mientras tanto, debemos mantenernos flexibles y seguir interrogando, adivinando, hasta la cima de nuestras más altas esperanzas y un poco más allá. Si nos atrevemos a hacer un pronóstico aún más audaz, nuestra predicción resultará acertada, más allá de cuanto podíamos sospechar.

Alan y Sally Landsburg – En busca de antiguos misterios (1974)