jueves, 11 de junio de 2015

El Estado es un mal históricamente necesario (Bakunin)





La historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más que el desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. Una vez instalada la divinidad, fue proclamada naturalmente la causa, la razón, el árbitro y el dispensador absoluto de todas las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidad lo fue todo; y el hombre, su verdadero creador, después de haberla sacado de la nada sin darse cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su esclavo.

Siendo Dios todo, el mundo real y el hombre no son nada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el bien, lo bello, la potencia y la vida, el hombre es la mentira, la iniquidad, el mal, la fealdad, la impotencia y la muerte. Siendo Dios el amo, el hombre es el esclavo. Incapaz de hallar por sí mismo la justicia, la verdad y la vida eterna, no puede llegar a ellas más que mediante una revelación divina. Pero quien dice revelación, dice reveladores, Mesías, profetas, sacerdotes y legisladores inspirados por Dios mismo; y una vez reconocidos aquellos como representantes de la divinidad en la Tierra, todos los hombres le deben una obediencia ilimitada y pasiva, porque contra la razón divina no hay razón humana, y contra la justicia de Dios no hay justicia terrestre que se mantengan. Esclavos de Dios, los hombres deben serlo también de la iglesia y el Estado, en tanto que este último es consagrado por la iglesia.

La idea de Dios implica la abdicación de la razón y de la justicia humanas, es la negación más decisiva de la libertad y lleva necesariamente a la esclavitud de los hombres, tanto en la teoría como en la práctica. Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y debe ser libre; por consiguiente, Dios no existe.

Todas las religiones son crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas reposan principalmente sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación perpetua de la humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese sangriento misterio, el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el divino verdugo.

Porque si Dios existe es necesariamente el amo eterno, supremo, absoluto, y si amo existe el hombre es esclavo; pero si es esclavo, no hay para él ni justicia ni igualdad ni fraternidad ni prosperidad posibles. Por consiguiente, si Dios existiese, no habría para él más que un solo medio de servir a la libertad humana: dejar de existir. Si Dios existiese realmente, habría que hacerlo desaparecer.




En general, no pedimos nada mejor que ver a los hombres dotados de un gran saber, de una gran experiencia, de un gran espíritu y de un gran corazón sobre todo, ejercer sobre nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada y nunca impuesta en nombre de alguna autoridad oficial cualquiera que sea, terrestre o celeste. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o toda influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, al convertirse pronto en una opresión y en una mentira, nos impondría infaliblemente la esclavitud. En una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio universal, convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría dominadora y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría sometida. He aquí en qué sentido somos realmente anarquistas.

Esa servilidad, esa rutina, fuentes inagotables de la trivialidad, esa ausencia de rebelión en la voluntad de iniciativa, en el pensamiento de los individuos son las causas principales de la lentitud desoladora del desenvolvimiento histórico de la humanidad, se puede decir que la emancipación real y concreta de cada individuo es el verdadero, el gran objeto, el fin supremo de la historia.

Se ve que la libertad es una cosa muy positiva, compleja y sobre todo eminentemente social, porque no puede ser realizada más que por la sociedad y solo en la más estrecha igualdad y solidaridad de cada uno con todos. Se pueden distinguir en ella dos momentos de desenvolvimiento; el primero de ellos es el pleno goce de todas las facultades y potencias humanas para cada uno por la educación, por la instrucción científica y por la prosperidad material, cosas todas que no pueden ser dadas a cada uno más que por trabajo colectivo, material e intelectual, muscular y nervioso de la sociedad entera.

El segundo elemento es la rebelión del individuo contra toda autoridad divina y humana, colectiva e individual. Primeramente es la rebelión contra la tiranía del fantasma supremo de la teología, contra dios. Es evidente que en tanto tengamos un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra. En tanto que creamos deberle una obediencia absoluta, deberemos por necesidad someternos pasivamente y sin la menor crítica a la santa autoridad de sus intermediarios y de sus elegidos para la dirección de los hombres: de la iglesia y del estado. Pero la autoridad es la negación de la libertad. Dios, o más bien, la ficción de dios es, pues, la consagración y la causa intelectual y moral de toda esclavitud sobre la tierra, y la libertad de los hombres no será completa más que cuando hayan aniquilado completamente la ficción nefasta de un amo celeste.

Es en consecuencia la rebelión de cada uno contra la tiranía de los hombres, contra la autoridad, tanto individual como social representada y legalizada por el estado. Pero la rebelión del individuo contra la sociedad es una cosa más difícil que su rebelión contra el Estado. Una revuelta radical contra la sociedad sería, pues, tan imposible para el hombre como una revuelta contra la naturaleza, se colocaría fuera de todas las condiciones de una real existencia, se lanzaría en la nada, en el vacío absoluto, en la abstracción muerta, en dios.




No sucede lo mismo con el estado, y no vacilo en decir que el Estado es el mal, pero un mal históricamente necesario, tan necesario en el pasado como lo sería tarde o temprano su extinción completa, tan necesario como lo han sido la bestialidad primitiva y las divagaciones teológicas de los hombres. El Estado no es la sociedad, no es más que una de sus formas históricas, tan brutal como abstracta. Ha nacido históricamente en todos los países del matrimonio de la violencia, de la rapiña, del saqueo; en una palabra, de la guerra y de la conquista con los dioses creados sucesivamente por la fantasía teológica de las naciones. Ha sido desde su origen, y permanece siendo todavía en el presente, la sanción divina de la fuerza brutal y de la iniquidad triunfante.

La rebelión es mucho más fácil contra el Estado, porque hay en la naturaleza misma del Estado algo que provoca la rebelión. El Estado es la autoridad, la fuerza, la ostentación y la infatuación de la fuerza. No se insinúa, no procura convertir; y siempre que interviene  lo hace de mala gana porque su naturaleza no es persuadir, sino imponer, obligar. Aun cuando manda el bien, lo daña y lo deteriora; porque el bien desde el momento en que es ordenado, desde el punto de vista del respeto humano y de la libertad, se convierte en mal. La libertad, la moralidad y la dignidad del hombre consisten precisamente en esto: que hacen el bien, no porque le es ordenado, sino porque lo conciben, lo quieren y lo aman.




Explotación y gobierno son los dos términos inseparables de todo lo que se llama política. Desde el principio de la historia han formado propiamente la vida real de los Estados: teocráticos, monárquicos, aristocráticos y hasta democráticos. Desde que la burguesía inauguró el Estado moderno, esa alianza fatal iglesia y Estado se ha convertido en una verdad revelada e indiscutible. La explotación es el cuerpo visible, y el gobierno es el alma del régimen burgués.


Esta doctrina culmina en el gobierno explotador de un pequeño número de dichosos o de elegidos, en la esclavitud explotada del gran número y, para todos, en la negación de toda moralidad y de toda libertad.


Mijail Bakunin – Dios y el Estado


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