La historia de las
religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses
que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más que el desenvolvimiento
de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. Una vez
instalada la divinidad, fue proclamada naturalmente la causa, la razón, el
árbitro y el dispensador absoluto de todas las cosas: el mundo no fue ya nada,
la divinidad lo fue todo; y el hombre, su verdadero creador, después de haberla
sacado de la nada sin darse cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró y se
proclamó su criatura y su esclavo.
Siendo Dios todo, el mundo
real y el hombre no son nada. Siendo Dios la verdad, la justicia, el bien, lo
bello, la potencia y la vida, el hombre es la mentira, la iniquidad, el mal, la
fealdad, la impotencia y la muerte. Siendo Dios el amo, el hombre es el
esclavo. Incapaz de hallar por sí mismo la justicia, la verdad y la vida
eterna, no puede llegar a ellas más que mediante una revelación divina. Pero
quien dice revelación, dice reveladores, Mesías, profetas, sacerdotes y
legisladores inspirados por Dios mismo; y una vez reconocidos aquellos como
representantes de la divinidad en la
Tierra , todos los hombres le deben una obediencia ilimitada y
pasiva, porque contra la razón divina no hay razón humana, y contra la justicia
de Dios no hay justicia terrestre que se mantengan. Esclavos de Dios, los
hombres deben serlo también de la iglesia y el Estado, en tanto que este último es consagrado por la iglesia.
La idea de Dios implica la
abdicación de la razón y de la justicia humanas, es la negación más
decisiva de la libertad y lleva necesariamente a la esclavitud de los
hombres, tanto en la teoría como en la práctica. Si Dios existe, el hombre es esclavo; ahora bien, el hombre puede y
debe ser libre; por consiguiente, Dios no existe.
Todas las religiones son
crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas reposan principalmente
sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación perpetua de la
humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese sangriento misterio,
el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre también, pero hombre
privilegiado por la gracia, es el divino verdugo.
Porque si Dios existe es necesariamente el amo
eterno, supremo, absoluto, y si amo existe el hombre es esclavo; pero si es
esclavo, no hay para él ni justicia ni igualdad ni fraternidad ni prosperidad
posibles. Por consiguiente, si Dios existiese, no habría para él más que un
solo medio de servir a la libertad humana: dejar de existir. Si Dios existiese
realmente, habría que hacerlo desaparecer.
En general, no pedimos
nada mejor que ver a los hombres dotados de un gran saber, de una gran
experiencia, de un gran espíritu y de un gran corazón sobre todo, ejercer sobre
nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada y nunca
impuesta en nombre de alguna autoridad oficial cualquiera que sea, terrestre o
celeste. Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de
hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o toda influencia de derecho,
y como tal oficialmente impuesta, al convertirse pronto en una opresión y en
una mentira, nos impondría infaliblemente la esclavitud. En una palabra,
rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas,
patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio universal,
convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría dominadora
y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría sometida. He aquí en
qué sentido somos realmente anarquistas.
Esa servilidad, esa
rutina, fuentes inagotables de la trivialidad, esa ausencia de rebelión en la
voluntad de iniciativa, en el pensamiento de los individuos son las causas
principales de la lentitud desoladora del desenvolvimiento histórico de la
humanidad, se puede decir que la emancipación real y concreta de cada individuo
es el verdadero, el gran objeto, el fin supremo de la historia.
Se ve que la libertad es
una cosa muy positiva, compleja y sobre todo eminentemente social, porque no
puede ser realizada más que por la sociedad y solo en la más estrecha igualdad
y solidaridad de cada uno con todos. Se pueden distinguir en ella dos momentos
de desenvolvimiento; el primero de ellos es el pleno goce de todas las
facultades y potencias humanas para cada uno por la educación, por la
instrucción científica y por la prosperidad material, cosas todas que no pueden
ser dadas a cada uno más que por trabajo colectivo, material e intelectual,
muscular y nervioso de la sociedad entera.
El segundo elemento es la
rebelión del individuo contra toda autoridad divina y humana, colectiva e
individual. Primeramente es la rebelión contra la tiranía del fantasma supremo
de la teología, contra dios. Es evidente que en tanto tengamos un amo en el
cielo, seremos esclavos en la tierra. En tanto que creamos deberle una
obediencia absoluta, deberemos por necesidad someternos pasivamente y sin la
menor crítica a la santa autoridad de sus intermediarios y de sus elegidos para
la dirección de los hombres: de la iglesia y del estado. Pero la autoridad es
la negación de la libertad. Dios, o más bien, la ficción de dios es, pues, la
consagración y la causa intelectual y moral de toda esclavitud sobre la tierra,
y la libertad de los hombres no será completa más que cuando hayan aniquilado
completamente la ficción nefasta de un amo celeste.
Es en consecuencia la
rebelión de cada uno contra la tiranía de los hombres, contra la autoridad,
tanto individual como social representada y legalizada por el estado. Pero la
rebelión del individuo contra la sociedad es una cosa más difícil que su
rebelión contra el Estado. Una revuelta radical contra la sociedad sería, pues,
tan imposible para el hombre como una revuelta contra la naturaleza, se
colocaría fuera de todas las condiciones de una real existencia, se lanzaría en
la nada, en el vacío absoluto, en la abstracción muerta, en dios.
No sucede lo mismo con el
estado, y no vacilo en decir que el Estado es el mal, pero un mal
históricamente necesario, tan necesario en el pasado como lo sería tarde o
temprano su extinción completa, tan necesario como lo han sido la bestialidad
primitiva y las divagaciones teológicas de los hombres. El Estado no es la
sociedad, no es más que una de sus formas históricas, tan brutal como
abstracta. Ha nacido históricamente en todos los países del matrimonio de la
violencia, de la rapiña, del saqueo; en una palabra, de la guerra y de la
conquista con los dioses creados sucesivamente por la fantasía teológica de las
naciones. Ha sido desde su origen, y permanece siendo todavía en el presente,
la sanción divina de la fuerza brutal y de la iniquidad triunfante.
La rebelión es mucho más
fácil contra el Estado, porque hay en la naturaleza misma del Estado algo que
provoca la rebelión. El Estado es la autoridad, la fuerza, la ostentación y la
infatuación de la fuerza. No se insinúa, no procura convertir; y siempre que
interviene lo hace de mala gana porque
su naturaleza no es persuadir, sino imponer, obligar. Aun cuando manda el bien,
lo daña y lo deteriora; porque el bien desde el momento en que es ordenado,
desde el punto de vista del respeto humano y de la libertad, se convierte en
mal. La libertad, la moralidad y la dignidad del hombre consisten precisamente
en esto: que hacen el bien, no porque le es ordenado, sino porque lo conciben,
lo quieren y lo aman.
Explotación y gobierno son
los dos términos inseparables de todo lo que se llama política. Desde el
principio de la historia han formado propiamente la vida real de los Estados:
teocráticos, monárquicos, aristocráticos y hasta democráticos. Desde que la
burguesía inauguró el Estado moderno, esa alianza fatal iglesia y Estado se
ha convertido en una verdad revelada e
indiscutible. La explotación es el cuerpo visible, y el gobierno es el alma del
régimen burgués.
Esta doctrina culmina en
el gobierno explotador de un pequeño número de dichosos o de elegidos, en la
esclavitud explotada del gran número y, para todos, en la negación de toda
moralidad y de toda libertad.
Mijail Bakunin – Dios y el Estado
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