El Zen no quiere ser
especulación sino vivencia directa de aquello que, en primer lugar, como causa
sin causa de lo existente, no puede concebirlo el intelecto ni, aun después de
las experiencias más inequívocas e irresistibles, puede ser aprehendido e
interpretado: uno lo conoce sin conocerlo. Sigue caminos que, a través de un
recogimiento practicado metódicamente, han de conducir al hombre a percibir en
lo más profundo de su alma lo inefable que carece de causa y modos, y lo que es
más, a unirse con ello.
Como si se opusiera a toda
penetración, nuestras tentativas de explorarlo mediante la intuición y la
empatía, a los pocos pasos encuentran obstáculos insalvables. Ningún hombre
razonable exigirá que el zenista trate ni siquiera de bosquejar las
experiencias que lo han liberado y transmutado, la impensable e inexpresable
“Verdad” que, en adelante, alimenta su vida. En este sentido, el Zen está
emparentado con el puro misticismo contemplativo. Quien no haya tenido
experiencias místicas queda excluido, haga lo que hiciere. De ahí que será
comprendido únicamente por un místico, que no sucumbirá a la tentación de
obtener en forma subrepticia lo que la experiencia mística le niega.
Ningún místico, ni en
consecuencia ningún zenista es, después de dar el primer paso, quien será
cuando haya consumado su autoperfección. ¡Cuántas cosas tiene que vencer y
dejar atrás hasta que, por fin, tropiece con la verdad! ¡Cuántas veces le
atormenta en el camino la desconsoladora sensación de aspirar a lo imposible!
Y, no obstante, llegará el día en que lo imposible se habrá hecho posible; más
aún, natural. No menos decisivo es que sus vivencias, victorias y
transmutaciones han de ser vencidas y transmutadas una y otra vez, hasta tanto
todo lo suyo esté aniquilado. Solo así se establece la base para las
experiencias que, como “Verdad universal” lo despiertan a una vida que ya no es
su vida cotidiana y personal. Vive sin que siga siendo él quien vive.
Ese estado en el que nada
definido se piensa, proyecta, aspira, desea ni espera, que no apunta en ninguna
dirección determinada y en el que, no obstante, desde la plenitud de su
energía, uno se sabe capaz de lo posible y de lo imposible; ese estado,
fundamentalmente libre de intención y del yo, es el que el maestro llama
propiamente “espiritual”. En efecto, está cargado de vigilia espiritual, por lo
cual se lo llama también “genuina presencia del espíritu”. Esto significa que
el espíritu se halla presente por doquier, porque no está prendido en ningún
lugar.
Por eso, aquel que se ha
liberado de todas las ligaduras, tiene que ejercer cualquier arte que sea a
partir de esa plenipotencia de su presencia de espíritu no perturbada por
ninguna intención, por oculta que fuese. El desprendimiento y la liberación
necesarios, la internalización y condensación de la vida hasta la plena
presencia del espíritu, no se dejan abandonados a una favorable predisposición
ni al azar, ni tampoco confiadamente al proceso creador. Al contrario, antes de
todo hacer y realizar, antes de todo entregarse y asimilarse, se provoca esa
presencia del espíritu y se la asegura por medio del ejercicio.
La obra interior consiste
en que él, como hombre que es, como yo que se siente ser y como quien se
reencuentra una y otra vez, se convierta en la materia prima de una plasmación
y formación que desembocan en la maestría. En ella se encuentran el artista y
el hombre, en el sentido más amplio de la palabra, en algo superior. Porque la
maestría es válida como forma de vida, por el hecho de vivir arraigada en la
verdad sin límites y de ser, con su apoyo, el arte del origen. El maestro ya no
busca, encuentra. Como artista es un hombre sacerdotal, como hombre un artista
en cuyo corazón –en todo su hacer y no hacer, crear y callar, ser y no ser-
penetra la mirada del Buda. El hombre, el artista, la obra, todo es uno. El
arte de la obra interior, que él no puede hacer, sino únicamente ser, surge de
profundidades que la luz del día no conoce.
Todo maestro de un arte
determinado por el Zen es como un relámpago generado por la nube de la verdad
omnímoda. Ella está presente en la libre movilidad de su espíritu, y en el “Se”
la encuentra como en su propia esencia, original e innombrable. Con esa esencia
se enfrenta una y otra vez como con la suprema posibilidad de su propio ser; y la Verdad adopta para él mil
formas y aspectos. Pero a pesar de haberse sometido paciente y humildemente a
una inaudita disciplina, no ha alcanzado el nivel donde estuviese tan
rigurosamente compenetrado e inspirado con el Zen como para que en cualquier
expresión de su vida se sienta sostenida por él, de manera que su existencia
conozca únicamente horas felices. La suprema libertad aún no se le ha
convertido en necesidad absoluta.
Si se siente
irresistiblemente impulsado hacia esta meta, tiene que encarnarse una vez más
por el sendero del arte sin artificio. Tiene que dar el salto hacia el origen,
para que viva desde la Verdad
como quien se ha identificado íntegramente con ella. Tiene que volver a ser
alumno, novicio; tiene que vencer el último y más escarpado tramo del Camino,
pasando a través de nuestras transmutaciones. Si sale airoso de esta aventura,
entonces su destino se consumará en el enfrentamiento con la Verdad no refractada, la Verdad que está por encima
de todas las verdades, el amorfo origen de todos los orígenes: la Nada que lo es todo, la Nada que lo devorará y de la
cual volverá a nacer.
Eugen Herrigel – Zen en el arte del tiro con arco
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