sábado, 19 de julio de 2014

Los efectos funestos del "Espíritu de Partido" (Madame de Staël)






De todas las pasiones, la más homogénea en sus efectos es el espíritu de partido. Nos domina con tiranía, acallando todas las autoridades del espíritu, de la razón y del sentimiento. Quienes están dominados por esta pasión son inexorables hasta en la elección de sus instrumentos: no osan alterarlos, ni siquiera para alcanzar con mayor seguridad sus propósitos. Sus jefes, sin embargo, son más hábiles, porque son menos entusiastas. Mas los discípulos asumen como artículos de fe tanto el camino como la meta que les marcan, pues ésta, que representa para ellos la verdad misma, solo puede triunfar por la evidencia y la fuerza. Y es que la intensidad del dogma importa más que el éxito de la causa. Cuanto más buena fe tiene el espíritu de partido menos conciliaciones y tratados admite: en un partido resultan sospechosos quienes razonan, quienes reconocen la fuerza del enemigo, quienes están dispuestos al menor sacrificio para asegurar la victoria.

Para el espíritu de partido, un triunfo conseguido con condescendencia es una derrota. El espíritu de partido prefiere caer arrastrando consigo al enemigo antes que triunfar con él. El orgullo, la emulación, la venganza, el temor se colocan en ocasiones la máscara del espíritu de partido, mas esta pasión se basta a sí misma para superar a las demás en ardor: es fanatismo y fe. ¿Existe algo en el mundo más violento y ciego que estos dos sentimientos?



El espíritu de partido es como esas fuerzas ciegas de la naturaleza que avanzan siempre en la misma dirección: una vez que el pensamiento ha tomado impulso, se vuelve rígido y pierde sus atributos intelectuales. Creemos haber chocado con algo físico cuando hablamos con hombres que se encasillan en ideas fijas: no oyen, ni ven, ni comprenden. Les basta con dos o tres razonamientos para hacer frente a cualquier objeción, y cuando constatan que las flechas lanzadas no han logrado convencer, entonces solo les resta la persecución.

El espíritu de partido es una suerte de frenesí del alma que consiste en no pensar más que en una idea, vincularlo todo a ella y ver únicamente lo que guarda relación con esta obsesión. Resulta fatigoso comparar, contrarrestar, modificar, admitir salvedades, y de todo esto nos salva el espíritu de partido. El espíritu de partido une a los hombres en un odio común, no en la estima o en el afecto del corazón. Destruye las afecciones del alma para reemplazarlas por vínculos basados tan solo en opiniones compartidas. Las mejores cualidades de quienes no profesan la misma religión política no son valoradas por sus adversarios y, al contrario, los errores, incluso los crímenes de nuestros correligionarios nunca son suficientes para que los rechacemos.



El espíritu de partido no tiene remordimientos. Su primera característica es considerar su objetivo tan por encima de todo lo demás, que no puede arrepentirse de ningún sacrificio cuando se trata de alcanzar esta meta. En suma, de todas las pasiones, el espíritu de partido es, sin duda, la que más se opone al desarrollo del pensamiento, pues es un fanatismo que ni siquiera permite elegir los medios para asegurar la victoria. Alcanza con frecuencia sus objetivos por constancia e intrepidez, pero nunca por su raciocinio: el espíritu de partido que razona deja de serlo, pues pasa a ser una opinión, un plan, un interés. Ya no es esa locura, esa ceguera que se concentra obstinadamente en un punto sin dejar entrever el resto.

El espíritu de partido anula el valor de la concordia, para reemplazarla por vínculos de opinión, y presenta el sufrimiento presente como el medio, como la garantía de un futuro inmortal, de una felicidad política por encima de todos los sacrificios que se requieran para obtenerla. Hace perfectamente las veces de los licores fuertes, y si bien es cierto que existe un pequeño número de hombres capaces de evadirse de la vida con la elevación del pensamiento, la muchedumbre, sin embargo, recurre a todas las formas de embriaguez para conseguirlo. Mas cuando cesa la evasión, al despertar del espíritu de partido, se es el más desdichado de los seres.

Solo hay guerra en el espíritu de partido, pues todos esos principios concebidos para el ataque, todas esas leyes pensadas como armas ofensivas caducan con la paz. Ese instinto explica el horror de los combatientes hacia los partidarios de las opiniones moderadas. En efecto, en cuanto éstos comienzan a lograr algunos éxitos, las dos facciones opuestas los ven como sus mayores enemigos, como los que recogerán los beneficios de la lucha sin haber participado en el combate. No existe ningún partido, en suma, que al destruir a sus enemigos, pueda satisfacer a sus entusiastas. Cuando termina la lucha, el odio que los oponentes sentían hacia una causa se convierte en desprecio hacia los criminales que la defendieron. Quienes antaño les aplaudieron -cuando se sentían por ellos protegidos del peligro- ahora quieren para sí el honor de juzgarlos, cuando el peligro ya ha pasado.



¡Cuántos ejemplos de este espíritu inflexible no nos habrá dado el partido popular (en alusión a los jacobinos), tanto los detalles como el conjunto de sus actos! La desgracia que causa sería aún soportable si emanara únicamente de la pérdida de una gran esperanza, mas ¿cómo redimir los sacrificios cometidos en su nombre, en qué se convierte el hombre honesto cuando se sabe culpable de acciones que él mismo condena al recuperar la razón?

Por eso, de la pesadilla del fanatismo solo despertarán algún día los hombres sinceros, los únicos que merecerán compasión: necesitarán de nuestra estima, mas se verán sumidos en el desprecio; serán capaces de sentir piedad, mas serán acusados por la sangre y las lágrimas que han hecho derramar; anhelarán unirse a la raza humana, mas quedarán aislados de todo sentimiento. Y mientras ellos padecen este dolor, los motivos que los trastornaron ya habrán perdido aquella funesta identidad, que les recordará continuamente su vida pasada, solo conservarán remordimientos. Los remordimientos, el único vínculo entre esos dos seres tan contrarios: el que fueron bajo el yugo del espíritu de partido y el que habrían podido llegar a ser por los dones de la naturaleza.



Madame de Staël (Germaine Necker) – De la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y de las naciones


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