Ahí os envío unas
cuartillas que quisieron expresar lo que sentía… y que lo expresaron a medias.
Luego, al copiarlas… las modifiqué. Comprendí que el público no había de
enterarse del sentido íntimo que tenían. Y no comprendiéndolas me parecía
inútil, impropio publicarlas. Puede guardarlas aquel de vosotros, a quien menos
estorben.
Vivo sin vivir en mí…
Y tan poca vida tengo,
que muero porque me muero…
Esta es mi paráfrasis
–como mía triste y fría– del estribillo inglosable de la monja andariega y de
la doctora mística.
Que muero… porque me
muero… y quisiera vivir.
Que muero con el mal de la
muerte… y no sé nada de la vida.
Y tan poca vida tengo… que
vivo muriendo
y tan sin vida estoy… que
vivo con la vida sin vida de la muerte.
Vivo sin vivir en mí.
Vivo fuera de mí.
Enajenado…
Vivo muy dentro de mí
mismo. Enmimismado
vivo conmigo sin vivir en
mí, y en mí sin vivir conmigo
no vivo; muero…
Para vivir y no morir…
Vivo sin vivir en mí…
No me hallo en mí. Por mí…
no hallo a mi yo. Yo no me hallo.
Mi cuerpo ¿es el cuerpo
mío? Mi alma ¿es el alma mía?
Mi cuerpo no es el cuerpo
de mi alma, ni mi alma es el alma de mi cuerpo.
Pero ¿acaso son míos este
cuerpo y esta alma?
¿Quién soy yo? ¿Quién soy
yo… extranjero en mi cuerpo, extraño de mi alma?
Este cuerpo que no es el
mío-, este alma que no es mi alma-; ¿de quién son? Si son míos ¿por qué casados
mueren y divorciados viven?
Así no me hallo… no me
siento… ni me pienso… ni me quiero.
Así ¿cómo ser espontáneos?
Y así vivo muriendo.
Así me he pasado mi vida…
así llegará mi muerte…
Sin que llegue mi hora… si
gozar mi devenir…
Sin dejar de pasar… sin
poder decir: ¡ahora!...
Y ahora…
Viviendo muero.
Vivo sin un deseo, sin una
experiencia…
Y muero de una vaga
emoción, por mi imposible ensueño.
Vivo lleno de un vacío
interior. Sin un acto, sin una obra…
Y muero en medio del vacío
exterior… de las cosas, de los sucesos…
Vivo de voliciones no
queridas, de impensados pensamientos…
Sin un recuerdo
perdurable… sin una esperanza realizada…
Con un pasado ingrato… y
un porvenir esquivo…
y muero de… amor,… de
amar… de amar el amor… el amor de amar.
Así me hallo,… así me
siento,… así me pienso… así me quiero…
y así ¿cómo ser claro?
Y así muero viviendo.
Así he pasado por la vida…
así llegaré a la muerte
sin llegar a parte alguna…
Sin comprender mi destino
sin que pase la dicha… Sin
poder decir: ¡hela aquí!
Y he aquí, cómo…
Muriendo vivo…
Vivo sin vivir en mí…
Vida sin vida… ¿cómo
expresarla?
Muerte sin muerte… ¿cómo
explicarla?
¿Cómo razonar… enajenado…?
¿Cómo dialogar
ensimismado?
Sin espontaneidad ¿cómo
manifestarse en el mundo de las formas?
Sin claridad ¿cómo
conducirse por el mundo de los conceptos?
Expresar lo que sentimos y
queremos, es una manera de dar
nuestra vida, de
comunicarnos. Es una comunión de nuestra alma bajo una forma sensible.
Explicar lo que pensamos
es un modo de librarnos del caos, de salir de nuestro yo. Es una revelación, un
desdoblamiento, un desarrollo de nuestro espíritu…
Y ¿cómo darnos, si es tan
pobre nuestra vida, y vivimos fuera de nosotros mismos?
¿Y cómo desdoblarnos, si
no acertamos a salir de nosotros mismos, sino… para ir muriendo?
Vagando en la región de
las abstracciones sentimentales –tan lejos del mundo sensible como del
inteligible– ¿cómo triunfar en los negocios y brillar en sociedad?
Sin vida que dar y sin
poder librarme de la muerte ¿dónde hallar la simpatía que nos haga amables?
¿dónde hallar la virtud que nos haga amados?
¿Cómo presentarnos en
escena, si estamos idos…?
¿Cómo atender a los demás
si permanecemos absortos?
Y si hasta el sonreír es
para nosotros un esfuerzo, y la misma meridiana realidad es para nosotros
nebulosa como un sueño, ¿podremos saborear y compartir el exquisito placer
convival, como lo saborean y comparten, las almas amigas que son flor de
elegancia y de gracia?
Este es mi cuento… El
cuento de un hombre que perdió su nombre.
Este era un hombre que un
día abandonó su cuerpo –en una esquina– para mas divagar, con el alma libre,
por la región de las ideas puras.. Cuando quiso volver a su cuerpo… para
contemplarse en los ojos azules de una mujer… halló que ni su cuerpo, ni su
alma, servían para vivir la vida… Y desde entonces vive muriendo… y solo
revive, para morir muy luego, cuando divisa una sonrisa, que rima con aquella
otra que aureolaban unos ojos azules… o cuando percibe la música de un alma que
le recuerda aquella edad en que era ingenuo y puro, como un niño… que era.
José María Izquierdo Martínez (1886-1922)