jueves, 6 de abril de 2017

La poesía es una insurrección (Pablo Neruda)


Cuando el tiempo nos va comiendo con su cotidiano decisivo relámpago, y las actitudes fundadas, las confianzas, la fe ciega se precipitan y la elevación del poeta tiende a caer como el más triste nácar escupido, nos preguntamos si ha llegado ya la hora de envilecernos. La dolorida hora de mirar cómo se sostiene al hombre a puro diente, a puras uñas, a puros intereses. Y cómo entran en la casa de la poesía los dientes y las uñas y las ramas del feroz árbol del odio. Es el poder de la edad o es, tal vez, la inercia que hace retroceder las frutas en el borde mismo del corazón, o tal vez lo “artístico” se apodera del poeta y en vez del canto salobre que las profundas olas deben hacer saltar, vemos cada día al miserable ser humano defendiendo su miserable tesoro de persona preferida.

Ay, el tiempo avanza con ceniza, con aire y con agua! La piedra que han mordido el légamo y la angustia florece de pronto con estruendo de mar, y la pequeña rosa vuelve a su delicada tumba de corola.

El tiempo lava y desenvuelve, ordena y continúa.

Y entonces, qué queda de las pequeñas podredumbres, de las pequeñas conspiraciones del silencio, de los pequeños fríos sucios de la hostilidad? Nada, y en la casa de la poesía no permanece nada sino lo que fue escrito con sangre para ser escuchado por la sangre.




Siempre he querido que en la poesía se vean las manos del hombre. Siempre he deseado una poesía con huellas digitales. Una poesía de greda para que cante en ella el agua. Una poesía de pana, para que se la coma todo el mundo.

Solo la poesía de los pueblos sustenta esta memoria manual. Mientras los poetas se encerraron en los laboratorios, el pueblo siguió cantando son su barro, con su tierra, con sus ríos, con sus minerales. Produjo flores prodigiosas, sorprendentes epopeyas, amasó folletines, relató catástrofes. Celebró a los héroes, defendió sus derechos, coronó a los santos, lloró a sus muertos

Y todo esto lo hizo a pura mano. Estas manos fueron siempre torpes y sabias. Fueron ciegas, pero rompieron las piedras. Fueron pequeñas, pero sacaron los peces del mar. Fueron oscuras, pero buscaban la luz.

Por eso esta poesía tiene ese sortilegio de lo que ha sido creado entre las cosas naturales. Esta poesía del pueblo tiene ese sello de lo que debe vivir a la intemperie, soportando la lluvia, el sol, la nieve, el viento. Es poesía que debe pasar de mano en mano. Es poesía que debe moverse en el aire como una bandera. Poesía que ha sido golpeada, que no tiene la simetría griega de los rostros perfectos. Tiene cicatrices en su rostro alegre y amargo. Yo no doy un laurel a estos poetas del pueblo. Son ellos los que a mí me regalan la fuerza y la inocencia que debe informar toda poesía. Son ellos los que me hacen tocar su nobleza, su superficie de cuero, de hojas verdes, de alegría.

Son ellos, los poetas populares, los oscuros poetas, los que me enseñan la luz.



Es claro que los enemigos de la poesía siempre pretendieron asestarle una pedrada en un ojo o un golpe de garrote en la nuca. Lo hicieron en diversas formas, como mariscales individuales, enemigos de la luz, o regimientos burocráticos que con paso de ganso marcharon en contra de los poetas. Lograron la desesperación de algunos, la decepción de otros, las tristes rectificaciones de los menos. Pero la poesía siguió brotando como una fuente o manando como una herida, o construyendo a brazo partido, o cantando en el desierto, o levantándose como un árbol, o desbordándose como un río, o estrellándose como la noche en las mesetas de Bolivia.

La poesía acompañó a los agonizantes y restañó los dolores, condujo a las victorias, acompañó a los solitarios, fue quemante como el fuego, ligera y fresca como la nieve, tuvo manos, dedos y puños, tuvo brotes como la primavera, tuvo ojos como la ciudad de Granada, fue más veloz que los proyectiles dirigidos, fue más fuerte que las fortalezas: echó raíces en el corazón del hombre.



La primera edad de un poeta debe recoger con atención apasionada las esencias de su patria, y luego debe devolverlas. Debe reintegrarlas, debe donarlas. Su canto y su acción deben contribuir a la madurez y al crecimiento de su pueblo.

El poeta no puede ser desarraigado, sino por la fuerza. Aun en esas circunstancias sus raíces deben cruzar el fondo del mar, sus semillas seguir el vuelo del viento, para encarnarse, una vez más, en su tierra. Debe ser deliberadamente nacional, reflexivamente nacional, maduramente patrio. El poeta no es una piedra perdida. Tiene dos obligaciones sagradas: partir y regresar.

El poeta que parte y no vuelve es un cosmopolita. Un cosmopolita es apenas un hombre, es apenas un reflejo de la luz moribunda. Sobre todo en estas patrias solitarias, aisladas entre las arrugas del planeta, testigos integrales de los primeros signos de nuestros pueblos, todos, todos, desde los más humildes hasta los más orgullosos, tenemos la fortuna de ir creando nuestra patria, de ser todos un poco padres de ella.



Tal vez, los deberes del poeta fueron siempre los mismos en la historia. El honor de la poesía fue salir a la calle, fue formar parte en ese combate y en aquel. No se asustó el poeta cuando le dijeron insurgente. La poesía es una insurrección. No se ofende el poeta porque le llamen subversivo. La vida sobrepasa las estructuras y hay nuevos códigos para el alma. De todas partes salta la semilla, todas las ideas son exóticas, esperamos cada día cambios inmensos, vivimos con entusiasmo la mutación del orden humano: la primavera es insurreccional.

Los poetas odiamos el odio y hacemos guerra a la guerra.



De todo ello surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia, de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.

El poeta no es un “pequeño dios”. No, no es un “pequeño dios”. No está situado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, en una obligación humanitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de una mercadería: pan, verdad, vino y sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Solo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.

En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.


Así la poesía no habrá cantado en vano.


Pablo Neruda – Para nacer he nacido