Cuando el tiempo nos va
comiendo con su cotidiano decisivo relámpago, y las actitudes fundadas, las
confianzas, la fe ciega se precipitan y la elevación del poeta tiende a caer
como el más triste nácar escupido, nos preguntamos si ha llegado ya la hora de
envilecernos. La dolorida hora de mirar cómo se sostiene al hombre a puro
diente, a puras uñas, a puros intereses. Y cómo entran en la casa de la poesía
los dientes y las uñas y las ramas del feroz árbol del odio. Es el poder de la
edad o es, tal vez, la inercia que hace retroceder las frutas en el borde mismo
del corazón, o tal vez lo “artístico” se apodera del poeta y en vez del canto
salobre que las profundas olas deben hacer saltar, vemos cada día al miserable
ser humano defendiendo su miserable tesoro de persona preferida.
Ay, el tiempo avanza con
ceniza, con aire y con agua! La piedra que han mordido el légamo y la angustia
florece de pronto con estruendo de mar, y la pequeña rosa vuelve a su delicada
tumba de corola.
El tiempo lava y
desenvuelve, ordena y continúa.
Y entonces, qué queda de
las pequeñas podredumbres, de las pequeñas conspiraciones del silencio, de los
pequeños fríos sucios de la hostilidad? Nada, y en la casa de la poesía no
permanece nada sino lo que fue escrito con sangre para ser escuchado por la
sangre.
Siempre he querido que en
la poesía se vean las manos del hombre. Siempre he deseado una poesía con
huellas digitales. Una poesía de greda para que cante en ella el agua. Una
poesía de pana, para que se la coma todo el mundo.
Solo la poesía de los
pueblos sustenta esta memoria manual. Mientras los poetas se encerraron en los
laboratorios, el pueblo siguió cantando son su barro, con su tierra, con sus
ríos, con sus minerales. Produjo flores prodigiosas, sorprendentes epopeyas,
amasó folletines, relató catástrofes. Celebró a los héroes, defendió sus
derechos, coronó a los santos, lloró a sus muertos
Y todo esto lo hizo a pura
mano. Estas manos fueron siempre torpes y sabias. Fueron ciegas, pero rompieron
las piedras. Fueron pequeñas, pero sacaron los peces del mar. Fueron oscuras,
pero buscaban la luz.
Por eso esta poesía tiene
ese sortilegio de lo que ha sido creado entre las cosas naturales. Esta poesía
del pueblo tiene ese sello de lo que debe vivir a la intemperie, soportando la
lluvia, el sol, la nieve, el viento. Es poesía que debe pasar de mano en mano.
Es poesía que debe moverse en el aire como una bandera. Poesía que ha sido
golpeada, que no tiene la simetría griega de los rostros perfectos. Tiene
cicatrices en su rostro alegre y amargo. Yo no doy un laurel a estos poetas del
pueblo. Son ellos los que a mí me regalan la fuerza y la inocencia que debe
informar toda poesía. Son ellos los que me hacen tocar su nobleza, su
superficie de cuero, de hojas verdes, de alegría.
Son ellos, los poetas
populares, los oscuros poetas, los que me enseñan la luz.
Es claro que los enemigos
de la poesía siempre pretendieron asestarle una pedrada en un ojo o un golpe de
garrote en la nuca. Lo hicieron en diversas formas, como mariscales
individuales, enemigos de la luz, o regimientos burocráticos que con paso de
ganso marcharon en contra de los poetas. Lograron la desesperación de algunos,
la decepción de otros, las tristes rectificaciones de los menos. Pero la poesía
siguió brotando como una fuente o manando como una herida, o construyendo a
brazo partido, o cantando en el desierto, o levantándose como un árbol, o
desbordándose como un río, o estrellándose como la noche en las mesetas de
Bolivia.
La poesía acompañó a los
agonizantes y restañó los dolores, condujo a las victorias, acompañó a los
solitarios, fue quemante como el fuego, ligera y fresca como la nieve, tuvo
manos, dedos y puños, tuvo brotes como la primavera, tuvo ojos como la ciudad
de Granada, fue más veloz que los proyectiles dirigidos, fue más fuerte que las
fortalezas: echó raíces en el corazón del hombre.
La primera edad de un poeta
debe recoger con atención apasionada las esencias de su patria, y luego debe
devolverlas. Debe reintegrarlas, debe donarlas. Su canto y su acción deben
contribuir a la madurez y al crecimiento de su pueblo.
El poeta no puede ser
desarraigado, sino por la fuerza. Aun en esas circunstancias sus raíces deben
cruzar el fondo del mar, sus semillas seguir el vuelo del viento, para
encarnarse, una vez más, en su tierra. Debe ser deliberadamente nacional,
reflexivamente nacional, maduramente patrio. El poeta no es una piedra perdida.
Tiene dos obligaciones sagradas: partir y regresar.
El poeta que parte y no
vuelve es un cosmopolita. Un cosmopolita es apenas un hombre, es apenas un
reflejo de la luz moribunda. Sobre todo en estas patrias solitarias, aisladas
entre las arrugas del planeta, testigos integrales de los primeros signos de
nuestros pueblos, todos, todos, desde los más humildes hasta los más
orgullosos, tenemos la fortuna de ir creando nuestra patria, de ser todos un
poco padres de ella.
Tal vez, los deberes del
poeta fueron siempre los mismos en la historia. El honor de la poesía fue salir
a la calle, fue formar parte en ese combate y en aquel. No se asustó el poeta
cuando le dijeron insurgente. La poesía es una insurrección. No se ofende el
poeta porque le llamen subversivo. La vida sobrepasa las estructuras y hay
nuevos códigos para el alma. De todas partes salta la semilla, todas las ideas
son exóticas, esperamos cada día cambios inmensos, vivimos con entusiasmo la
mutación del orden humano: la primavera es insurreccional.
Los poetas odiamos el odio
y hacemos guerra a la guerra.
De todo ello surge una
enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad
inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo
que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y
el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o
cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los
más antiguos ritos de la conciencia, de la conciencia de ser hombres y de creer
en un destino común.
El poeta no es un “pequeño
dios”. No, no es un “pequeño dios”. No está situado por un destino cabalístico
superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que
el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más
próximo que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar,
meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, en una obligación humanitaria.
Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la
sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una
construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la
transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de una
mercadería: pan, verdad, vino y sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca
gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de
compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos
los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el
sueño de la humanidad entera. Solo por ese camino inalienable de ser hombres
comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van
recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros
mismos.
En conclusión, debo decir
a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el
entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente
paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad
a todos los hombres.
Así la poesía no habrá
cantado en vano.
Pablo Neruda – Para nacer he nacido