Al crecer el conocimiento
científico, nuestro mundo se ha ido deshumanizando. El hombre se siente aislado
en el cosmos, porque ya no se siente inmerso en la naturaleza y ha perdido su
emotiva “identidad inconsciente” con los fenómenos naturales. Éstos han ido
perdiendo paulatinamente sus repercusiones simbólicas. Esa enorme pérdida se
compensa con los símbolos de nuestros sueños; nos traen nuestra naturaleza
originaria: sus instintos y pensamientos peculiares.
Sin embargo, por desgracia, expresan sus
contenidos en el lenguaje de la naturaleza, que nos es extraño e
incomprensible. De hecho, el hombre moderno es una mezcla curiosa de
características adquiridas a lo largo de las edades de su desarrollo mental.
Este ser mixto es el hombre y sus símbolos. El escepticismo y la convicción
científica existen en él codo a codo con anticuados prejuicios, añejos modos de
pensar y de sentir, falsas interpretaciones obstinadas e ignorancia ciega. Al
hombre le gusta creer que es dueño de su alma. Pero como es incapaz de dominar
sus humores y emociones, o de darse cuenta de la miríada de formas ocultas con
que los factores inconscientes se insinúan en sus disposiciones y decisiones,
en realidad no es su dueño. Estos factores inconscientes deben su existencia a
la autonomía de los arquetipos.
Puesto que hay mucha gente
que se empeña en considerar los arquetipos como si fueran parte de un sistema
mecánico que se puede aprender de memoria, es esencial insistir en que no son
meros nombres ni aún conceptos filosóficos. Son trozos de la vida misma,
imágenes que están íntegramente unidas al individuo vivo por el puente de sus
emociones. Por eso resulta imposible dar una interpretación universal de ningún
arquetipo. Hay que aplicarlo en la forma que indica el conjunto vida-situación
del individuo determinado a quien se refiere. Los arquetipos toman forma solo
cuando intentamos descubrir por qué y de qué modo tienen significado para un
individuo vivo.
Se puede percibir la
energía específica de los arquetipos cuando experimentamos la peculiar
fascinación que los acompaña; parecen tener un hechizo especial. Tal cualidad
peculiar es también característica de los complejos personales. Pero mientras
éstos jamás producen más que una inclinación personal, los arquetipos crean
mitos, religiones y filosofías que influyen y caracterizan a naciones enteras y
a épocas de la historia.
El mito heroico universal,
por ejemplo, siempre se refiere a un hombre poderoso o dios-hombre que vence al
mal, encarnado en dragones, serpientes, monstruos, demonios y demás, y que
liberan a su pueblo de la destrucción y la muerte. La narración o repetición
ritual de textos sagrados y ceremonias, y la adoración a tal personaje con
danzas, música, himnos, oraciones y sacrificios, sobrecoge a los asistentes con
numínicas emociones y exalta al individuo hacia una identificación con el
héroe.
Si intentamos ver la situación con los ojos
del creyente, quizá podemos comprender cómo el hombre corriente puede liberarse
de su incapacidad y desgracia personales y dotarse (al menos temporalmente) con
una cualidad casi sobrehumana. Con mucha frecuencia, tal convicción le
sostendrá por largo tiempo e imprimirá cierto estilo a su vida. Incluso puede
establecer la tónica de toda una sociedad.
A pesar de nuestro
orgulloso dominio de la naturaleza, aún somos sus víctimas, pues ni siquiera
hemos aprendido a dominar nuestra propia naturaleza. Lenta y, al parecer,
inevitablemente, estamos rondando el desastre. Ya no hay dioses a los que
podemos invocar para que nos ayuden. Las grandes religiones mundiales sufren de
anemia progresiva, porque los númenes benéficos han huido de los bosques, ríos
y montañas, y de los animales; y los hombres-dioses desaparecieron
sumergiéndose en el inconsciente. Nuestra vida actual está dominada por la
diosa Razón, que es nuestra mayor y más trágica ilusión. Con ayuda de la razón,
así nos lo creemos, hemos “conquistado la naturaleza”.
Pero eso es pura
propaganda, porque la llamada conquista de la naturaleza nos abruma con el
hecho natural de la superpoblación y añade a nuestras aflicciones la
incapacidad psicológica para tomar las medidas políticas pertinentes. Sigue
siendo muy natural para los hombres disputar y pelear por la superioridad de
unos sobre otros. ¿A qué decir, entonces, hemos “conquistado la naturaleza”?
Sería conveniente que cada
uno de nosotros se preguntara si, por casualidad, sabe su inconsciente algo que
nos sirva de ayuda. La verdad es que la mente consciente parece incapaz de
hacer algo al respecto. Hoy día, el hombre se da penosa cuenta del hecho de que
ni sus grandes religiones ni sus diversas filosofías parecen proporcionarle
esas ideas poderosas y vivificadoras que le darían la seguridad que necesita
ante la actual situación del mundo.
Sea lo que fuere el
inconsciente, es un fenómeno natural que produce símbolos que tienen
significado, pero nadie que no haya hecho un estudio serio de los símbolos
naturales puede considerarse juez competente en la materia. Pero la
depreciación general del alma humana es tan enorme que ni las grandes
religiones, ni las filosofías, ni el racionalismo científico han estado
dispuestas a examinarlos dos veces.
Los sueños proporcionan la
más interesante información para quienes se toman la molestia de comprender sus
símbolos, pero la parte de la mente, de verdadera complejidad y desconocida, en
la que se producen los símbolos, está aún virtualmente inexplorada. Parece casi
increíble que, aun recibiendo señales de ella todas las noches, resulte tan
tedioso de descifrar esos mensajes para la mayoría. El mayor instrumento del
hombre, su psique, es escasamente atendido y, con frecuencia, se recela de él y
se le desprecia. Contiene todos los aspectos de la naturaleza humana: luminosos
y oscuros, bellos y feos, buenos y malos, profundos y necios. El estudio acerca
del simbolismo individual, y también del colectivo, aún no se domina, pero
parece indicar una respuesta a muchas preguntas incontestadas de la humanidad
de hoy día.
Carl G. Jung – El hombre y sus símbolos
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