De todas las pasiones, la
más homogénea en sus efectos es el espíritu de partido. Nos domina con tiranía,
acallando todas las autoridades del espíritu, de la razón y del sentimiento.
Quienes están dominados por esta pasión son inexorables hasta en la elección de
sus instrumentos: no osan alterarlos, ni siquiera para alcanzar con mayor
seguridad sus propósitos. Sus jefes, sin embargo, son más hábiles, porque son
menos entusiastas. Mas los discípulos asumen como artículos de fe tanto el
camino como la meta que les marcan, pues ésta, que representa para ellos la
verdad misma, solo puede triunfar por la evidencia y la fuerza. Y es que la
intensidad del dogma importa más que el éxito de la causa. Cuanto más buena fe
tiene el espíritu de partido menos conciliaciones y tratados admite: en un
partido resultan sospechosos quienes razonan, quienes reconocen la fuerza del
enemigo, quienes están dispuestos al menor sacrificio para asegurar la
victoria.
Para el espíritu de
partido, un triunfo conseguido con condescendencia es una derrota. El espíritu
de partido prefiere caer arrastrando consigo al enemigo antes que triunfar con
él. El orgullo, la emulación, la venganza, el temor se colocan en ocasiones la
máscara del espíritu de partido, mas esta pasión se basta a sí misma para
superar a las demás en ardor: es fanatismo y fe. ¿Existe algo en el mundo más
violento y ciego que estos dos sentimientos?
El espíritu de partido es
como esas fuerzas ciegas de la naturaleza que avanzan siempre en la misma
dirección: una vez que el pensamiento ha tomado impulso, se vuelve rígido y
pierde sus atributos intelectuales. Creemos haber chocado con algo físico
cuando hablamos con hombres que se encasillan en ideas fijas: no oyen, ni ven, ni
comprenden. Les basta con dos o tres razonamientos para hacer frente a
cualquier objeción, y cuando constatan que las flechas lanzadas no han logrado
convencer, entonces solo les resta la persecución.
El espíritu de partido es
una suerte de frenesí del alma que consiste en no pensar más que en una idea,
vincularlo todo a ella y ver únicamente lo que guarda relación con esta
obsesión. Resulta fatigoso comparar, contrarrestar, modificar, admitir
salvedades, y de todo esto nos salva el espíritu de partido. El espíritu de
partido une a los hombres en un odio común, no en la estima o en el afecto del
corazón. Destruye las afecciones del alma para reemplazarlas por vínculos
basados tan solo en opiniones compartidas. Las mejores cualidades de quienes no
profesan la misma religión política no son valoradas por sus adversarios y, al
contrario, los errores, incluso los crímenes de nuestros correligionarios nunca
son suficientes para que los rechacemos.
El espíritu de partido no
tiene remordimientos. Su primera característica es considerar su objetivo tan
por encima de todo lo demás, que no puede arrepentirse de ningún sacrificio
cuando se trata de alcanzar esta meta. En suma, de todas las pasiones, el
espíritu de partido es, sin duda, la que más se opone al desarrollo del
pensamiento, pues es un fanatismo que ni siquiera permite elegir los medios
para asegurar la victoria. Alcanza con frecuencia sus objetivos por constancia
e intrepidez, pero nunca por su raciocinio: el espíritu de partido que razona
deja de serlo, pues pasa a ser una opinión, un plan, un interés. Ya no es esa
locura, esa ceguera que se concentra obstinadamente en un punto sin dejar
entrever el resto.
El espíritu de partido
anula el valor de la concordia, para reemplazarla por vínculos de opinión, y
presenta el sufrimiento presente como el medio, como la garantía de un futuro
inmortal, de una felicidad política por encima de todos los sacrificios que se
requieran para obtenerla. Hace perfectamente las veces de los licores fuertes,
y si bien es cierto que existe un pequeño número de hombres capaces de evadirse
de la vida con la elevación del pensamiento, la muchedumbre, sin embargo,
recurre a todas las formas de embriaguez para conseguirlo. Mas cuando cesa la
evasión, al despertar del espíritu de partido, se es el más desdichado de los
seres.
Solo hay guerra en el
espíritu de partido, pues todos esos principios concebidos para el ataque,
todas esas leyes pensadas como armas ofensivas caducan con la paz. Ese instinto
explica el horror de los combatientes hacia los partidarios de las opiniones
moderadas. En efecto, en cuanto éstos comienzan a lograr algunos éxitos, las
dos facciones opuestas los ven como sus mayores enemigos, como los que
recogerán los beneficios de la lucha sin haber participado en el combate. No
existe ningún partido, en suma, que al destruir a sus enemigos, pueda
satisfacer a sus entusiastas. Cuando termina la lucha, el odio que los
oponentes sentían hacia una causa se convierte en desprecio hacia los
criminales que la defendieron. Quienes antaño les aplaudieron -cuando se
sentían por ellos protegidos del peligro- ahora quieren para sí el honor de
juzgarlos, cuando el peligro ya ha pasado.
¡Cuántos ejemplos de este
espíritu inflexible no nos habrá dado el partido popular (en alusión a los
jacobinos), tanto los detalles como el conjunto de sus actos! La desgracia que
causa sería aún soportable si emanara únicamente de la pérdida de una gran
esperanza, mas ¿cómo redimir los sacrificios cometidos en su nombre, en qué se
convierte el hombre honesto cuando se sabe culpable de acciones que él mismo
condena al recuperar la razón?
Por eso, de la pesadilla
del fanatismo solo despertarán algún día los hombres sinceros, los únicos que
merecerán compasión: necesitarán de nuestra estima, mas se verán sumidos en el
desprecio; serán capaces de sentir piedad, mas serán acusados por la sangre y
las lágrimas que han hecho derramar; anhelarán unirse a la raza humana, mas
quedarán aislados de todo sentimiento. Y mientras ellos padecen este dolor, los
motivos que los trastornaron ya habrán perdido aquella funesta identidad, que
les recordará continuamente su vida pasada, solo conservarán remordimientos. Los
remordimientos, el único vínculo entre esos dos seres tan contrarios: el que
fueron bajo el yugo del espíritu de partido y el que habrían podido llegar a
ser por los dones de la naturaleza.
Madame de Staël (Germaine Necker) – De la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y de las naciones
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