La ley natural, instaurada sobre la Tierra con la aparición del
hombre, es una ley dura. Toda evolución se halla ligada a ella por una lucha
sin contemplaciones. Toda vida se alimenta a expensas de otras vidas. El más
fuerte o el más hábil, devora al más débil, o el menos astuto. El equilibrio de
la economía terrestre encuentra unas bases paradójicas en la fertilidad de la
podredumbre.
Y no obstante, incluso comprobando a nuestro
alrededor un orden semejante de cosas, jamás hemos llegado a resignarnos a
ello. La idea de que la Tierra
no es sino un gigantesco matadero choca frecuentemente con nuestra sensibilidad
y preferimos no pensar en ello. Por lo demás, la crueldad de la vida nos deja
con frecuencia amargados y rencorosos. Los males que nos asaltan no son
considerados por nosotros como una servidumbre fatal, sino como una injusticia.
El animal acepta su suerte
y perpetúa de generación en generación los mismos gestos, leyes inherentes a
unas condiciones ontológicas, obedecidas sin vanas tentativas de huir de ellas.
El hombre, en esto, es del todo diferente. Prisionero de un sistema que juzga
inaceptable, pone todos sus recursos en movimiento para desprenderse de él. De
este modo, todo gesto que tienda a modificar, dominar, vencer esta Naturaleza
tiránica contra la cual nos hallamos en abierta rebeldía, constituye una
actividad específica del hombre. El
hombre es, ante todo, un rebelde.
¿Por qué? Sin duda porque, efectivamente, no
nos hallamos en nuestro lugar y porque, en lo más hondo de nuestra alma, lo
sabemos. Somos, según la expresión bíblica, unos “extranjeros”, unos “viajeros
sobre la Tierra ”.
Tal vez deberíamos, como afirman las tradiciones, inaugurar sobre nuestro
planeta un nuevo orden de cosas. No aptos para el sufrimiento, teníamos el
encargo de cultivar nuestro jardín, es decir, administrar nuestro dominio
siguiendo nuestras preferencias y nuestros gustos.
Camino de convertirnos en
unos soberanos, hemos dejado escapar aquella primacía, después del mal uso que
nuestros antepasados hicieron de su libre albedrío –tal vez también bajo la
influencia de quienes tenían interés
en despojarnos de nuestros privilegios, con el fin de eliminar una eventual
competencia-. La famosa “revuelta de los ángeles”, de la que nuestros padres
decían que abarcó a los cielos, tenía al hombre como objetivo, pues una parte
de los extraterrestres se rebelaron ante la perspectiva de llegar un día a
tener que hincarse de rodillas ante la descendencia de Adán.
Caída, la humanidad se encontró sometida a
las leyes de la antigua naturaleza,
aquellas que reinaban en nuestro globo antes de la era del hombre. Nuestra raza
quedó sujeta a la misma, a la enfermedad, a la muerte… ¿Venganza? ¿Castigo? En
absoluto; sino simple consecuencia,
ineludible, de un remozamiento del reino animal.
Desde entonces, todo
sucede como si las fuerzas “luciferianas” poseyeran el completo dominio de
nuestro globo, en el que se aplican a perpetuar el reino de la antigua
“naturaleza”. ¿No ha sido llamado Lucifer el príncipe del mundo? Si es el
príncipe, es decir, el jefe nombrado, si es él –y no como pensamos
frecuentemente el “buen” Dios- quien impone sus órdenes sobre este desgraciado
planeta, nada de sorprendente tiene que nuestra suerte nos reserve tantas penas
al tiempo que algunas “alegrías” acordes con la “naturaleza”. Satán está aquí, en su casa.
Por el contrario, las potencias a quienes
hemos dado en llamar “yávicas” (únicamente por razones de comodidad –entendidas
en este caso como benéficas-) están en lucha abierta contra esa forma de
naturaleza; parecen, en todo caso, animadas a la preocupación de sustraer a la humanidad a dicha
“naturaleza”. Pero es preciso decir que la Tierra no es su dominio; su acción se ejerce desde el exterior, a la manera de
comandos, en operaciones discontinuas, limitadas, como si nuestra esfera
constituyera para ellos un territorio enemigo, y celosamente defendido, pues la Tierra sigue bajo un
régimen de “ocupación”.
Limitadas… ¿pero también
por la obligación de no minar la libertad del hombre, puesto que sería una raza
“salvada” si esa salvación le era impuesta, únicamente, desde fuera? Libertado
a pesar suyo, ¿estaría el hombre verdaderamente “salvado”? de donde la
obligación de contar con una resistencia organizada por los propios hombres o,
mejor aún, por aquellos de entre los que no
aceptan la “naturaleza” tal como es.
Se correrá el peligro de
pasar por alto muchos descubrimientos si no se tiene bien presente el hecho de
que nuestro mundo recibe sus leyes de un príncipe que no es Dios, sino uno de
sus adversarios –mientras que el ejército de los emisarios yávicos intenta
“ayudarnos”, forzando para ello un orden
establecido.
Pero se sabe que una de las astucias más
perniciosas del diablo consiste en hacernos olvidar incluso su existencia,
olvido que alcanza incluso a los espíritus más sinceramente piadosos, y las
confusiones que resultan son inimaginables. La táctica del clan “yavista”, que
busca nuestra liberación, es notable por su longanimidad, pues la operación “salvación” comienza alrededor del 1950 a .C.
La apuesta es la siguiente:
desposeer a los luciferianos de su dominio sobre “este mundo”, librar al hombre
de las leyes naturales por medio de una
mutación provocada.
Paul Misraki – Los Extraterrestres (Título original: Des signes dans le ciel. Les extraterrestres, 1968)
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